Primera Palabra: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En la Primera Palabra de la Cruz, dirigida al
Padre, Jesús revela la inmensidad del Amor divino a los hombres porque implora
perdón y misericordia para nosotros, que con nuestros pecados le quitamos la
vida. Dice Santo Tomás que la mayor injuria que puede sufrir un hombre es el
ser privado de la vida, y eso es lo que nosotros, los hombres, hacemos con el
Hombre-Dios: le privamos de su vida terrena, lo matamos, lo asesinamos, come tiendo
deicidio, dándole una muerte ignominiosa, crucificándolo. Para quien diga que
el pecado no tiene consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a
Cristo crucificado, sus llagas, sus heridas abiertas, su Sangre, sus hematomas,
sus golpes, su agonía, su muerte. El pecado, nacido en el corazón del hombre
–“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”, dice
Jesús- tiene tanta fuerza, que es capaz de quitar la vida al Creador de toda
vida, a la Vida Increada, Cristo Jesús. Ese pecado, que nace con tanta fuerza
destructiva, que termina por matar a Jesús, no es ajeno a nosotros; por el
contrario, nace de nuestro corazón y es la causa directa de la muerte de Jesús
en la Cruz. Por este motivo, somos nosotros, los hombres, todos y cada uno de
los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva hasta el último hombre
nacido el último día de la historia humana, los responsables y causantes
directos del deicidio, de la muerte del Hombre-Dios Jesucristo. Cada pecado
nuestro, tanto el personal como el social, deja una huella en el Cuerpo de
Jesús, y contribuye a su Muerte en Cruz: un enojo, una impaciencia, una muestra
de fastidio, se traducen en una bofetada, en un escupitajo, en un bastonazo
dado a Jesús; un pecado mortal, de cualquier especie, se traduce en la corona
de espinas que taladra su cuero cabelludo, o en los clavos de hierro que
perforan sus manos y sus pies, y son los causantes de su agonía. Los pecados de
los hombres –de los niños, de los jóvenes, de los ancianos-, los pecados míos
personales, los pecados de toda la humanidad, se traducen en la mano levantada
y descargada con furia y rabia sobre Jesús. En el cachetazo del siervo de
Caifás, que le produce un corte en el rostro, están todos los pecados de ira,
de orgullo, de soberbia, contra la majestad de Dios; en la corona de espinas
están los pecados de los malos pensamientos; en su espalda destrozada por la
flagelación están los pecados carnales; en las manos y pies perforados por los
clavos de hierro están los pecados de toda clase cometidos con las manos, y los
pasos dados con malicia para ejecutar el mal.
Es
por este motivo que Jesús dice: “Quien esté libre de pecado, que tire la
primera piedra” (Jn 8, 7). Nadie
puede decir que está libre de pecado; por lo tanto, todos y cada uno tenemos
pecados, y esos pecados son los que han llevado a la crucifixión y muerte de
Jesús en la Cruz; todos somos responsables, en mayor o en menor grado, de la
muerte de Jesús. Este es el motivo por el que en la primera palabra: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”, estamos comprendidos nosotros, porque
aunque no vemos la relación que hay entre nuestros pecados personales y la
muerte de Jesús en la Cruz, son estos pecados los que hacen morir a Jesús.
En
la primera palabra se ve el Amor infinito de Dios, porque Jesús, en vez de
pedir al Padre el justo castigo que por su deicidio merecíamos, implora el
perdón divino para todos los hombres. Jesús no dice: “Padre, castígalos; han
cometido un crimen horrible con sus pecados, todos los hombres, desde el
primero al último, y por lo tanto merecen ser castigados con todo el rigor de
la Justicia Divina; Tú eres un Dios Justo, castígalos”. Jesús no solo no dice
esto, sino que dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Jesús
apela a la Divina Misericordia; habla con el Corazón al Corazón del Padre, para
que el Padre derrame sobre los hombres su Amor infinito. La primera palabra
muestra que en el Corazón de Jesús no solo no hay ni la más pequeña sombra de
rencor, de enojo, de deseos de venganza porque le es quitada la vida, sino que
sobreabundan el Amor y la Misericordia, fuentes del perdón inagotable que Dios
da a los hombres a través suyo.
La
primera palabra revela el Amor misericordioso de Dios hacia los hombres, porque
en vez de pedir justicia, Jesús pide misericordia y perdón para quienes le
quitan la vida: “Padre, perdónalos”, y además busca justificar nuestro obrar,
alegando a nuestro favor la suprema ignorancia del mal que cometemos y en el
que estamos envueltos: “No saben lo que hacen”.
La
ofuscación de la mente, por la cual se le torna sumamente difícil el conocer la
Verdad en su máximo esplendor, es la razón esgrimida por Jesús para implorar el
perdón a Dios Padre: “No saben lo que hacen”. El pecado es oscuridad y
tinieblas, y como tal, cubre con un denso y oscuro manto negro a la
inteligencia del hombre, que es en sí misma como una luz débil y mortecina, y
si en sí misma es ya débil, esta debilidad se ve potenciada por la oscuridad
del pecado. El hombre no ve la Verdad de Dios en la Creación, que con su
hermosura y perfección le habla de Dios a cada paso, y mucho menos ve la Verdad
de Dios revelada en Cristo, Sabiduría encarnada, a lo cual se el suma la
voluntad debilitada como la inteligencia, por el pecado original, para desear
el bien, y así, aunque sabe que algo está mal, desea ese mal y lo obra,
cometiendo el pecado y agrediendo a Cristo Jesús.
La
primera palabra es entonces una palabra de Amor, de Misericordia y de perdón, y
la Presencia de Cristo en la Cruz es la garantía absoluta de que, a pesar de la
potente maldad de nuestros corazones, que tiene tanta fuerza como para matar al
Hombre-Dios en la Cruz, Dios Trino nos perdona. La Sangre de Cristo derramada
en la Cruz es el signo más contundente de que Dios nos perdona, pero también es
el signo por el cual y en el cual debemos perdonar a nuestros prójimos, porque no
se puede recibir el perdón de Dios y, al mismo tiempo, negar el perdón a los
hermanos. Si Cristo nos perdona desde la Cruz, habiéndole nosotros quitado su
vida humana; si Dios Padre nos perdona en Cristo, habiéndole nosotros matado al
Hijo de su Amor; si Dios Espíritu Santo nos perdona, donándose Él mismo en
Persona, en la Sangre de Jesús derramada en la Cruz, habiéndole nosotros
quitado a quien Él ama con el Padre con Amor eterno, entonces no tenemos ningún
motivo ni justificativo para no perdonar a nuestros prójimos, a nuestros
enemigos, aún cuando estos cometan contra nosotros los peores crímenes.
“Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Un buen ejercicio espiritual para
vivir en Semana Santa –y en todo el año- es repetir, arrodillados ante la Cruz,
la primera palabra de Jesús, aplicándola a todo prójimo que nos haya hecho
algún mal, para así participar del perdón redentor de Cristo Jesús.
Segunda Palabra: “En verdad, te
digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Jesús dirige la segunda
palabra de la Cruz al ladrón arrepentido, el cual, momentos antes, respondiendo
a la gracia de la contrición perfecta recibida por el sacrificio de Jesús,
defiende a Jesús de las acusaciones del mal ladrón, se reconoce pecador, reconoce
a Jesús como Rey y Salvador, y pide clemencia a Jesús. Ayuda a apreciar la
inmensidad del don que encierra la segunda palabra de Jesús, la sucesión del
diálogo entablado por el buen ladrón con el ladrón impenitente y con Jesús;
además, el buen ladrón es ejemplo de pecador que obtiene la gracia del
arrepentimiento perfecto.
Antes
de dirigirse a Jesús, el ladrón arrepentido escucha las burlas que los judíos y
los soldados hacen a Jesús: “Y el pueblo estaba allí mirando;
y aun los gobernantes se burlaban de Él, diciendo: ‘A otros salvó; que se salve
a sí mismo si este es el Cristo de Dios, su Escogido’. Los soldados también se
burlaban de Él, acercándose y ofreciéndole vinagre, y diciendo: ‘Si tú eres el
Rey de los judíos, sálvate a ti mismo’. Había también una inscripción sobre Él, que
decía: ‘ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS’. Y uno de los malhechores que
estaban colgados allí le lanzaba insultos, diciendo: ¿No eres
tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!”. Los judíos, los soldados y el
mal ladrón, en quienes están representados el Pueblo Elegido, los paganos y los
cristianos apóstatas, respectivamente, reniegan de Cristo y su Cruz, y no lo
reconocen como a su Rey, pero esto no queda sin consecuencias, porque quien
niega a Cristo como Rey, niega también la Cruz, y por eso es que le dicen “se
baje de la Cruz y que se salve sin la Cruz”.
En
estos están representados todos aquellos que piden una salvación sin Cruz; son
los que quieren vivir la vida cómodamente, sin seguir a Jesús camino del
Calvario, es decir, sin negarse a sí mismos, sin tomar la Cruz, sin negar sus
pasiones. Son los que quieren vivir sin Cruz, apegados a la tierra y a las
pasiones descontroladas, a los vicios y a los pecados. Son los que pretenden
que Jesús es tan misericordioso, que se puede vivir en el pecado, sin
crucificar las pasiones, porque Cristo salva sin la Cruz. Es el justificativo
que se inventan los malos cristianos, aquellos que no quieren renunciar a sus
pasiones y que por lo tanto no quieren ser crucificados en la carne, junto a
Cristo Jesús.
Luego
de escucharlos, el buen ladrón interviene en defensa de Jesús: “Pero el otro le
contestó, y reprendiéndole, dijo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que
estás bajo la misma condena?”. Le reprocha al mal ladrón su falta de piedad y
temor de Dios: “¿No temes tú a Dios”. Hay que tener en cuenta que el buen
ladrón está también crucificado, motivo por el cual su testimonio se engrandece
aún más, siendo ejemplo de amor a la Cruz. Luego le dice: “Y nosotros a la
verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero
éste nada malo ha hecho”. Se reconoce pecador y acepta el justo juicio de Dios,
sin renegar de él: “recibimos lo que merecemos por nuestros hechos”. El buen
ladrón acepta que la cruz es el castigo merecido por los pecados, e
inmediatamente después, acepta a Cristo crucificado como al Salvador, con lo
cual comprende y acepta que la Cruz, que era castigo de Dios, en Cristo se
convierte en bendición y en puerta abierta al cielo: “Y decía: Jesús, acuérdate
de mí cuando vengas en tu reino. Entonces El le dijo: En verdad te digo: hoy
estarás conmigo en el paraíso” (Lc
23, 35-43).
La
segunda palabra de Jesús en la Cruz es entonces la palabra que Jesús dirige a
todo aquel que, como el buen ladrón, se reconoce pecador e implora piedad y
misericordia a Jesús.
Lo
que engrandece la fe del buen ladrón es que reconoce a Jesús como Rey y
Salvador en el momento en el que Jesús aparece, humanamente, derrotado y
vencido[1].
No lo reconoce en un momento de esplendor y gloria, como la Transfiguración en
el Tabor, o ya resucitado el Domingo de Gloria; reconoce a Jesús como su
Salvador en la humillación, en el dolor y en la amargura de la Cruz. El mérito
de la fe del buen ladrón es que no se deja llevar por la razón humana, como sí
lo hace el mal ladrón, los judíos y los soldados, que se burlan de Jesús y no
creen en su condición de Salvador. Mientras estos le dicen que “se baje de la
Cruz”, porque precisamente no pueden creer que un hombre crucificado,
humillado, vencido, rodeado por sus enemigos, agonizante, pueda vencer, el buen
ladrón, por el contrario, iluminado por la luz de la fe y habiendo recibido la
gracia de la contrición perfecto del corazón, reconoce en Cristo crucificado a
su Rey y Salvador. Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él mismo
crucificado, no le pide que “se baje de la Cruz”, sino que le dice: “Acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino”. El buen ladrón sabe que Cristo ha de morir en
poco tiempo, pero sabe también, por la luz de la fe, que habrá de resucitar;
sabe que por la Cruz se llega a la Luz; sabe que no todo termina en la Cruz,
sino que luego de la Cruz viene la Resurrección. El mérito del buen ladrón no
es simplemente no renegar de la Cruz, o simplemente soportar el estar
crucificado: su mérito es ver en la Cruz de Cristo y en Cristo crucificado el
camino abierto al cielo; es ver que la Cruz es el camino único al Paraíso; sabe
que Jesús morirá y que le granjeará la entrada al Paraíso luego de resucitar,
por eso no le pide que se baje de la Cruz, sino que siga en la Cruz y que muera
en la Cruz, para que pueda salvarlo.
En
la segunda palabra de Jesús “En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el
Paraíso”, además apreciar el valor infinito de la Cruz, porque Jesús salva al
buen ladrón en la Cruz, el cristiano tiene un ejemplo de vida en el buen ladrón:
es fiel a la gracia santificante, que le concede el arrepentimiento perfecto
del corazón y el dolor de sus pecados; reconoce en Cristo a su Rey y Salvador;
no reniega de su cruz y tampoco de la Cruz de Jesús; ve en la Cruz la Puerta
abierta para el Paraíso; acepta con fe y con amor el don que Jesús le hace de
compartir su Cruz; estando él crucificado, implora clemencia a Jesús; no tiene
temor ni respetos humanos en defender a Jesús ante el ataque de sus enemigos;
busca la conversión del mal ladrón, tratando de hacerle ver su punto de vista
equivocado; se reconoce pecador y que como pecador, tiene merecido el castigo
de la cruz, pero al mismo tiempo, no ve la cruz como una maldición, sino como
una bendición, porque Cristo la ha santificado y la ha convertido en el Umbral
del Paraíso y en Puerta abierta al Reino de los cielos.
“En
verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Jesús dice la segunda
palabra a un pecador arrepentido. Que nosotros somos pecadores, eso es seguro y
está fuera de duda. Que nos arrepintamos, y con una contrición perfecta, es una
gracia que debemos pedir en Semana Santa a San Dimas, suplicándole que interceda
por nosotros ante Jesús, para que al final de nuestros días, podamos escuchar
estas mismas palabras de su boca.
Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes
a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27). Son las más dulces y tranquilizadoras palabras
dichas por Jesús en lo más crudo de la tribulación de la Cruz, porque aseguran
la protección amorosísima de María Santísima, no solo como Madre de Jesús, sino
como propia y verdaderamente Madre nuestra. Jesús pronuncia esta palabra a la
Virgen y a Juan: a la Virgen, encargándole que adopte como hijos suyos, nacidos
al pie de la Cruz, a toda la humanidad; a Juan, como premio a su condición de
discípulo fiel, que no lo abandona en las amargas horas de la Pasión. Jesús le
concede a María, que se queda sin su Hijo, un hijo para que lo adopte con el
mismo amor maternal con el que lo amó a Él, y para que lo cuide y acompañe en
el peregrinar de esta vida terrena hacia la eternidad, así como lo cuidó y lo
acompañó a Él en su Via Crucis,
camino hacia el Reino de los cielos; a Juan, que se quedó sin Jesús, su Padre y
Maestro, le da como Madre amorosa a la Madre de la Sabiduría encarnada, para
que le enseñe la Sabiduría de Dios, la Sabiduría de la Cruz, más sabia que la
necedad de los hombres.
Jesús
en el Apocalipsis dice: “Yo hago nuevas todas las cosas”, y María es la Nueva
Eva, la Nueva Madre de los vivientes, nacida del costado traspasado del Segundo
Adán, Jesús, del Amor de su Sagrado Corazón, que viene a reemplazar a la
primera Eva, nacida del costado del primer Adán, Eva primera que de madre de
vivientes en que había sido constituida por Dios, se convirtió por libre
voluntad en madre de muerte, porque al oír la voz del Seductor, la Serpiente
Antigua, dio entrada al pecado y el fruto del pecado es la muerte, del alma
primero y del cuerpo después, y de ambos, para siempre, en el Averno.
A
diferencia de la primera Eva, María Nueva Eva engendrará a los hombres para la
vida y la vida eterna, y este engendrar virginal y espiritual de la Virgen será
en medio de dolores más intensos que los dolores de parto, porque serán los
dolores de la Cruz; la primera Eva también dio a luz a sus hijos con dolor,
pero el dolor era consecuencia del pecado; la Nueva Eva, María, concibe a sus
hijos en el dolor de la Cruz, que es un dolor salvífico y redentor, dolor
santificante que santifica y da sentido a todo dolor humano, porque está bendecido
y santificado el dolor por el dolor del Hombre-Dios Jesucristo, “Varón de
dolores” (Is 53, 3).
La
primera Eva escuchó la voz de la serpiente y desoyó la Voz de Dios, y por haber
escuchado Eva a la serpiente, por haber prestado oídos al Ángel caído y haber cerrado
el corazón al mandato divino, que le mandaba en el Amor, dio entrada al
pestilente viento del pecado, de la muerte y de la corrupción, y así los
hombres perdieron la amistad con Dios, que era su más hermoso Paraíso, y vieron
cerradas para siempre las puertas del Cielo.
La
Nueva Eva, María, es enemiga mortal de la Serpiente Antigua, y habrá de
aplastar su soberbia cabeza al fin de los tiempos, con su pie, porque le ha
sido comunicado toda la fuerza de la Omnipotencia divina. Puesto que es enemiga
mortal de la Serpiente, no la escucha ni jamás habrá de escucharla, pero sí
escucha, desde su Inmaculada Concepción, desde su creación en gracia, la Voz de
Dios, y sólo a Él le obedece; así, siendo la Fiel cumplidora de la Voluntad
divina, a la que ama por sobre todas las cosas, la Virgen se convierte, por ser
Ella Inmaculada y Llena de gracia, en Portal de gracias, en Dispensadora y
Medianera de todas las gracias, gracias que son como torrentes inagotables de
vida divina que surgiendo como de una manantial inagotable del Corazón
traspasado de Jesús, se vuelcan todas en su Corazón Inmaculado, y desde allí se
derraman incontenibles sobre los hombres, vivificando con nueva vida, con vida
eterna, los corazones muertos de los hombres, nacidos de la primera Eva.
“Mujer,
ahí tienes a tu hijo”. La Virgen, luego de que su Hijo muere en la Cruz y es
depuesto de ella, lo tendrá entre sus brazos, dándole el último adiós antes de
ser sepultado, porque el que era la Vida Increada, a causa del odio deicida de
los hombres, ha muerto para dar vida a los hombres que estaban muertos por el
pecado de la primera Eva y del primer Adán.
Pero
luego de tener en sus brazos a su Hijo Jesús muerto, la Virgen, constituida por
el mismo Jesús como Madre de todos los hombres, tendrá entre sus brazos a todos
y cada uno de los hombres, nacidos a la vida de la gracia al pie de la Cruz, y
como a niños recién nacidos los amamantará con la leche de la gracia divina,
dispensándoles todas las gracias que necesitan para su salvación, aunque esto
lo hará sólo con aquellos que, mansa y humildemente, vueltos como niños
pequeñísimos e hijos adoptivos de Dios, se dejen guiar por esta tierna y
amorosa Madre. Jesús dijo en el Evangelio: “El que no se haga como niño, no
entrará en el Reino de los cielos”, por eso no alcanzará la salvación quien
piense que ha alcanzado la mayoría de edad espiritual; sólo los que sean como
niños pequeños, que se reconozcan necesitados de todo, que reconozcan que
necesitan a Dios en todo momento y circunstancia, y que de Él depende el
respirar y el existir a cada segundo de la vida, sólo ése entrará en el Reino;
sólo quien reconozca que necesita de una Madre celestial como María Virgen, que
lo acune entre sus brazos y lo estreche contra su Corazón, y lo alimente con el
alimento de la Palabra de Dios, tal como una madre hace con su hijo recién
nacido, sólo ése entrará en el Reino de los cielos.
Al
pie de la Cruz, la Virgen se convierte en Madre de todos los hombres, por eso
todo hombre la tiene por madre, y todo hombre debe recurrir a Ella, como un
hijo pequeñísimo, si quiere salvarse. Para esto, se necesita ser configurado a
imagen y semejanza de Jesús, “manso y humilde de corazón”, y la Única que puede
lograr esta maravillosa transformación del corazón humano, negro, frío,
orgulloso, duro como una piedra, en una copia del Corazón de Jesús, manso,
misericordioso y humilde, es la Virgen Madre, de ahí la necesidad imperiosa de
acudir a Ella en todo momento.
“Hijo,
ahí tienes a tu madre”. Jesús dirige la tercera palabra de la Cruz, además de a
su Madre, a aquél discípulo que, si bien ha crecido ya biológicamente, se ha
convertido sin embargo en niño por la gracia,
y puede por lo tanto ver y amar a la Virgen con la misma inocencia y el
mismo amor con el que Jesús la amaba en la tierra.
Jesús
muere y pasa de la tierra al cielo, de la Cruz
a la luz, pero en Juan convierte a los hombres de todos los tiempos en
hijos de la Virgen, para que su Madre no se quede sin hijos para cuidar,
alimentar, educar, guiar, amar.
El
hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, tiene el privilegio de tener a
María como Madre, y Ella se encarga de criarlo y educarlo con la Sabiduría de
la Cruz, de alimentarlo con la Sangre de Jesús, y de guiarlo, de la Cruz a la
luz.
Por
este motivo, el hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una
Madre como María, que le enseña la Sabiduría de la Cruz, conoce la Verdad de
Dios revelada en Cristo Jesús, y por eso mismo no se extraviará nunca en los
oscuros senderos de la apostasía, del ateísmo, del gnosticismo, del
neo-paganismo, del materialismo, y de la adoración idolátrica del mundo y de
las creaturas. Por el contrario, vivirá siempre, en medio de las tinieblas del
mundo, iluminado por el potente rayo de luz divina que brota del Corazón traspasado
de Jesús, y así las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del
mal, jamás lo alcanzarán.
El
hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, porque tiene una Madre Virgen como
María, que lo alimenta con manjares exquisitos, la leche de la gracia
santificante y el Pan de Vida eterna, no experimentará jamás el hambre de Dios
que experimentan quienes no lo conocen, porque este alimento exquisito
satisface con creces el deseo que de Dios tiene toda alma, y así crecerá
robusto y rozagante, en medio de la hambruna generalizada que es el alimentarse
de cualquier alimento que no sea el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad
de Jesucristo, alimento que por otra parte a un hijo de María jamás le faltará,
porque la preocupación única y exclusiva de esta Madre tiernísima es que su
hijo adoptivo, al que tomó en brazos estando al pie de la Cruz, se alimente
siempre y únicamente de la Eucaristía.
El
hijo que nace al pie de la Cruz, como Juan, es guiado y acompañado por esta
Madre amantísima, María, a lo largo del único Camino que conduce al cielo, el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz,
camino que está señalado por la Sangre de Jesús, el Camino seguro de la Cruz,
que es la negación de sí mismo, para ir en pos de Cristo, que va adelante en
dirección al Calvario, y por eso no se extraviará nunca en los oscuros y anchos
caminos del mundo, caminos espaciosos, fáciles de andar, porque todo es
jolgorio, diversión insana, satisfacción de pasiones incontroladas; camino
brillante, porque está pavimentado con monedas de oro y de plata, y en cuyas
cunetas florecen los billetes de dinero como si de árboles frondosos se
tratara, y de los cuales todos pueden tomar a su gusto lo que quieran; camino
sin preocupaciones por vivir los Mandamientos de Dios, porque se cumplen los
mandamientos de Satanás, que son más fáciles y divertidos de cumplir, y con
mucho menos esfuerzo; camino tapizado de espejos de colores brillantes y
figuras parlantes, televisores plasma, pantallas de computadoras, de Play Station, y de multitud de inventos
tecnológicos que hacen la vida menos aburrida y también apartada de Dios;
camino en el que no hace falta ni amar a Dios ni al prójimo, o en todo caso, se
cambia ese mandamiento por el mandamiento de Satanás: “Ama al dinero y a ti
mismo, y haz lo que quieras sin que nada te importe”. Este camino, ancho y espacioso,
recorrido fácilmente entre jolgorios, risotadas, brumas de alcohol y nubes de
humo de tabaco y drogas, finaliza abruptamente, y es reemplazado por un pozo
oscuro y maloliente, en el que arden las llamas que jamás se apagan, en el que
el gusano que corroe y vuelve pútrido lo que toca, no muere nunca, y en donde
las risotadas y alegrías mundanas son reemplazadas para siempre por el “llanto
y rechinar de dientes”, por el dolor y la tristeza que no finalizan jamás.
Un
hijo de María, nacido al pie de la Cruz, mientras se mantenga en brazos de
María, estará seguro no solo de no recorrer nunca el ancho camino de la
perdición, sino que sabe que, tomado de la mano de María y fortalecido por su
amor maternal, recorrerá el Camino de la Cruz, camino estrecho y fatigoso, duro
de recorrer y cansador, porque es en subida y a los costados hay filosas
piedras que provocan profundos cortes, a lo que se suma el peso de la Cruz,
pero el hijo de María sabe que, guiado por María, llegará al Calvario para ser
crucificado con Jesús, para luego resucitar con Él a la vida eterna. El hijo de
María sabe que de la Cruz se va a la luz.
“Mujer,
ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”. Semana Santa es el tiempo
de gracia para vivir, por la oración y la penitencia, la caridad y la
compasión, nuestra condición de hijos de María Virgen, nacidos al pie de la
Cruz como fruto del Amor de Dios, manifestado en la tercera palabra de la Cruz.
Cuarta palabra: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). En la cuarta palabra de la Cruz, Jesús se dirige
nuevamente al Padre, tal como lo hizo en la primera, pero esta vez, a
diferencia de la primera, en la que pedía por quienes lo crucificaban, pide por
sí mismo o, más bien, pregunta a Dios por el aparente abandono en el que se
encuentra. Para entender el sentido sobrenatural de la pregunta de Jesús, hay
que tener en cuenta la constitución íntima de Jesús: Él es el Hombre-Dios; es
Dios Hijo encarnado, que asume una naturaleza humana, sin dejar de ser Dios; no
es un hombre bueno, ni santo, ni siquiera el más santo entre todos los santos:
es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha
asumido una naturaleza humana en su Persona divina, y por lo tanto, sus
pensamientos, deseos, acciones, son los pensamientos, deseos y acciones de la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad, no los de un hombre cualquiera. Si
Jesús fuera solamente un hombre más entre tantos –destacado por su bondad, por
su santidad, pero sólo un hombre más entre tantos-, la cuarta palabra de la
Cruz reflejaría solamente el estado de angustia de un hombre bueno que ve que
humanamente está todo perdido pero, como tiene fe en Dios, aun en esta
situación, en vez de rebelarse contra Dios, le pregunta simplemente porqué lo
ha abandonado, porqué ha permitido que sus enemigos triunfen sobre él. Si Jesús
fuera solamente un hombre más, la cuarta palabra se explicaría por el hecho de
que toma conciencia de que está a punto de morir a causa de las heridas
recibidas y también por la misma crucifixión, y que ha sido abandonado por sus
discípulos, ha sido traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido
golpeado, flagelado, insultado, coronado de espinas, finalmente crucificado, y
que él, a pesar de todo, se ha mantenido siempre fiel a Dios, e incluso en los
momentos más duros de la Pasión ha entonado cantos e himnos de alabanza y en
ningún momento ha renegado de Dios. Como hombre, se ha mostrado siempre fiel,
deseando cumplir la Voluntad de Dios, aun cuando esa voluntad era contraria a
su naturaleza humana, pero siempre ha hecho prevalecer la Voluntad de Dios,
como en el Huerto de Getsemaní, en donde a pesar de no querer beber del cáliz,
acepta hacerlo porque es lo que Dios quiere: “Si es posible, aparta de Mí este
cáliz, pero no se haga mi Voluntad, sino la tuya”. Si Jesús fuera solo un
hombre, estando suspendido de la Cruz y a punto de morir, repasaría todos los
momentos en los que fue fiel a Dios y vería cómo ahora, que es cuando más lo
necesita, Dios parece ausente, parece haberse retirado, porque es evidente que
sus enemigos han triunfado sobre él. Es tanta la tribulación y es tan profundo el
abatimiento, el dolor y la tristeza, y es tan estridente el silencio de Dios,
que Jesús exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y si él
fuera solo un hombre, esta exclamación sería solo el reflejo del estado de su
alma, pero nada más.
Sin
embargo, como enseña la fe de la Iglesia, Jesús no es un hombre cualquiera, ni
un hombre santo: es el Hombre-Dios, y esto cambia radicalmente el sentido de la
cuarta palabra de la Cruz.
Para
poder apreciar su significado último, hay que considerar que Jesús, siendo el
Hombre-Dios, desde el momento mismo de la creación de su naturaleza humana en
el seno de María Virgen, momento en el que al mismo tiempo se produce la
Encarnación del Verbo y esa naturaleza humana fue unida a la Persona del Verbo,
por este hecho, por la unión hipostática o personal, su alma humana gozó
siempre de la visión beatífica, visión que es en sí misma fuente inagotable de
paz, de amor, de alegría. En otras palabras: desde el instante mismo de la
Encarnación del Verbo, creación del alma y cuerpo humanos de Jesús, y asunción
de esta naturaleza humana en la Persona divina del Hijo de Dios, el alma humana
de Jesús de Nazareth vivió siempre gozando de la visión beatífica, contemplando
la esencia misma de Dios y su Acto de Ser trinitario, visión y contemplación
que le provocaban inimaginables gozos y alegrías celestiales.
Sin
embargo, en las horas de la Pasión, y particularmente en el momento de la
agonía y de la muerte, esta visión beatífica que de la divinidad gozaba el alma
humana de Jesús, por un misterioso designio divino, se oscurece, de modo que el
Hombre-Dios experimenta, en su alma humana, la ausencia de Dios. Esta ausencia
de Dios es la que se produce en el hombre a causa del pecado, pero el hombre no
lo percibe porque esta ausencia es insensible, en el sentido de no ser
percibida por los sentidos ni por la afectividad: el hombre peca y no “siente”
nada; no experimenta sensiblemente el efecto del pecado, que es la separación
de Dios. Ahora bien, como Dios es la Vida Increada misma y la Causa Primera de
toda vida creatural, al separarse el hombre de aquello que es la Fuente de la
vida, Dios, experimenta en su alma una dolorosísima y tristísima agonía. Esto
sucede en la realidad en cada pecado, y sobre todo en el pecado mortal, pecado
por el cual se interrumpe en su totalidad la conexión vital del hombre con Dios
Creador y fuente de vida, pero como no se percibe sensiblemente, el hombre
piensa que el pecado no trae otra consecuencia que un sentimiento de culpa que,
en las conciencias más endurecidas, desaparece totalmente.
Jesús,
en la agonía de la Cruz, quiere experimentar los efectos del pecado en el alma,
es decir, quiere experimentar la ruptura de la comunión con Dios que el pecado
provoca en el alma, ruptura que es un oscurecimiento de la visión espiritual y
un corte abrupto con la fuente de vida que es Dios. Ahora bien, puesto que es
Dios Hijo encarnado, Jesús no experimenta este alejamiento de Dios a causa de
su pecado, que no lo tiene en absoluto, ya que es imposible de toda
imposibilidad que el Hijo de Dios encarnado cometa un pecado; quiere
experimentar esta sensación de alejamiento y abandono de Dios, porque Jesús ha
asumido la naturaleza humana, menos el pecado, para redimirla, para
santificarla, para hacerla “nueva” según sus palabras en el Apocalipsis: “Yo
hago nuevas todas las cosas” (21, 5), y para poder hacerla “nueva”, para
re-crearla según el plan divino, debe experimentar y sufrir en sí mismo la
agonía y la muerte del hombre, para poder destruir la muerte y así infundir
nueva vida, su propia vida, la vida de la gracia, al hombre que muere.
El
sentido entonces de la cuarta palabra de Jesús en la Cruz es el de redimir al
hombre en su totalidad, comprendida la muerte; Jesús experimenta el abandono
que todos los hombres experimentan en la muerte, para destruir la muerte y
darnos la vida eterna, y este es el fundamento de por qué para el cristiano la
muerte no es nunca sinónimo de desesperación, sino de esperanza confiada y
serena en una vida nueva.
“Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pregunta Jesús a Dios Padre, al experimentar
su abandono, y esto es así porque aunque Dios no lo haya abandonado ni por un
instante, Jesús siente en carne propia las consecuencias del pecado, que es el
abandono de Dios. Pero si Dios se hace sentir en su abandono, hay alguien que
no abandona a Jesús ni por un instante, y es María Virgen, quien permanece al
pie de la Cruz, acompañando a su Hijo en las amargos horas de su agonía y
muerte, endulzando con su maternal presencia las últimas horas de vida terrena
de su Hijo. La meditación de la cuarta palabra nos hace ver que la muerte de
Jesús en la Cruz destruyó nuestra muerte y que Dios, aunque parece ausente, no
está nunca ausente, y la prueba es la presencia de María Santísima al pie de la
Cruz. El abandono que experimenta Jesús en su agonía y muerte, es para que
nosotros, en nuestra propia agonía y muerte -pero también en toda situación de
tribulación, y sobre todo en tribulaciones extremas, en donde todo parezca
humanamente perdido- seamos confortados por su infinita misericordia y por la
compañía de María y estemos seguros de que, unidos a Jesús y a María hasta los
últimos instantes de la vida terrena, seremos capaces de vencer toda
tribulación y también a la muerte, para así entrar en el Reino de los cielos,
para gozar de la eterna compañía de Dios Trino.
Quinta palabra: “¡Tengo sed!” (Jn 19, 28). La Quinta Palabra de Jesús se refiere a la sed intensa que
experimenta en la Cruz: “Tengo sed”. La
causa primera de su sed es corporal, física, y se debe a que su Cuerpo ha
perdido abundante volumen líquido a causa de la Pasión: ha sido golpeado con
extrema violencia –los golpes provocan extravasación de sangre, la cual se
acumula en los tejidos, provocando el hematoma; si el hematoma es muy grande,
el volumen sanguíneo disminuye, y esta disminución es uno de los causantes de
la sed-, ha sido flagelado inhumanamente, sin un mínimo grado de compasión; hace
días que no bebe porque sus captores le han negado alimentos y bebidas, e
incluso han derramado el agua que la Verónica le había acercado en una de sus
caídas en el Via Crucis; ha perdido líquido del organismo a causa del sudor,
pero también a causa del sudor de sangre en el Huerto de los Olivos y a causa
de la abundante y continua hemorragia que suponen sus heridas abiertas y
distribuidas por todo el cuerpo, empezando por las heridas profundas y
cortantes provocadas por las agudas y gruesas espinas de su corona y siguiendo
luego por las heridas del rostro, del torso, de la espalda, de los hombros, de
brazos y manos, de los muslos y de las piernas, además de las heridas abiertas por
los clavos que le perforan manos y pies. Es decir, la sed de Jesús está
provocada por una doble causa: mientras por un lado sus captores le han negado
cualquier clase de alimentos y bebidas, con lo cual no ha ingerido nada de agua
desde el Jueves a la noche, por otra parte, ha perdido abundante líquido a
través del sudor común, del sudor de sangre, y de la hemorragia continua de sus
heridas; a esto se le suman la fiebre y los escalofríos, producidos por la
absorción de sangre extravasada en los tejidos (hematomas), causa de aumento de
la temperatura corporal.
Pero
la sed está causada también, según Luisa Piccarretta, por la intensidad del
Fuego de Amor que desde su Sagrado Corazón se extiende como llamas de fuego
incontrolable que consumen de Amor al Hombre-Dios y que le seca todos sus
humores, así como el fuego seca y consume por el ardor al cordero que se está
asando. La sed está provocada ante todo por el Fuego de Amor ardiente que el
Hombre-Dios experimenta por las almas, y la intensidad y ardor de ese fuego
puede ser percibido por quien se abraza a la Cruz. Dice Luisa Piccarretta,
quien comenta así la Quinta Palabra de Jesús en la Cruz: “Jesús mío,
crucificado y moribundo, abrazado a tu cruz, siento el fuego que devora toda tu
Divina Persona; tu Corazón late con tanta violencia que levantándote las
costillas te atormenta de un modo tan desgarrador y horrible, que toda tu
santísima humanidad sufre una transformación tal que te deja irreconocible. El
amor que arde en tu Corazón te seca y te quema totalmente, y tú, no pudiendo
contenerlo, sientes la fuerza de su tormento; no solamente de la sed corporal,
por haber derramado toda tu sangre, sino mucho más todavía de la sed ardiente
que tienes por la salud de nuestras almas”. Para la Luisa Piccarretta, la causa
de la sed de Jesús no es solamente ni principalmente el abundante volumen
líquido perdido a causa de las heridas y de la falta de ingesta, sino ante todo
está causada por el Fuego de Amor por las almas y que, partiendo de la Divina
Persona de Jesús, abrasa su Corazón y todo su Cuerpo, dejándolo seco y
provocándole una sed intolerable. Quien ha sufrido la sed, puede darse una
ligerísima idea de la sed de almas que Jesús experimentó en la Cruz, y es la
que lleva a pronunciar la Quinta Palabra: “¡Tengo sed!”.
Jesús
tiene sed, pero no sed de agua fresca, sino sed de almas. Continúa Luisa
Piccarretta: “Y tú quisieras bebernos a todos cual si fuéramos agua, para
ponernos a salvo dentro de ti. Por eso, reuniendo tus fuerzas ya demasiado
debilitadas, gritas: ¡Tengo Sed!”.
Dice
Luisa Piccarretta que la sed de Jesús es una sed de almas que se saciará sólo
cuando todas y cada una de las almas le ofrezcan a Él, en holocausto de amor,
sus voluntades, sus afectos, su amor. Esto quiere decir que el alma ofrece a
Jesús su voluntad, su afecto, su amor, para no querer hacer otra voluntad sino
la de Jesús en la Cruz; no tener otros afectos, sino Jesús en la Cruz; no tener
otro amor, sino Jesús en la Cruz: “¡Ah!, esta palabra se la repites a cada
corazón: Tengo sed de tu voluntad, de tus afectos, de tus deseos, de tu amor;
no podrías darme un agua más fresca que tu alma. ¡Ah, no dejes que me consuma!
Tengo sed ardiente y no solamente siento que se me quema la lengua y la
garganta, al grado que ya no puedo ni decir una palabra, sino que también
siento que mi Corazón se seca junto con todas mis entrañas. ¡Piedad de mi sed,
piedad!”. Quien ha sufrido la sed, en grado considerable, sabe que esta provoca
intensos dolores –la muerte por inanición y por sed es la más dolorosa de todas
las muertes-, y si multiplica este dolor por mil, y luego por mil millones, y
luego por el infinito, podrá darse una pálida y ligera idea de la intensidad
del dolor producido por la sed de almas a Jesús. Si alguien medita en los agudos
y lancinantes dolores que padeció Jesús solo por la sed, debería, al menos por
calmar el dolor que la sed le provoca a Jesús, al menos por aliviarle en algo
los acerbos dolores que la sed le provoca, al menos por compasión de Jesús que
sufre en la Cruz, debería el alma darle sus afectos y rechazar todo afecto
impuro; el alma debería darle su voluntad, y así evitar los deseos malignos; el
alma debería darle su amor, y así evitar amar lo que no es Dios.
Es
esto lo que Jesús pide para calmar su sed: almas, y el amor, el afecto, la
voluntad de las almas, para que Jesús las beba como agua pura, fresca y
cristalina, porque ofreciendo a Jesús, el alma queda purificada a su contacto,
y así queda pura y cristalina como agua fresca de manantial. Y sin embargo, las
criaturas no quieren dar a Jesús ningún alivio, no quieren saciar su sed, y en
vez de agua, es decir, en vez de afectos, de agradecimientos, de amores, de
bendiciones, de obras de paz y de misericordia, las creaturas le dan el vinagre
de sus pasiones desordenadas, de su odio al prójimo, de su enojo, de su rencor,
de su falta de perdón, de su indolencia por el sufrimiento del otro, de su sensualidad,
de su pereza, de su egoísmo, de su orgullo, y de tantas y tantas otras miles de
cosas horrendas que salen de sus negros y fríos corazones sin convertir. Es
esto lo que dice, con otras palabras, Luisa Piccarretta: “Y como delirando por
la ardiente sed que te devora, te abandonas a la Voluntad del Padre. ¡Ah!, mi
corazón ya no puede vivir viendo la impiedad de tus enemigos, que en vez de
darte agua, te dan hiel y vinagre y tú no los rehúsas. ¡Ah!, ya entiendo, es la
hiel de tantas culpas y el vinagre de las pasiones que no hemos domado, lo que
quieren darte y que en vez de satisfacer tu sed hacen que aumente”.
En
vez de aliviar la sed y el dolor que ésta le provoca, los hombres le provocan
nuevos y más intensos dolores, aumentando aún más la sed, al no querer
calmársela con el don de un corazón contrito y humillado. Quien medita en la
Pasión de Jesús y en la Quinta Palabra, puede y debe, movido por el amor a
Jesús, aliviar, aunque sea mínimamente, la sed de almas que tiene Jesús,
ofreciéndose a sí mismo y a su propio corazón en reparación: “¡Oh Jesús mío!,
aquí está mi corazón, mis pensamientos, mis afectos, aquí está todo mi ser para
que calmes tu sed y para darle alivio a tu boca quemada y amargada. Todo lo que
tengo, todo lo que soy, es para ti, ¡oh Jesús mío! Si fueran necesarias mis
penas para poder salvar aunque fuera una sola alma, aquí me tienes: estoy
dispuesto a sufrirlo todo; me ofrezco totalmente a ti: haz de mí lo que a ti
más te agrade”.
Nadie
puede decir que no puede hacer nada por la sed de Jesús –sed que, por otra
parte, está en acto, es decir, hoy, aquí y ahora, Jesús sufre sed-, porque
todos tenemos algo para ofrecer a Jesús: una pena, un dolor físico o moral, una
tristeza, una angustia. Sólo basta querer hacer el ofrecimiento de lo que
duele, en el cuerpo o en el alma, a Jesús, con la intención de reparar por
todas las almas que se pierden o que se abandonan a sí mismas, sin recurrir a
Jesús, en el momento de la prueba: “Quiero reparar el dolor que tú sufres por
todas las almas que se pierden y la pena que te dan aquellas que, cuando
permites que las tristezas o los abandonos las toquen, ellas, en vez de
ofrecerte todo para aplacar la sed devoradora que te consume, se abandonan a sí
mismas, haciéndote sufrir aún más”.
El
ofrecimiento del alma, de los afectos, de la voluntad, del amor, calma la sed de
Jesús.
Sexta palabra: “Todo está consumado,
todo está cumplido” (Jn
19, 30). Jesús entra en la fase final de su agonía, en la fase irreversible
luego de la cual la muerte sobreviene de modo inminente e ineludible. El Cuerpo
Santísimo de Jesús, agobiado por los golpes, los tormentos, los dolores
lancinantes y quemantes de los nervios que quedan sin irrigación, contraído al
extremo por los músculos que por la falta de oxígeno se contraen
espasmódicamente, agotado ya en su esfuerzo por respirar, una tarea que segundo
a segundo se vuelve cada vez más imposible, nublada ya su vista y a punto de
cerrarse sus ojos por la muerte cercana, con un frío helado que presagia la
muerte, recorriéndole todo su Cuerpo, sin voz casi para hablar, Jesús pronuncia
la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado, todo está cumplido”.
¿Qué
quiere decir esta palabra? ¿Qué quiere decir que “Todo está consumado, todo
está cumplido”? Está consumado, está cumplido, el plan de Dios para salvar al
hombre[2],
plan que incluye lo anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento, pero
también todo lo anunciado por Cristo en el Nuevo, y también incluye todo el tiempo
futuro que habrá de vivir la humanidad, hasta el Último Día, hasta el Día del
Juicio Final. En la Sexta Palabra de Jesús, ha pesar de estar formulada de
manera que hace referencia a algo que ya ha sucedido, que acaba de suceder –“Todo
está consumado, todo está cumplido”, está contenido todo el tiempo de la
historia humana: el pasado, el presente y el futuro.
Está
contenido el pasado, pero también el futuro, porque en la Cruz Jesús lleva a
cabo todas las profecías que hablaban de Él, pero como esas profecías son el
anti-tipo de la Iglesia que Él habría de fundar, está contenido también el tiempo
futuro en el que la Iglesia obraría en medio de los hombres (y como están
incluidos el pasado y el futuro, también lo está nuestro presente, tiempo intermedio
entre ambos): en Él se cumplen las profecías de Isaías, que había profetizado
que nacería de una Madre Virgen, y Jesús se encarna en el seno virginal de
María Santísima, como anticipo de la prolongación de su Encarnación en la
Eucaristía. Se cumplen las visiones de Isaías, que veía a Cristo en la Pasión y
lo describía como está Él en la Cruz. “Varón de dolores”, “triturado por
nuestros pecados”, cubierto de heridas que “nos han curado”, su rostro
desfigurado, como “ante quien se aparta la vista” por la compasión que
despierta.
En
Cristo se cumplen las profecías del profeta Miqueas, que había dicho que
nacería en Belén de Judá, y Jesús nace en Belén, Casa de Pan, como signo
profético de la Santa Misa, Nuevo Belén, en donde se ofrece como Pan de Vida
eterna.
El
Salmo 71 había profetizado que los Reyes vendrían a adorarlo, y los Reyes
acudieron de tierras lejanas, guiados por la Estrella de Belén, y le
presentaron el incienso con el que reconocían su divinidad, el oro con el que
reconocían su majestad, y la mirra, con la que reconocían su humanidad, como
signo profético de la adoración que los cristianos le darían en la Eucaristía a
Cristo, Hombre-Dios y Rey de reyes.
Estaba
anunciado por el profeta Oseas que el Mesías vendría de Egipto, y Jesús tiene
que huir de Herodes, que quiere asesinarlo, a Egipto. Estaba anunciado que sería
llamado “Nazareno”, y Jesús vive los primeros 30 años de su vida en la casita
de Nazaret. Estaba anunciado que “una voz en el desierto clamaría y le
prepararía los caminos”, y el Precursor, Juan el Bautista, se presentó delante
de todo el pueblo diciendo: “Yo soy la voz del que clama en el desierto:
preparad los caminos del Señor”, señalando a Jesús como al Cordero, como la
Iglesia llamaría luego a la Eucaristía, en la ostentación eucarística, luego de
la consagración: “Este es el Cordero de Dios”. Estaba profetizado que entraría
triunfante en Jerusalén sobre una cría de asno, como anticipo de su entrada en
el alma que lo recibe en la Comunión con fe y con amor, y el Domingo de Ramos
entró triunfante en Jerusalén, sobre una cría de asno. Estaba profetizado que
sería vendido por treinta monedas de plata, y Judas Iscariote, apóstata y
traidor, poseído por el Príncipe de las tinieblas, lo entrega por treinta
monedas de plata, al preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas,
antes que los latidos del Corazón de Jesús. Estaba profetizado en el Salmo 21
que se burlarían de Él, como el mismo Jesucristo lo acababa de recordar: “Mueven
sus cabezas en son de burla... ¡Sálvele Yahvé, puesto que dice que le es
grato!... Mi lengua está pegada al paladar... Han taladrado mis manos y mis
pies y se puede contar todos mis huesos... Se han repartido mis vestidos y echan
suertes sobre mi túnica”. Todo se cumple, porque se burlan y le dicen que se
salve a sí mismo y que se baje de la Cruz, moviendo sus cabezas en son de
burla; su lengua está pegada al paladar, por la intensa sed que siente, porque
no ha bebido desde hace tres días, y porque ha perdido mucho líquido, pero es
sed ante todo de almas lo que siente Jesús; han taladrado sus manos y sus pies
con gruesos clavos de hierro, y se pueden contar sus huesos, porque su Cuerpo
está todo estirado con violencia y se marcan en la piel los huesos del tórax;
se han repartido su túnica, echándola en suertes. El salmo 68 dice: “Y en mi
sed me dieron a beber vinagre”. Y le dio a beber vinagre, un soldado con la
lanza, pero era el vinagre de las pasiones sin control de los hombres, lo que
ese soldado le alcanzaba. Todo se ha cumplido en Jesús, y es eso lo que Jesús
dice en la Sexta Palabra de la Cruz: “Todo está consumado; todo está cumplido”.
En
la Cruz, Jesús ha cumplido a la perfección el plan de Dios Padre para redimir y
salvar a toda la humanidad, el plan contenido en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento.
En
la Cruz está cumplido todo el plan contenido en el Nuevo Testamento, todo: la
salvación de las almas, por la Sangre de la Cruz y los Dolores de María
Santísima; la derrota del infierno, que huye ante el estandarte ensangrentado
de la Cruz; la cabeza aplastada de Satanás, por el pie de María Virgen, que lo
aplasta con el peso de la Omnipotencia divina a Ella participada en grado sumo;
la aniquilación de la muerte y la destrucción del pecado, por el don de la
gracia santificante, gracia que concede la participación en la Vida divina de
la Trinidad; el inicio de los nuevos cielos y la nueva tierra, en germen en los
corazones regenerados y nacidos de nuevo por la gracia santificante; el don a
los hombres de una Madre celestial, la Virgen María, donada al pie de la Cruz
en Juan a toda la humanidad; la apertura de las puertas del Paraíso para los
hombres, cerradas luego del pecado de Adán y Eva, y esas puertas abiertas son
el Corazón traspasado de Jesús; el nacimiento de la Iglesia a partir de su
costado abierto, Iglesia que es Esposa del Cordero y Barca de salvación, fuera
de la cual nadie puede salvarse; el perdón divino a los hombres por la muerte
en Cruz, perdón renovado en cada confesión sacramental; el don de su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz y renovado en la Comunión sacramental;
la regeneración y el nuevo nacimiento del alma por el bautismo sacramental; el
don del Espíritu Santo por la Confirmación; la Vida eterna en el don de su Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad.
Cristo,
antes de morir, en medio de sus intensísimos dolores, pero satisfecho porque
por el Amor de Dios que arde en su Sagrado Corazón, ha dado cumplimiento
perfectísimo a todas las profecías del Antiguo Testamento, y porque ha dado
cumplimiento a todas las promesas contenidas en el Nuevo Testamento, con
alegría incontenible y con satisfacción por el deber arduo cumplido a la
perfección, exclama: “Todo está consumado, todo está cumplido”. Es el grito del
Gran Vencedor, del Capitán triunfante, que desde el madero de la Cruz contempla
al infierno vencido a sus pies y al mundo redimido, y desde la Cruz, cubierto
de gloriosas heridas y revestido con su Sangre preciosísima, así como un
general triunfante se reviste de sus mejores galas y hace alarde de sus más
letales armas, así Jesucristo, Rey victorioso, Vencedor Invicto del infierno,
de la muerte y del pecado, exclama triunfante: “Todo está consumado, todo está
cumplido”. El pasado, el presente y el futuro, hasta la consumación de los
tiempos. Todo.
Cristo,
Dios Hombre victorioso, quiere asociar a todos los hombres a su triunfo, y para
eso los hace partícipes de su Cruz, para hacerlos participar del poder
omnipotente que de la Cruz se irradia, poder con el cual el hombre, débil y
pecador, no solo vencerá a sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la
carne y a toda tribulación que pueda sobrevenirle, sino que entrará triunfante,
junto a Cristo Rey, en el santuario de los cielos, al fin del mundo.
La
meditación en la Sexta Palabra de Jesús debe llevar a considerar cuán
invencibles somos los hombres cuando nos unimos a Cristo crucificado, porque en
la Cruz damos cumplimiento perfecto a la Voluntad de Dios, que quiere que nos
salvemos. Si Cristo por amor a nosotros se consumió en la Cruz, entonces
nosotros por amor a Él debemos también consumirnos -como dice Luisa
Piccarretta-, día a día, ofreciéndonos a Él en lo que somos y tenemos, como
reparación por las faltas de correspondencia a su amor y para consolarlo por
todas las afrentas que recibe de las ingratas criaturas mientras Él se consume
de Amor en la Cruz. Unidos a Cristo crucificado, arrodillados ante su Cruz, podremos
exclamar con Él, al final de nuestros días: “Todo está consumado, todo está
cumplido”.
Séptima palabra: “Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La última palabra de Jesús, al igual que la Primera y
la Cuarta, está dirigida al Padre. Por esta palabra Jesús entrega su espíritu
al Padre. Del Padre había procedido, al Padre vuelve. Jesús procede del Padre
desde la eternidad, desde el seno eterno del Padre, en donde fue “engendrado”,
no creado; ha recibido del Padre, desde la eternidad, su Ser divino y su
Naturaleza divina, y por eso es tan Dios como el Padre. Procediendo del Padre
eternamente, se encarnó en el seno de la Virgen Madre en el tiempo, para poder
llevar a cabo la tarea de la Redención de los hombres. Ahora, una vez cumplida
a la perfección la misión encomendada por el Padre, regresa a su seno, de donde
vino, y esto es lo que significa la Séptima y última Palabra: “Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu”.
Hasta
los últimos momentos de su vida, Jesús ofrece reparación continua por la
inmensidad del mal que asola la tierra, mal que se origina en el corazón del
hombre y en el corazón del ángel caído, mal que desde estas dos creaturas en
rebelión conspira y atenta contra Dios, Creador y Redentor, y busca eliminar su
nombre de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Con
su muerte redentora, Jesús repara la enorme ingratitud de la humanidad, la
re-crea, haciéndola nueva por la gracia, y así santificada y re-creada, la
entrega al Padre, junto con su espíritu.
“Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y junto
con su espíritu, nos entrega a todos nosotros, pero ya no contaminados con la
malicia del pecado, sino re-creados y re-generados por la gracia santificante,
y por eso es que en Cristo y solo en Él, podemos ser agradables al Padre; en la
entrega sacrificial de su Humanidad santísima, Jesús repara por todos los
pecados cometidos por los hombres con sus humanidades, con sus mentes, con sus cuerpos,
con sus manos, con sus pies, con sus lenguas, con sus corazones. Jesús entrega
al Padre una Humanidad, la suya, en la que está contenida la nueva humanidad
regenerada por la gracia, la humanidad que está ya libre del pecado, la
humanidad que está inhabitada por el Espíritu Santo. Por esto, el cristiano
debe unirse al sacrificio de Jesús, para entregar al Padre lo que al Padre le
pertenece: el amor, las obras, los pensamientos, los deseos de todos y cada uno
de los hombres. En la entrega que Jesús hace de su espíritu y de su Humanidad
santísima, debemos entregarnos los cristianos para reparar, junto con Jesús,
por la inmensidad de los pecados de los hombres. Sólo unidos a Cristo y a su
Cruz, transformados por su gracia, y abandonándonos en su Divina Voluntad, podrá
el Padre aceptarnos y no rechazarnos, porque verá en nosotros una copia
viviente de su Hijo, y así nos tomará por Él y no solo no nos rechazará, sino
que nos dará el cielo por morada, porque le agradarán las reparaciones hechas
con Jesús y en Jesús. Es esto lo que dice Luisa Piccarretta, al meditar la Séptima
Palabra: “Muerto Jesús mío, con este
grito también a nosotros nos has puesto en las manos del Padre para que no nos
rechace. Por eso has gritado fuertemente y no solamente con tu voz, sino con la
voz de todas tus penas y con la voz de tu sangre: “¡Padre en tus manos pongo mi espíritu y a todas las almas!”. Jesús
mío, también yo me abandono en ti; dame la gracia de morir totalmente en tu
amor y en tu Voluntad; te suplico que jamás vayas a permitir, ni en la vida ni
en la muerte, que yo me aparte de tu Santísima Voluntad. Quiero reparar por
todos aquellos que no se abandonan perfectamente a la Voluntad de Dios y así
pierden o, cuando menos, reducen el precioso fruto de la redención. ¿Cuál no
será el dolor de tu Corazón, ¡oh Jesús mío!, al ver a tantas criaturas que
huyen de tus brazos y se abandonan a sí mismas? ¡Oh Jesús mío, piedad para
todos!”.
“Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús entrega al Padre su espíritu, y con
Él nos entrega a nosotros, pero para que nos entregue, debemos nosotros entregarnos a Él libre y
voluntariamente. ¿Cómo hacerlo? Nos lo enseña Luisa Piccarretta[3],
y el método no es otro que arrodillarnos al pie de la Cruz y contemplar a
Cristo crucificado, deteniéndonos en su cabeza coronada de espinas, en sus manos y pies perforados por clavos de hierro, en su sacratísimo rostro cubierto de barro, de sangre, de heridas cortantes y de hematomas, pidiendo perdón y reparando por el propio mal cometido y
también por el de las criaturas. Así, contemplando a Cristo coronado de espinas,
le ofrecemos nuestros pensamientos y pedimos perdón por los pensamientos de
soberbia, de ambición o de propia estima, y contemplando la Sangre que brota de
su Cabeza lacerada, le prometemos a Jesús que cada vez que tengamos un
pensamiento que no sea totalmente para Él, o si nos encontramos en ocasión de ofenderlo,
diremos: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus ojos bañados por las lágrimas y
cubiertos de coágulos de sangre, le pedimos perdón por todas las veces que lo
hemos ofendido con miradas inmodestas y malas, y le prometemos que cada vez que
nuestros ojos se sientan impulsados a mirar las cosas de la tierra gritaremos
inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplando sus sacratísimos oídos ensordecidos
hasta el último momento por los insultos y las horribles blasfemias, le pedimos
perdón por todas las veces que hemos escuchado o hemos hecho escuchar
conversaciones que nos alejan de Él y por todas las malas conversaciones de las
criaturas, y le prometemos que cada vez que nos encontremos en la ocasión de
oír algo que no lo ofenda, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os
encomiendo el alma mía!”.
Contemplando su rostro santísimo, pálido, lívido y
ensangrentado, le pedimos perdón por todos los desprecios, los insultos y las
afrentas que ha recibido y recibe continuamente de parte de nosotros, vilísimas
criaturas, con nuestros pecados, y le prometemos que cada vez que nos venga la
tentación de no darle toda la gloria, el amor y la adoración que debemos darle,
gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su boca ardiente y amargada, y le pedimos
perdón por todas las veces que te lo hemos ofendido con malas conversaciones y
por cuantas veces hemos cooperado en amargarlo y en acrecentar su sed, dándole el
vinagre de nuestra soberbia, y le prometemos que cada vez que nos venga el
pensamiento de decir cualquier cosa que pudiera ofenderlo, gritaremos
inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su cuello santísimo, en el que es
posible ver las señales de las cadenas y de las sogas que lo han oprimido, y le
pedimos perdón por tantos vínculos y por tantos apegos de las criaturas, las
cuales han añadido nuevas sogas y cadenas a su santísimo cuello, y le prometemos
que cada vez que nos sintamos atraídos por algún apego, deseo o afecto que no
sea solamente para Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo
el alma mía!”.
Contemplamos sus hombros santísimos y le suplicamos que
nos perdone tantas satisfacciones ilícitas, tantos pecados que hemos cometido
con los cinco sentidos de nuestro cuerpo, y le prometemos que cada vez que nos
venga el pensamiento de tomarnos algún placer o alguna satisfacción que no sea
para su gloria, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el
alma mía!”.
Contemplamos su pecho santísimo y le pedimos perdón por
tantas frialdades, indiferencias, tibiezas e ingratitudes horribles que recibe
de parte de las criaturas, y le prometemos que cada vez que sintamos que nos
enfriamos en el amor, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo
el alma mía!”.
Contemplamos sus sacratísimas manos, y le pedimos
perdón por todas las obras malas o indiferentes, por tantos actos envenenados
por el amor propio y la propia estima, y le prometemos que cada vez que nos
venga el pensamiento de no obrar solamente por amor a Él, gritaremos
inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos sus santísimos pies y le suplicamos que
nos perdone por tantos pasos y tantos caminos recorridos sin haber tenido una
recta intención, por tantos que se alejan de Él para ir en busca de placeres
mundanos, y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de separarnos
de Él, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os encomiendo el alma mía!”.
Contemplamos su Sacratísimo Corazón y le decimos que
queremos encerrar en él, junto con nuestra alma, a todas las almas redimidas
por Él, para que todas se salven, sin excluir a ninguna.
Finalmente, para que nuestra entrega a Cristo sea total,
le pedimos a Jesús que nos encierre en su Corazón y que cierre sus puertas, de
manera que no podamos salir más de él y que ya no podamos ver nada fuera de Él,
y le prometemos que cada vez que nos venga el pensamiento de querer salirnos de
su Corazón, gritaremos inmediatamente: “¡Jesús, María, os entrego mi corazón y
mi alma!”.
Excelente el texto de la meditacion de las 7 Palabras de nuestro Señor Jesucristo. Me gusta muchisimo.
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