“Si
el Hijo os hace libres, seréis realmente libres” (Jn 8, 31-42). La discusión entre los fariseos y Jesús gira en torno
a la libertad y la esclavitud: mientras los fariseos afirman que son libres
porque son “hijos de Abraham” y observantes de la Ley, Jesús les dice que no lo
son, porque aunque sean descendientes de Abraham, son esclavos del pecado.
Jesús les dice también que es verdaderamente libre aquel a quien el Hijo del
hombre, es decir, Él mismo, hace libre con su gracia, porque solo la gracia
santificante concede la verdadera libertad al hombre, al destruir el pecado en
el alma, que es lo que esclaviza al alma. El pecado es lo que hace al hombre
esclavo de sus pasiones, del error, de la ignorancia y del Demonio y mientras el
hombre esté sujeto al pecado, está sujeto a las cadenas que lo hacen esclavo. Estas
cadenas espirituales se rompen solo con la gracia que Jesucristo viene a
conceder a través de su muerte en cruz y que se derrama sobre las almas por
medio de los sacramentos.
“Si
el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. Los fariseos no entienden
que, aunque sean hijos de Abraham, no son libres, sino esclavos de sus
pasiones, del pecado y del Demonio y siguen sin entenderlo hasta ahora y esta
falta de comprensión es la que los lleva a crucificar a Jesús. El hombre
verdaderamente libre no es el que no tiene cadenas materiales y puede circular
libremente por la calle, sino el que ha sido liberado por la gracia
santificante de Cristo que se concede por los sacramentos. Es por esta razón
que lo que hace verdaderamente libre al hombre es la nueva economía
sacramental, mientras que la Antigua Ley lo constituye en esclavo. Somos libres
solo cuando Cristo rompe las cadenas espirituales del pecado con su gracia,
administrada por los sacramentos. Hasta que esto no suceda, sea alguien hijo o
no de Abraham, es esclavo del pecado, de sus pasiones y del demonio.
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