sábado, 24 de febrero de 2018

“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan"



(Domingo II - TC - Ciclo B – 2018)

         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). En el Monte Tabor Jesús resplandece ante Pedro, Santiago y Juan, con la luz de su divinidad. Jesús es el Hombre-Dios, es Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios y la luz que resplandece en el Tabor, expresada por el Evangelista Juan con esta expresión: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”, no es una luz que le viene añadida de lo alto, porque es la luz de su propio ser trinitario y de su propia naturaleza divina. La luz que resplandece en Jesús es la gloria de su Ser divino trinitario, es la gloria que el Padre le da al Hijo desde la eternidad y que comparten con el Espíritu Santo. No es una luz que le viene añadida desde afuera de Jesús de Nazareth: es la gloria de Dios Trino que, brotando del Ser divino trinitario y pasando de la Segunda Persona a su humanidad, resplandece ante los ojos asombrados de los discípulos Pedro, Santiago y Juan. Es una luz celestial, que ilumina no solo los ojos del cuerpo, sino ante todo los ojos del alma, permitiendo que el alma contemple, en Jesús de Nazareth, al Verbo Eterno del Padre encarnado. Dice Santo Tomás que si Jesús permite que su luz se manifieste en esta teofanía del Tabor, es decir, si permite que contemplen su humanidad revestida de su divinidad, es para que se recuerden de Él, en cuanto Dios, cuando lo vean en la Pasión, reducido a un despojo de hombre, cuando a causa de los golpes y las flagelaciones, su humanidad santísima quede cubierta, no ya de la luz de la gloria divina, sino de su propia Sangre. Por esta razón, la gloriosa teofanía trinitaria del Tabor debe ser contemplada a la luz de la crudelísima escena de la Pasión en el Monte Calvario, ya que el Tabor no se explica sin el Calvario, ni el Calvario sin el Tabor. Jesús resplandece de gloria divina en el Tabor, para que sus amigos y discípulos se recuerden que el hombre cruelmente golpeado y que “parece un gusano”, como dice el Profeta Isaías, cubierto de golpes y bañado en sangre, irreconocible a causa de la tierra, el sudor, la sangre, ese mismo hombre, ante el cual “se da vuelta la cara”, tan lastimoso es su aspecto, ese hombre, es Dios Hijo encarnado, y así ellos, los amigos, discípulos y apóstoles, con el recuerdo de la divinidad manifestada en el Monte Tabor, no desfallezcan ante la durísima prueba del Monte Calvario.
         Ahora bien, si esto es así, surge la pregunta de por qué Jesús, siendo Dios, ocultó su divinidad durante toda su vida, manifestándola por breves segundos en el Tabor. ¿No hubiera sido conveniente que, desde su Encarnación, puesto que era Dios, se manifestara como Dios, es decir, resplandeciente en su gloria divina?
         La respuesta es que Jesús oculta su gloria divina durante toda su vida terrena, con excepción del Tabor –y en la Epifanía, ante los Reyes Magos-, para poder sufrir la Pasión, porque si su humanidad hubiera resplandecido con la gloria divina, desde la Encarnación, no habría podido sufrir la Pasión, porque la humanidad glorificada no puede sufrir. Es por un milagro de su omnipotencia, que Jesús oculta su gloria divina, la gloria que le corresponde como Dios Hijo desde la eternidad, para poder sufrir la Pasión y así demostrar hasta qué grado llega su Amor –infinito, eterno, incomprensible- por todos y cada uno de nosotros.
         Esto nos lleva al momento de la Encarnación, en donde se habla de la “kénosis” o “vaciamiento” que el Verbo hizo de sí mismo en el momento en el que se encarnó en el seno virgen de María. Según la teología y la fe católicas, el abajamiento y humillación del Verbo de Dios consiste en asumir, por un lado, la humanidad y, por otro, ocultar de modo simultáneo, la Divinidad. Es decir, cuando el Verbo se encarnó, por un milagro de su omnipotencia, como dijimos, su humanidad no transparentó su gloria, como debía suceder normalmente, sino que quedó oculta a los ojos de los hombres, para permitir que Jesús sufriera la Pasión. Pero este hecho –que Jesús aparezca a los ojos de los demás como un hombre más entre tantos, sin reflejar su divinidad- no significa, de ninguna manera, que Jesús se hubiera “vaciado” de su divinidad, como si el Verbo de Dios, en el momento de la Encarnación, hubiera quedado “incompleto” o “vacío” porque a Jesús de Nazareth le faltaba la divinidad. Esto es negar de raíz la unión hipostática, personal, de la Persona divina y de la naturaleza divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Cuando San Pablo a los Filipenses dice que Jesús “se vació a Sí mismo”[1], no está significando que dejó de lado su divinidad y que Jesús no era Dios –y por lo tanto, estaba “vacío” de la divinidad, o era “incompleto” en su divinidad-: está diciendo simplemente que “ocultó visiblemente” su divinidad, para poder sufrir la Pasión, pero que de ningún modo su humanidad dejó de estar unida a la Persona Segunda de la Trinidad, desde el momento de la Encarnación. El “vaciamiento de sí mismo” de Jesús se conoce como “kénosis” y se la utiliza para combatir herejías como el arrianismo, que niegan precisamente la condición divina de Nuestro Señor Jesucristo, por el hecho de aparecer exteriormente como un simple hombre, cuando en realidad lo único que hace es, por un milagro, ocultar su divinidad, para poder sufrir la Pasión. Si decimos que Jesús, por la Encarnación, está “incompleto” y “vacío” porque le falta el componente de la Persona Segunda de la divinidad, estamos diciendo que Jesús es un simple hombre y eso es un gravísimo error, una herejía inaceptable y condenada desde hace tiempo por el Magisterio de la Iglesia. Y si Jesús fuera imperfecto, inacabado, insuficiente o falto de la divinidad, entonces no sería el Hombre-Dios, no sería nuestro Redentor y toda nuestra fe católica sería en vano.
         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”. Jesús es Dios Perfectísimo y Hombre perfectísimo y deja traslucir su divinidad en el Monte Tabor para que al contemplarlo en la Cruz, cubierto de Sangre, recordemos que Él es Dios, recubierto de gloria en la eternidad. Y que ese mismo Jesús, que es Dios cubierto de Sangre en el Calvario, derrama su Sangre en el cáliz, y que el mismo Jesús que manifestó la gloria de su divinidad en el Tabor, es el mismo Jesús que nos entrega, su mismo Cuerpo glorioso, en cada Eucaristía. Es el mismo Jesús, Unigénito del Padre, a quien el Padre nos dice que escuchemos. Y lo que Jesús nos dice, desde el sagrario, es: "Si quieres entrar en el Reino de los cielos, toma tu cruz de cada día, niégate a ti mismo y sígueme por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, hasta el Calvario".



[1] Cfr. 2, 5-8.

No hay comentarios:

Publicar un comentario