“He
venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”
(Lc 12, 49-53). Jesús dice que “ha
venido a traer fuego la tierra” y que “desea que ya esté ardiendo”. Nos podemos
preguntar de qué fuego se trata y qué es lo que quiere ver arder. Obviamente,
no se trata del fuego material, del fuego que se utiliza todos los días en los
quehaceres domésticos o en la industria; si fuera así, se caería en el ridículo
de pensar que todo cristiano debe dedicarse a prender fuego a lo que encuentra,
para imitar a su Maestro. Es un absurdo que no tiene ningún sentido. Entonces,
si no se trata del fuego material, el que todos conocemos, se trata por lo tanto de
otro fuego, inmaterial, espiritual, celestial, que no conocemos: es el Fuego
del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que descenderá sobre los Apóstoles en
Pentecostés y que desciende, invisible pero real, sobre las ofrendas del altar,
el pan y el vino, para combustionarlas, para transubstanciarlas y convertirlas
en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios. Es éste el Fuego que ha venido a
traer Jesús, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; un Fuego que será
enviado a toda la Iglesia en Pentecostés y que es enviado sobre el altar
eucarístico, por las palabras de la consagración, en cada Santa Misa.
¿Y
qué es lo que Jesús “quiere ver arder”? Es decir, ¿qué es lo que Jesús quiere que
este fuego, que es el Espíritu Santo, queme? Ante todo, como decimos, quiere que
combustione el pan y el vino para convertirlos en el Cuerpo y la Sangre de
Jesús, que es lo que sucede en cada Santa Misa y por eso lo que comulgamos es
la Carne del Cordero y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y no simplemente
pan y vino. El segundo elemento que Jesús quiere incendiar con el Fuego del
Amor de Dios –“cuánto deseo verlo ya ardiendo”- son nuestros corazones,
nuestras almas, que sin este Fuego divino están apagadas, sin fuego, sin calor
y sin luz. ¿Cuándo se produce el incendio del alma en el Amor de Dios? Cada vez
que el alma comulga –en gracia, con fe y con amor-, recibe el Fuego del Divino
Amor que inhabita y envuelve el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Por esta
razón, debemos pedir que nuestros corazones sean como la madera o como el pasto
seco, para que al mínimo contacto con las llamas del Fuego del Espíritu Santo, se
enciendan en el Fuego del Divino Amor y ardan en este Divino Amor, en el tiempo
y en la eternidad.
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