Adoremos al Cordero


Tal vez hemos construido un cristianismo demasiado racionalista, lo hemos vaciado del misterio y de la mística; hemos hecho de Cristo un maestro de moral y hemos convertido a su doctrina en una doctrina moral, que se limita a indicar lo que está bien y lo que está mal; hemos dejado el misterio sobrenatural para hacer del mensaje evangélico un listado de preceptos morales a evitar para no caer en pecado y otro listado para vivir la virtud; tal vez hemos construido un cristianismo naturalista, que se contenta con cristianos que vivan una vida natural, como si el bautismo fuera solo una cuestión de cultura, un hábito propio de países de  tradición cristiana y nada más; participamos en nuestras procesiones como si se tratara de fiestas semi-paganas, y no del culto público al Hombre-Dios, a su Madre y a sus ángeles y santos, y lo hacemos sin fervor ni ardor ni devoción; nos hemos acostumbrado a vivir nuestras misas como ritos litúrgicos vacíos de contenidos, sin relación alguna con nuestras vidas personales ni con la vida de Jesucristo ni con la Presencia de la eternidad del ser divino de Jesucristo; damos más crédito a un comentarista de fútbol o estamos más al tanto de las noticias del mundo que de las opiniones del Vicario de Cristo, la Roca, el Jefe espiritual visible de la Iglesia en la tierra, el Papa; tal vez consideramos a los contenidos esenciales de la fe –la Trinidad, la Encarnación del Verbo, la filiación concedida en la cruz- o como a especulaciones teológicas que no me interesan en mi vida personal, que no tienen incidencia ni realidad en mi existencia y en mi ser, o como a una doctrina sistematizada y elaborada a lo largo de los siglos para construir hábitos cristianos y nada más. Con un cristianismo semejante, bastaría que se presentase una nueva religión un poco más atractiva, para que el cristianismo sea dejado de lado, como una religión que marcó en la historia un modo de hacer cultura, un modo de hacer arte, un modo de pensar, de vivir, pero que ya está siendo superado, si es que no está totalmente superado, lo cual es la tesis de la Nueva Era.

“No temáis porque os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo. Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador que es Cristo el Señor. Esta será la señal: encontraréis un Niño envuelto en pañales en un pesebre” (cfr. Lc 2, 10-12). En estas palabras está contenida la esencia del cristianismo: Dios entre nosotros, el Emmanuel, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, Dios encarnado, para hacer de la naturaleza humana una nueva raza, la raza de los hombres-dioses; Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, dicen los Padres de la Iglesia.
Quien no se sorprende, quien no se maravilla, quien ha perdido la capacidad de asombro ante esta noticia, la noticia de la Encarnación de la Palabra, del Verbo, que siendo Espíritu puro se hace carne para que el hombre, que es carne, se divinice, se haga Dios, se haga como él, Espíritu puro, pierde la esencia sobrenatural del cristianismo y convierte al cristianismo en una moral; pierde la perspectiva divina del cristianismo y del destino de gloria y de alegría sin medida que la Trinidad viene a  traer para los hombres y que las concede aún en esta vida, considerada un valle de lágrimas, pierde la perspectiva de la desaparición del tiempo y del mundo que darán inicio a la eternidad de Dios (cfr. Pe 3, 8-14). Ni los mismos cristianos, contemporáneos de Jesús, que lo vieron hacer milagros, que lo contemplaron crucificado y que lo contemplaron resucitado, glorioso, lleno de la vida, de la gloria y de la alegría del Espíritu de Dios, eran capaces de comprender el alcance de la “Buena Noticia” del cristianismo. “¿Por qué estáis tristes?”, les pregunta Jesús resucitado a sus discípulos (cfr. Lc 24, 17)[1]. Estaban tristes, cuando la Buena Noticia es noticia de alegría en sí misma: “Os traigo una Buena Noticia, alegraos, os ha nacido el Salvador”. Y estaban tristes porque habían racionalizado el misterio, porque en el fondo no habían aceptado el misterio de la Encarnación y la divinización que nos venía a conceder. “Alegraos, os ha nacido un salvador”. Nos ha nacido un Salvador, para nosotros, se nos ha dado en don en el seno de la Virgen, para dársenos en posesión personal como Pan de Vida eterna en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico y comunicarnos de su alegría, su alegría de ser Dios Uno y Trino. Es un misterio inconcebible, inimaginable, imposible siquiera de ser pensado, sino hubiera sido ideado planificado y puesto en obra por Dios mismo. La alegría del nacimiento se continúa y es una misma alegría con la alegría de la resurrección y de todo el misterio pascual de Jesús, misterio que lejos de terminar en la resurrección, se prolonga en la Eucaristía, en donde Cristo resucitado comunica su filiación divina y su alegría de ser Hombre-Dios y Dios Hijo, donando su Espíritu para que tengamos la vida nueva de los hijos de Dios, que es la vida suya, la vida del Hijo de Dios.
La alegría, la sorpresa, la fascinación y el temor sagrado, el asombro ante lo impensable e inimaginable –Dios que se hace hombre para que uniéndonos a su cuerpo eucarístico nos hagamos un solo cuerpo con Él y un solo Espíritu con su Espíritu-, deberían ocupar los pensamientos, los deseos y las obras del cristiano.
“Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo (…) Él os bautizará con el Espíritu Santo; Él os dará el Espíritu Santo, Él infundirá sobre la Iglesia su Espíritu Santo, sobre el altar, sobre las ofrendas, haciendo de ellas Su Presencia y desde la Eucaristía soplará sobre vosotros su Espíritu para que al comulgar, vosotros seáis cuerpo en su cuerpo, carne en su carne y Espíritu en su Espíritu”. El don del Espíritu, que nos diviniza, es la Buena Noticia de Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios.
            En este ‘blog’ no se encontrarán explicaciones racionalistas del cristianismo, como así tampoco se encontrarán elucubraciones de tipo psicológico-espirituales; tampoco es este ‘blog’ un manual de auto-ayuda en clave cristiana, ni un catálogo de cómo superar las propias limitaciones o defectos, para adquirir virtudes. Se trata de un balbuceo de quien intenta contemplar el misterio de Cristo.


[1] Cfr. Divo Barsotti, Il Mistero Cristiano nell’anno liturgico, Libreria Editricie Florentina, Florencia 1956, 90.