“Los fariseos y los doctores de la Ley (...) frustraron el designio de Dios para con ellos” (Lc 7, 24-30). Dios manda a un profeta,
Juan el Bautista, para que anuncie la conversión del corazón, porque Dios ha
enviado al Mesías, que habrá de salvar a todos aquellos que quieran salvarse. El
“designio de Dios” sobre los fariseos y doctores de la Ley y sobre toda la
humanidad, es que todos los hombres se salven, pero la condición indispensable –puesto
que somos seres libres y pensantes- es que cada uno acepte, personalmente, a
Jesús como su Salvador, y una muestra de que se lo acepta como el Mesías
Salvador, es el cambio de corazón, es decir, la conversión: de la conversión al
mundo y el pecado, a la conversión eucarística, porque en la Eucaristía está el
Salvador del mundo, Cristo Jesús. Si no existe este propósito libre de
conversión eucarística, conversión por la cual el alma ama a la Eucaristía más
que a la propia vida, entonces no hay posibilidad alguna de salvación, y así el
alma, al igual que los fariseos y doctores de la Ley, frustra los designios de
Dios sobre ella. El tiempo de Adviento es entonces el tiempo para convertirnos,
desde el mundo y la creatura, a la Eucaristía, el Sol que nace de lo alto,
Cristo Jesús. No frustremos los designios de salvación de Dios sobre nosotros,
dejemos de convertirnos al mundo y a las creaturas, para iniciar, con la ayuda
de la Virgen, la conversión eucarística del corazón.
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