“Había
en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro… Jesús lo increpó y le
dijo: “¡Cállate y sal de este hombre!”. El espíritu impuro (…) dando un gran
alarido, salió de ese hombre” (Mc 1,
21-28). En el episodio del evangelio Jesús realiza un exorcismo, expulsando a
un demonio con la fuerza omnipotente de su palabra.
Muchos, aun dentro de la Iglesia, interpretan esta
escena y todas las escenas de exorcismo del evangelio como meros episodios de
curación de males psicológicos. Así, el exorcismo sería, en realidad, la
curación de una histeria; Jesús sería un gran maestro espiritual, y un sabio
psicólogo, que ayudaría a que el histérico se cure por sí mismo, expulsando de
su mente el problema que lo perturba; el demonio no sería un ser angélico, sino
un trastorno de la mente de la persona. La otra posibilidad es que Jesús sería
un desconocedor de la realidad psíquica de los enfermos, tratando como posesión
demoníaca a lo que únicamente sería una patología mental, con lo cual se
estaría engañando Él, además de engañar a los demás, haciendo ver una posesión
diabólica donde no la hay.
Esto
constituye un gran error, y sería cercano a la herejía interpretar la escena
evangélica en un sentido distinto al que se expresa. Un endemoniado es un
hombre poseído por el demonio, y no un enfermo psiquiátrico. En el evangelio se
habla claramente de “demonios”, “endemoniados”, “espíritus inmundos”, y cita
hechos y milagros de liberación de endemoniados con palabras y hechos de Jesús que
no dejan dudas razonables acerca de qué cosa sea el ente expulsado de los
hombres. No se
puede dudar de que es un espíritu, y por lo tanto, un ser dotado de
inteligencia y de voluntad; no se puede dudar de que se trata de espíritus
malignos, “inmundos”, que hacen hacer cosas malignas e inmundas a los hombres;
no se puede dudar de que son entes malignos, perversos, que hacen sufrir
muchísimo al poseso y a los que lo rodean.
Pensar que Jesús se haya engañado, o que los
posesos son enfermos psiquiátricos, y que lo que se decía que era obra del
demonio era en realidad efectos de la histeria o de trastornos psíquicos
originados en la mente humana, significaría comprometer seriamente, poner en
duda y cuestionar, la divinidad de Jesucristo.
Si Jesús
se llama a sí mismo “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y según sus palabras, viene a dar “testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37), y si Él como Hijo se
equipara a Dios “Nadie ha visto al Padre sino el Hijo” (cfr. Jn 6, 46), no podía engañar a sus
oyentes, haciéndoles creer por verdadero lo que era falso. Por lo
tanto, Jesús expulsa verdaderamente a un demonio, un espíritu maligno, que
había tomado posesión del cuerpo de un hombre.
El
episodio del evangelio nos lleva entonces a considerar la realidad del espíritu
del mal, encarnado en Satanás y en los ángeles caídos, responsables a su vez de
la caída del hombre en los inicios de la Creación, y responsable de toda clase de males en
el mundo y en la historia, puesto que hay que hay sucesos que no se explican
como consecuencia de las solas pasiones humanas, como por ejemplo, los
genocidios y las matanzas, sean del signo que sean: judíos, armenios, rusos,
ucranianos, hutus y tutsis, en Ruanda, sin olvidar el genocidio que se lleva a
cabo, silenciosamente y sin fusiles, el aborto.
Guerras,
genocidios, abortos. Toda esta espantosa y horrible carnicería humana no es más
que consecuencia de la intervención del demonio en la historia de los hombres, azuzando
e instigando el odio del hermano contra el hermano. Como consecuencia del
pecado original, el hombre ha quedado separado del hombre, de su hermano, de su
prójimo, y también de Dios, y esa separación es aprovechada por el demonio para
convertirla en odio creciente, inextinguible, que exige para ser calmado la
muerte del prójimo y la muerte de Dios.
El demonio cultiva el odio
en el corazón del hombre y lo lleva a levantar la mano para descargarla y ser
el homicida de su hermano y deicida de Dios. Ambas cosas creía haberlas logrado
el demonio, instigando a los hombres a matar a Cristo en la Cruz, cometiendo el hombre no
solo el pecado de homicidio, sino también el de deicidio, al haber dado muerte
al Hombre-Dios. Pero es aquí en donde Dios vence, en la Cruz, porque con su muerte,
Cristo da muerte a la muerte misma y derrota a Satanás y al infierno para
siempre, a la vez que derriba el muro de odio que separa al hombre de su
hermano: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno,
derribando el muro que los separaba, la enemistad” (cfr. Ef 2, 14).
El demonio entonces existe,
pero con relación a este ser, no hay que caer en los extremos: por un lado, en
el descreimiento y negación de su realidad, que lleva a pensar que el demonio
es solo un invento de épocas anteriores; el otro extremo, por el contrario,
creer que el demonio es un ser real, pero hacerlo culpable de nuestras propias
culpas: “El demonio me lleva a gritar”; “El demonio me hace ser perezoso”; “El
demonio me hace ser orgulloso”. No se puede culpar al demonio de nuestra propia
pereza espiritual, que nos lleva a no rezar, a no hacer sacrificios, a no poner
empeño en luchar contra nuestro orgullo, contra nuestra soberbia, contra
nuestra falta de lucha para no caer en la tentación. Muchos dicen: “Caigo en
pecado porque el demonio me tienta”. Es verdad que el demonio tienta, pero
también es verdad que Dios nos da su gracia para no caer, y que si caemos, en
el pecado que sea –y aún si cometemos una imperfección-, es porque dejamos de
lado la gracia, y nos olvidamos de Dios, para hacer nuestra propia voluntad.
El demonio no puede hacer
otra cosa que tentar; jamás podrá hacernos asentir y consentir a la tentación,
porque eso depende de nuestra libertad, y por eso no debemos culparlo de
nuestras propias decisiones malas.
En el evangelio vemos
entonces un episodio de posesión, y a pesar del paso del tiempo, el demonio
continúa poseyendo los cuerpos de los hombres, pero en el día de hoy, ha
mejorado su táctica, y ya no le hace falta poseer cuerpos, puesto que con sus
mentiras y engaños, ha conseguido que los hombres lo escuchen a Él, en vez de a
Cristo, y así los hombres han construido una civilización sin Dios, atea,
materialista, hedonista, que ha elaborado una cultura contraria al hombre, la
“cultura de la muerte”, la cual busca, denodadamente, eliminar al hombre principalmente
por medio de la eutanasia y del aborto.
En estos días, se ha dado a
conocer la noticia de que en nuestro país se consumen 3.800 pastillas llamadas
“del día después”, por día. En otras palabras, 3.800 abortos –porque la píldora
del día después es abortiva- reales o probables, al día, y la tendencia va en
aumento, puesto que el mismo presidente de los EE. UU., Barack Obama, ha
presentado un proyecto por el cual esta píldora debe ser reembolsada, lo cual
quiere decir distribución gratuita. Esto, sin contar con las cifras de abortos
cometidas al año por otros métodos.
¿Qué necesidad tiene el
demonio de tomarse el trabajo de poseer el cuerpo de una joven, con el riesgo
seguro de ser expulsado por el exorcismo, si le basta simplemente con la
tentación de una sexualidad desenfrenada, precoz, libre, irresponsable y
egoísta? Si no se ven posesiones hoy en día, es porque no le hacen falta al
demonio; le basta solamente con tirar el anzuelo del “sexo seguro”, para que
miles y miles de jóvenes, desoyendo el mandato de Dios, sigan tras sus sucias
huellas y cometan toda clase de abominaciones con sus cuerpos, que de ser
“templos de Dios”, han pasado a ser “cuevas de Asmodeo”, el demonio de la
lujuria.
La tentación del demonio es
como el anzuelo con la carnada para el pez: desde su posición dentro del agua,
al pez le atrae la carnada, como algo apetitoso y sabroso, pero cuando abre la
boca para atraparla, muerde el anzuelo que está junto con ella, y ahí “se da
cuenta” –es un decir- de la realidad: lo que le parecía apetitoso y sabroso, la
carnada, al conseguirla, se revela en su realidad: una trampa dolorosa y
mortal, porque termina con su propia muerte, al ser sacado del agua. Este
ejemplo es una figura de la tentación consentida, en donde el demonio obtiene su
victoria más deseada: la tentación de la carne –cualquier práctica sexual fuera
del matrimonio, o si es en el matrimonio, no casta-, al ser consentida, se
revela en su dolorosa realidad, puesto que el alma, al caer, comete el pecado
mortal.
Esta es la acción del
demonio, la tentación consentida, mucho más peligrosa y sutil que la misma
posesión diabólica, porque en la posesión el alma, con su inteligencia y
voluntad quedan libres, aunque el cuerpo esté tomado por el demonio, mientras
que en la tentación consentida, sin haber posesión corporal por parte del
demonio, la persona entera, con cuerpo y alma, se entrega a su obra, obra que
termina siempre, indefectiblemente, en la ruina de la persona. En el caso
concreto de la tentación del “sexo seguro”, termina en el genocidio silencioso
del aborto, porque el hijo inesperado, no es deseado, y por lo tanto, es
eliminado de diversas maneras, por ejemplo, con la “píldora del día después”.
Sólo Cristo, Camino, Verdad
y Vida, puede iluminar las tinieblas en las que el demonio ha envuelto al hombre; sólo
Cristo, que expulsa a los demonios con el poder de su voz, y que con el poder
de su voz convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre puede,
también con el poder de su voz, hablarle al corazón del hombre y detenerlo en
su locura homicida.