(Domingo XIII - TC - Ciclo A - 2023)
“El que no toma su cruz y me sigue no es
digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Jesús establece un muy claro requisito para
ser un digno discípulo de Él: cargar la cruz de cada día y seguirlo. ¿Qué
significan estas dos cosas, cargar la cruz y seguirlo?
Cargar la cruz quiere decir
negarnos a nosotros mismos, negarnos en nuestro hombre viejo, no viejo en el
sentido biológico sino en el sentido espiritual, en el sentido de que el pecado
envejece al alma; cargar la cruz es negarnos a nosotros mismos en nuestros
vicios o pecados, para comenzar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, que
se nos comunica por medio de la gracia santificante a través de los sacramentos.
Cargar la cruz quiere decir creer en Jesús como Hombre-Dios, que está Presente,
en Persona, en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; cargar
la cruz quiere decir vivir, en el día a día, según los mandamientos de Jesús en
el Evangelio y no seguir nuestra propia voluntad, esto significa que cuando
Jesús nos dice “ama a tus enemigos”, debemos amarlo o al menos procurar hacerlo
y no ceder a la fácil tentación de la venganza, del enojo, del rencor; cargar
la cruz de cada día quiere decir desear vivir en gracia, alejándonos de toda ocasión
de pecado, para que el corazón esté siempre dispuesto a recibir a Jesús
Eucaristía como en un altar, para adorarlo en la Comunión.
La otra pregunta que debemos
contestar es qué significa “seguir” a Jesús: significa pedir la gracia de que nuestros
pasos se encaminen siempre en dirección a Jesús, marchando detrás de Él, con la
cruz a cuestas, para así llegar al Monte Calvario y morir al hombre viejo para
nacer al hombre nuevo. Seguir a Jesús quiere decir pedir la gracia de que
nuestros pasos no se dirijan nunca en dirección opuesta a Dios, en dirección al
pecado, sino que nuestros pasos sigan las huellas ensangrentadas del Hombre-Dios
Jesucristo en el Via Crucis, el Camino de la Cruz, único camino para
llegar al Cielo.
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en conocer de lejos la doctrina de la fe, sin procurar investigar sobre la misma fe, puesto que no nos podemos quedar con lo que aprendimos en Catecismo; ser discípulo de Jesús significa tener como eje y centro de la vida a Jesús Eucaristía, apartándose de los que nos aleje de Él, para así recibirlo en estado de gracia; ser discípulo de Jesús no se reduce a recibir fríamente los sacramentos, sino a profundizar la unión con Cristo que nos procura la gracia de los sacramentos, para que sea Él y solo Él, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, quien reine en nuestros corazones. Y para quien se esfuerce por llevar la cruz detrás de Cristo, en el Camino del Calvario, la Trinidad tiene preparada una eternidad de gloria, de alegría, de belleza celestial inimaginable. Así lo testimonian los santos, como por ejemplo la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: la santa fue llevada al cielo estando aún en la vida terrena y por permisión divina, un alma, que había sido virgen en esta vida terrena, le mostró las hermosuras del Cielo, resplandeciendo infinitamente más en hermosura la Santísima Virgen María. Narra así su experiencia en el Cielo, la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: “La virgen -el alma virgen- me dijo, mostrándome a la Virgen María: “Amas mucho a esta buena y tierna Madre, ¿verdad? Eres testigo de la gloria que la rodea, aunque no la veas como la verías si estuvieras siempre aquí. Díganme, ¿vale la pena el esfuerzo que hacen para merecer la gloria del cielo? Y, repito, no son las grandes cosas las que hacen digno el cielo[1]. El alma no debe decir: quisiera sufrir; quisiera tal cruz, tanta privación, tanta humillación, porque la propia voluntad lo arruina todo, es mejor tener menos privación, menos sufrimiento, menos humillación por la voluntad de Dios, que gran número por el propio deseo.
Lo esencial es aceptar, con amor y en total conformidad a su voluntad, lo que el Señor quiera enviarnos. Hay almas en el Infierno que le habían pedido a Dios cruces y humillaciones: Dios les concedió, pero no supieron aprovecharse de tales gracias y el orgullo los perdió". También podemos afirmar lo opuesto: si hay quienes quieren más cruces, porque su orgullo los hace presuntuosos, hay quienes no quieren, de ninguna manera, las cruces que Dios les envía -enfermedad, tribulación, etc.- y a toda costa quieren salirse con la suya, acudiendo incluso a la magia, terreno del Demonio, para obtener lo que Dios no les concede porque Él ve que eso que piden no es bueno para sus almas; también con este tipo de almas, está ocupado el Infierno.
Continúa la virgen a Santa María de Jesús Crucificado: "Sin cuestionar nada, acepta con gratitud lo que el Buen Señor te envíe.
¡Cuántas ilusiones hay todavía, cuando Dios manda la enfermedad! En lugar de
aprovecharla, dices: “¡Ah! Si estuviera sano, haría tal cosa, tales obras para
Dios, para mi alma!”. Si pides sanidad, siempre lo haces poniendo esta condición:
“Dios mío, si es tu voluntad; si el interés de tu gloria lo exige; si el bien
de mi alma lo exige!”. El alma que ama a Dios Trino demuestra verdaderamente su
amor por la Trinidad cuando cumple su voluntad, dejando de lado la propia
voluntad.
“El que no toma su cruz no es digno de Mí”. La cruz
personal es un don del Cielo, para ganarnos el Cielo, porque en la cruz nos
unimos a Jesús Crucificado, a su Sagrado Corazón, que es la Puerta que conduce
al seno del Eterno Padre. No solo no debemos renegar nunca de la cruz, sino que
debemos abrazarla y amarla y llevarla por los días que nos queden de vida
terrena, para así llegar al Reino de Dios.