viernes, 2 de febrero de 2018

“Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”


(Domingo V - TO - Ciclo B – 2018)

“Jesús fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos revela las actividades de Jesús en su misión pública: Jesús reza, cura enfermos, expulsa demonios. Reza, porque si bien es Dios Hijo, es también Hombre perfecto, y en cuanto tal, se dirige al Padre en la intimidad de la oración para encomendarse a su Padre Dios, para que todo lo que hace sea solo para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas. La oración de Jesús es el momento en el que, entrando en comunión íntima y personal con Dios, por medio del Espíritu Santo, obtiene las fuerzas que, en cuanto hombre perfecto, necesita, para combatir a los grandes males que afligen a la humanidad, que son el pecado -la enfermedad y la muerte son consecuencias del pecado original- y la actuación perversa y maligna del Demonio, el Ángel caído que, aunque no lo veamos con los ojos corporales, anda en medio de los hombres, por todo el mundo, buscando hacer caer en la tentación y el pecado, para conducir a las almas a la eterna perdición en el infierno. Esto es lo que significa la expresión de las Escrituras: “(el Demonio) ronda como un león, buscando a quién devorar”. Jesús reza también para “sanar enfermos”, desde el momento en que la enfermedad, cualquiera que esta sea, es consecuencia del pecado original, que quita al hombre los dones preternaturales y a partir del cual el ser humano comienza con la enfermedad, el dolor y la muerte. Esto es lo que el Evangelio nos dice: “Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”.  
Sin embargo, al escuchar este Evangelio, podríamos estar tentados de confundir la misión de Jesús y pensar que Jesús ha venido a este mundo para “curar enfermos y expulsar demonios”, pero ese no es el fin de la misión de Jesucristo y Él mismo lo dice con sus propias palabras: “Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”. Es decir, Jesús sale a misionar, pero no para simplemente curar enfermos y expulsar demonios, ya que esos prodigios son solo el prolegómeno de su misión principal y exclusiva, que es la de “predicar”, es decir, la de “anunciar que el Reino de Dios está cerca”, que es necesaria la “conversión del corazón” para poder acceder a ese Reino, un Reino que no es humano, ni temporal, ni visible, ni está en lugar alguno, sino que es un Reino celestial, eterno, que está en el Cielo y no en la tierra; un Reino que nos espera en la eternidad, aunque para aquél que lo reciba en esta tierra, comience desde ahora, desde esta vida terrena.
Cometen un grandísimo error quienes piensan que la misión de la Iglesia, que es continuación de la misión de Jesucristo y de sus Apóstoles, la Iglesia primitiva, consiste en terminar con la pobreza, el hambre, la desigualdad, la injusticia que los hombres cometen entre sí. La misión de la Iglesia no es de orden social, ni su objetivo principal –ni tampoco secundario- es acabar con la pobreza en el mundo. La misión de la Iglesia es anunciar que Jesús, el Hombre-Dios, que está en la Eucaristía, está en medio de nosotros y que ha venido a este mundo, no para hacer de este mundo un mundo mejor, sino para pedirnos que nos convirtamos a su Amor, que es el Amor de Dios, lo cual implica el rechazo del pecado en todas sus formas –la superstición, la creencia de sectas, en iglesias que no son las católicas; la confianza en el dinero; el pensar que esta vida terrena es la única; el no querer cambiar el corazón, inclinado al mal por el pecado, etc.- y el abrazar la vida de la gracia, la vida de los hijos adoptivos de Dios, gracia que nos viene por los sacramentos y que nos hace vivir, ya en la tierra, en este “valle de lágrimas”, con la vista puesta en la eterna bienaventuranza.
“Jesús fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”. Curar enfermos y expulsar demonios no son el objetivo de Jesús, sino los prolegómenos para anunciarnos que la verdadera vida, la vida eterna, nos espera al finalizar esta vida terrena, pero que también esta vida eterna podemos ya empezarla a vivir desde esta vida terrena, siempre y cuando rechacemos el pecado y vivamos en estado de gracia. Para anunciarnos esta maravillosa verdad, la de la vida eterna que nos espera al final de esta vida terrena, es que la Iglesia misiona, pidiendo a los hijos adoptivos de Dios que se aparten del pecado y que se preparen para el Reino de los cielos, que está más cerca de lo que podemos pensar o imaginar. De hecho, cada día que pasa, es un día menos que nos separa del inicio del Reino de los cielos en la bienaventuranza.
Pero hay algo más que la Iglesia pide a los hijos adoptivos de Dios, y es que se unan al Cordero de Dios en su sacrificio redentor, para ser, en Él, por Él y con Él, salvadores y co-rredentores de la humanidad, y el lugar óptimo para esta unión con Jesús es la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz. Para eso estamos en esta vida terrena: para unirnos al Redentor en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y así convertirnos en corredentores de nuestros hermanos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario