(Domingo IV - TA - Ciclo C -
2024 – 2025)
En la contemplación del hecho histórico
del Nacimiento del Dios hecho Niño Dios en el Pesebre de Belén se deben tener
en cuenta dos elementos: por un lado, las densas tinieblas espirituales que
cubrían toda la tierra, como consecuencia de la dominación total y absoluta de
la humanidad por parte del Príncipe de las tinieblas, la Serpiente Antigua,
Satanás, el Ángel caído, el Diablo y también como consecuencia del estado de la
humanidad, alejada de la gracia y con el pecado original; por otro lado, el
otro elemento a considerar, es la Persona que nace en el Pesebre de Belén,
porque ese Niño que nace en Belén no es un niño humano bueno; no es un niño
santo, ni siquiera el niño más santo entre los niños santos: es el Dios Tres
veces Santo, es la Santidad Increada en Sí misma, es el Hijo de Dios, encarnado
en el seno purísimo de la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, es la
Persona Segunda de la Trinidad, es una Persona Divina y no humana ni angélica y
esto es esencial para tenerlo en cuenta, porque el Niño de Belén, al ser Dios
Hijo, es Luz y Luz Eterna, es la Luz de la Jerusalén Celestial, es la Lámpara
de la Jerusalén Celestial, de la cual habla el Apocalipsis, cuyo resplandor
ilumina a los ángeles y a los santos y les comunica de la vida y de la gloria
del Ser divino Trinitario, en los cielos eternos y ahora también en la tierra,
a los hombres de buena voluntad que se acercan a adorarlo en el Portal de Belén.
De esta manera, al momento de producirse el Nacimiento
del Niño Dios, la humanidad se encuentra sumergida “en tinieblas y sombras de
muerte” (cfr. Lc 1, 79) y esas tinieblas y sombras de muerte son las
tinieblas del pecado, que alejan al hombre de la Luz Divina de la Sabiduría de
Dios y por otra parte las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los
demonios, los habitantes del Infierno, quienes desde su expulsión del Cielo vagan
por la tierra buscando inocular en los corazones de los hombres el veneno mortal
de la rebelión contra Dios Uno y Trino.
El Nacimiento del Niño de Belén supone un cambio
radical de la situación, en favor de la humanidad, por cuanto Él viene a
cumplir el plan de salvación trazado por la Trinidad Santísima desde la
eternidad, plan que implica la derrota para siempre de los tres grandes
enemigos del hombre, esto es, el demonio, el pecado y la muerte, a través de su
Santo Sacrificio del Calvario, renovado luego incruenta y sacrificialmente en
el tiempo por la liturgia eucarística, es decir, por la Santa Misa; el Niño de
Belén es el Rey Victorioso del Apocalipsis, que en si en el Pesebre de Belén
nace como un Niño desvalido y necesitado de todo, en el Día del Juicio Final
viene cabalgando como Rey Triunfante al mando de miríadas de ángeles celestiales
que en el Último Día vencerá definitivamente a la Serpiente Antigua,
arrojándola al Lago de Fuego, vencerá también para siempre a la muerte con su
resurrección y borrará el pecado con su Sangre Preciosísima, pero además
concederá a los hombres la participación en la divinidad de su Ser divino
trinitario mediante el don de la gracia santificante, concediendo a los hombres
que crean en Él la gracia de la filiación divina y dándoles como herencia el
Reino de los cielos. Ésta es la razón de nuestra verdadera y profunda alegría
espiritual como católicos en Navidad: en el Portal de Belén se produce el
milagroso Nacimiento de Dios hecho Niño, pero no es una alegría que surja de
nuestros corazones, sino que se trata de una alegría que nos es comunicada por
Aquel que es la Alegría Increada, precisamente, Aquel que es la Alegría Increada
es el Niño de Belén, el Niño Dios, que en cuanto Dios, es Luz Eterna que vence
a las tinieblas vivientes, a las tinieblas del pecado, a las tinieblas del
error, a las tinieblas de la herejía, a las tinieblas del cisma y de la
falsedad e ilumina nuestras almas con la Luz de la Sabiduría y de la gloria de
la Trinidad, que es la gloria del Niño de Belén.
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