domingo, 8 de julio de 2018

Jesús se asombraba de su falta de fe


(Domingo XIV - TO - Ciclo B – 2018)

         “¿No es éste el hijo de José el carpintero”; “¿no es el hijo de María y sus hermanos no viven aquí entre nosotros” (Jesús) no pudo hacer muchos milagros (…) se asombraba de su falta de fe” (cfr. Mc 6, 1-6). Jesús se dirige a su propio pueblo, rodeado por sus discípulos y comienza a enseñar, con su sabiduría divina, en la sinagoga. La multitud, formada por sus mismos compatriotas, es decir, por aquellos que eran de su pueblo y que por lo tanto habían compartido con Él el tiempo de la infancia y la juventud, en vez de agradecer por la sabiduría divina de sus palabras, empiezan a cuestionarlo y a desconfiar de Él. No ven en Jesús, ni siquiera escuchando sus palabras divinas, al Hijo de Dios encarnado; no ven en Jesús al Verbo Eterno del Padre que se ha encarnado en el seno virgen de María y que les habla a través de una naturaleza humana. Llevados por la sola razón y rechazando la iluminación que les proporciona la gracia, reconocen que sus palabras contienen sabiduría divina y que también sus milagros provienen de Dios, pero no lo reconocen como a Dios Hijo encarnado. Como lo han visto crecer desde niño, se confían en ese conocimiento de Jesús y lo tratan como a un ser humano y por eso dicen: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?”. Además, para afirmarse en su incredulidad voluntaria, cuestionan sus orígenes, los que ellos, con su razón, creen que son los verdaderos, porque desconocen que Jesús ha sido engendrado por el Espíritu Santo y que por lo tanto su Padre natural es Dios Padre; desconocen que la Virgen es la Madre de Dios y que es Virgen; desconocen que Jesús es el Unigénito del Pade y que María, por ser la Madre de Dios y Virgen, solo tuvo hijos adoptivos aparte de Jesús y que los que ellos llaman “hermanos” son en realidad “primos”. Es por esto que dicen: “¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Ahora bien, esta desconfianza e incredulidad voluntarias -que provienen del rechazo libre y voluntario de la gracia santificante que los sacaría de su error- tienen sus consecuencias: por su incredulidad y falta de fe -que asombra a Jesús- no puede hacer, entre sus compatriotas, unos pocos milagros: “No pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos (…) Y él se asombraba de su falta de fe”.
         La incredulidad y la falta de fe es pecaminosa porque es voluntaria; es un libre rechazo de la voluntad, que lleva al alma a desconfiar de Jesús a pesar de su sabiduría divina y a pesar de sus milagros que demuestran que Él es Dios.
         “Y él se asombraba de su falta de fe”. No debemos creer que estamos exentos de la misma incredulidad voluntaria, porque el mismo Jesús que predicó e hizo milagros en Palestina, es el mismo Jesús que nos habla en el silencio a nuestras almas y obra allí milagros portentosos desde la Eucaristía. Pero si nosotros, de modo análogo a los contemporáneos de Jesús, cuestionamos la Eucaristía y decimos: “¿Pero no es acaso un trozo de pan bendecido? ¿Cómo vamos a adorar un poco de pan bendecido? ¿cómo puede un poco de pan hace milagros? ¿No debemos recibirlo como si fuera un poco de pan y nada más? ¿Qué necesidad hay de adorar un poco de pan? Cuando un alma comete el fatal error de rechazar la gracia que le quitaría estas dudas de fe y decide profundizar sus dudas de fe en la Eucaristía, entonces toda su vida espiritual cristiana cae en unas profundísimas tinieblas que le impiden al mismo Jesús obrar en esa alma. Y para esa alma se repiten las palabras del Evangelio para con los contemporáneos de Jesús: “No pudo hacer allí ningún milagro (…) él se asombraba de su falta de fe”.
         No seamos nosotros esas almas incrédulas y pidamos la gracia a Nuestra Señora de la Eucaristía de aumentar cada vez más nuestra en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, a fin de que Él pueda hacer muchos y grandes milagros en nuestras vidas y en las de nuestros seres queridos.

         

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