sábado, 24 de marzo de 2018

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor



"Entrada de Jesús en Jerusalén"

(Pedro de Orrente)

(Ciclo B – 2018)

Jesús ingresa en Jerusalén, tal como estaba profetizado en el Antiguo Testamento, montado en una cría de asno: “Tu rey viene a ti, oh Jerusalén, montado en una cría de asno” (cfr. Zac 9, 9). Le salen al encuentro todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno. Todos están jubilosos, alegres, y le cantan hosannas y aleluyas, porque todos han recibido milagros y favores de Jesucristo y todos los recuerdan y todos se lo agradecen. A las puertas de Jerusalén, con palmos en las manos, están los que han sido vueltos a la vida; los que han sido curados de toda clase de enfermedades; los que han sido liberados de los demonios que los atormentaban; los que han sido alimentados con los milagros de los panes y los peces multiplicados por la  omnipotencia divina de Jesucristo. El Domingo de Ramos todos está exultantes, alegres, y entonan cánticos en honor de Jesucristo. Todos reconocen en Jesucristo al Mesías de Dios.
         Pero solo unos días más tarde, el Viernes Santo, esa misma multitud exultante, cambiará radicalmente: sus semblantes alegres se volverán furiosos; sus cánticos de alabanza, se convertirán en blasfemias; sus hosannas y aleluyas, se convertirán en improperios y amenazas de muerte. Si el Domingo de Ramos todos amaban a Jesús y lo reconocían como al Mesías, ahora todos rechazan a Jesucristo como Mesías, lo tratan de impostor y desean su muerte.         ¿Por qué se produce entre los habitantes de Jerusalén un cambio tan radical? ¿Por qué el Domingo de Ramos están exultantes y el Viernes Santo, llenos de odio hacia Jesús? La razón del abrupto cambio de ánimo de los habitantes de Jerusalén entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo se encuentra en el hecho de que ambas escenas son representaciones de realidades sobrenaturales relacionadas con el misterio de la salvación. En otras palabras, cada elemento de las dos distintas escenas representa una realidad sobrenatural en relación directa con el misterio salvífico de Jesucristo. Así, Jesús es Dios Salvador; la Ciudad Santa de Jerusalén es figura del alma; los habitantes que aclaman a Jesús entre cánticos de alegría, es el alma en estado de gracia; los mismos habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo cubren de insultos, escupitajos y puñetazos a Jesús, son la misma alma, pero en estado de pecado mortal, sin la gracia santificante. Esto es entonces lo que representan, simbólicamente, las dos escenas: Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos, siendo reconocido como el Mesías y siendo recibido con cánticos de alegría, es el alma que recibe a Jesús Eucaristía en estado de gracia: Jerusalén es figura del alma y el canto y la alegría es figura de la gracia. Cuando el alma está en gracia, reconoce a Jesús como a su Salvador y lo recibe como tal.
Por el contrario, Jesús siendo expulsado de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la representación del alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesús de su corazón, de su alma, de su vida, y lo crucifica con sus pecados. No debemos creer que nuestra vida espiritual –en gracia o en pecado- es indiferente al Hombre-Dios Jesucristo: cuando estamos en gracia, somos como la Jerusalén del Domingo de Ramos, que recibe a su Rey Mesías con cánticos de alegría y demostraciones de amor; cuando el alma está en pecado mortal, es esa misma Jerusalén que condena a muerte a su Redentor, le carga una cruz y lo expulsa de sí misma, para matarlo. El pecado no es sino el deseo de que Dios muera en el propio corazón, de manera tal de poder hacer la propia voluntad y no la voluntad de Dios, que está expresada en los Diez Mandamientos.
El pecado, que nace de lo profundo del corazón humano sin Dios, es causado por el libre albedrío humano, instigado al mal por el Tentador del hombre, Satanás. El pecado no es ni será jamás una metáfora utilizada como un símbolo para indicar a los hijos de Dios el camino a evitar. El pecado es una realidad espiritual, es la ausencia de la gracia en el alma; es la muerte ontológica del espíritu humano que sin la gracia no sobrevive y muere a la vida de Dios. El pecado separa al hombre de Dios y de sus hermanos; lo aparta, lo aísla, y lo convierte en presa fácil del Demonio. Dios perdona el pecado, pero hay un pecado que no perdona, y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente. Dios es Misericordia Infinita y perdona toda clase de pecados, pero hay un pecado que no puede perdonar y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente, porque para que Dios nos perdone, es necesario que libremente pidamos su Misericordia y libremente hagamos el propósito de no volver a cometer ese pecado. Dios perdona al pecador que se arrepiente sinceramente, que toma conciencia de su pecado, que se duele de haber cometido el mal y que hace el propósito de no volver a cometerlo. La expulsión de Jesús de Jerusalén el Viernes Santo es la expresión gráfica de que no puede coexistir en el alma el pecado –la Jerusalén que expulsa a Jesús- y la Santidad Increada, Cristo Jesús. O en el alma está la gracia de Dios y con ella Cristo Jesús –Jerusalén en el Domingo de Ramos- o en el alma no está la gracia de Dios y el Hombre-Dios es expulsado de ella –Jerusalén el Viernes Santo-. No hay convivencia posible entre la santidad de Jesucristo y el pecado y lo que era pecado para Adán y Eva, al inicio de los tiempos, seguirá siendo pecado hasta el fin de los tiempos, hasta el Último Día de la historia humana, hasta el Día del Juicio Final. No hay autoridad humana –eclesiástica o no eclesiástica- ni angélica que pueda cambiar la realidad ontológica del pecado de ser ausencia de bien, ausencia de gracia y por ende, presencia del mal. El pecado es y seguirá siendo pecado hasta el fin del tiempo.
El pecado jamás puede ser visto como algo “natural” que en algún momento deberá ser aceptado. Es verdad que Dios ama al pecador, pero esto no cambia la realidad de malicia y ausencia de gracia que es el pecado y si Dios nos ha dado los Diez Mandamientos, es porque por esos Mandamientos evitamos el pecado y a partir de Jesucristo, podemos vivir en su Presencia porque la gracia de Jesucristo es la que nos concede la fuerza divina necesaria para no caer en ningún pecado. Hagamos el propósito, en esta Semana Santa, de que nuestras almas sean siempre como la Jerusalén del Domingo de Ramos, el alma en gracia, que reconoce a Jesús como a su Mesías, Rey y Señor y lo ama y lo adora con todas sus fuerzas y se alegra y perfuma con la alegría y el perfume de la gracia. Que en nuestros corazones siempre sea reconocido Jesucristo, el Dios de la Eucaristía, como nuestro Único Rey y Señor.


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