(Domingo
XXI - TO - Ciclo C – 2022)
“Entonces
será el llanto y rechinar de dientes” (Lc 13, 22-30). Jesús revela
en este Evangelio, entre otras cosas, tres verdades de fe: la primera, que Él
regresará al fin de los tiempos en el Día del Juicio Final; la segunda, cuál es
el verdadero ecumenismo y la tercera, la existencia del Infierno.
Las
revelaciones de Jesús se producen en ocasión de la pregunta que le formulan sus
discípulos, acerca de la eterna salvación: “Señor, ¿serán muchos los que se
salven?”.
En
su respuesta, Jesús revela cuál es el verdadero ecumenismo, el cual debe
distinguirse del falso ecumenismo: el falso ecumenismo es aquel que rebaja a la
Iglesia Católica al nivel de las otras falsas religiones; el verdadero
ecumenismo es aquel en el que la Iglesia Católica se encuentra en la cima, por
encima de todas las religiones e iglesias del mundo, porque la Iglesia Católica
es la Verdadera y Única Iglesia del Verdadero y Único Dios, ya que solo la
Iglesia Católica posee la Verdad acerca de Dios auto-revelada en la Persona del
Hijo de Dios, Cristo Jesús. El verdadero ecumenismo se mostrará en el Día del
Juicio Final, cuando todas las naciones del mundo reconozcan al Justo Juez,
Cristo Jesús, como Dios Hijo encarnado.
En
su respuesta, Jesús revela otra verdad de fe, y es la de su Segunda Venida al
fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, para dar a cada uno lo que cada
uno libremente mereció con sus obras libremente realizadas, a los buenos, que
se esforzaron por vivir según la Ley de Dios, recibiendo la gracia a través de
los sacramentos, cargando la cruz de cada día, a ellos les dará el Reino de los
cielos, mientras que a los malos, a los que no se preocuparon siquiera por
vivir según los Mandamientos de Dios, a los que despreciaron los sacramentos de
la Santa Iglesia Católica, a los que no amaron a su prójimo sino que lo
trataron como a un objeto, comportándose de forma malvada e inhumana, a esos, a
los malvados, les dará el Infierno como castigo por sus obras impenitentes y
malvadas.
La
existencia del Infierno, adonde Jesús, Justo Juez, enviará a los impenitentes
para toda la eternidad es, precisamente, la tercera verdad de fe revelada por
Jesús. A pesar de que en la actualidad se niega la existencia del Infierno,
incluidos sacerdotes y obispos que ocupan altos cargos en la jerarquía
eclesiástica, que niegan la existencia del Infierno, como el actual superior de
los Jesuitas,
el hereje Arturo Sosa -y con él una multitud de obispos, sacerdotes y fieles-,
es el mismo Dios Hijo en Persona quien revela su existencia, cuando dice:
“Entonces será el llanto y rechinar de dientes”, porque con esa expresión
describe lo que le sucederá a los condenados en el Infierno por toda la
eternidad: llorarán para siempre, por haberse negado a amar a Dios y al prójimo
en esta vida y sus dientes rechinarán por el dolor, porque en el Infierno el
fuego, por un milagro de la omnipotencia divina, quema no solo el cuerpo, sin
consumirlo, como así también el alma, también sin consumirla. A diferencia de
los herejes, que niegan la existencia del Infierno, la multitud de santos de la
Iglesia Católica atestigua su existencia, su realidad, su eternidad y la
acerbidad de sus dolores, como por ejemplo Santa Verónica Giuliani, quien
describe así el Infierno, luego de ser llevada en persona, en una experiencia
misma, a los abismos del Infierno: “En un momento, me encontré en un lugar
oscuro, profundo y pestilente; escuché voces de toros, rebuznos de burros,
rugidos de leones, silbidos de serpientes, confusiones de voces espantosas y
truenos grandes que me dieron terror y me asustaron. También vi relámpagos de
fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía esto no es nada. Me pareció ver una
gran montaña como formada toda por mantas de víboras, serpientes y basiliscos
entrelazados en cantidades infinitas; no se distinguía uno de las otras. Se
escuchaba por debajo de ellos maldiciones y voces espantosas. Me volví a mis
Ángeles y les pregunté qué eran aquellas voces; y me dijeron que eran voces de
las almas que serían atormentadas por mucho tiempo, y que dicho lugar era el
más frío. En efecto, se abrió enseguida aquel gran monte, ¡y me pareció verlo
todo lleno de almas y demonios! ¡En gran número! Estaban aquellas almas pegadas
como si fueran una sola cosa y los demonios las tenían bien atadas a ellos con
cadenas de fuego, que almas y demonios son una cosa misma, y cada alma tiene
encima tantos demonios que apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo
describirlo; sólo lo he descrito así para hacerme entender, pero no es nada
comparado con lo que es. Fui transportada a otro monte, donde estaban toros y
caballos desenfrenados los cuales parecía que se estuvieran mordiendo como
perros enojados. A estos animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de
la nariz; sus dientes parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían
a pedazos todo aquello que les entraba por la boca; incluso aquellos que
mordían y devoraban las almas. ¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se
detenían nunca, fue cuando entendí que permanecían siempre así. Vi después
otros montes más despiadados; pero es imposible describirlos, la mente humana
no podría nunca nuca comprender. En medio de este lugar, vi un trono altísimo,
larguísimo, horrible ¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno,
¡y en medio de ellos había una silla formada por demonios, los jefes y el
principal! Ahí es donde se sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué
figura tan horrenda! Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía
que tuviera una capa formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de
picos bien largos, en la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de
un buey, y mandaba saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo
que es un lugar tan grande y con tantos millones y millones de almas y de
demonios, todos ven esta mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del
mismo Lucifer. Él los ve a todos y todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me
hicieron entender que, como en el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara,
vuelve bienaventurados y contentos a todos alrededor, así en el infierno, la
fea cara de Lucifer, de este monstruo infernal, es tormento para todas las
almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo de Dios; y habiendo para siempre
perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más podrán gozarlo en forma plena.
Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de modo que todos los condenados
participan de ello. Él blasfema y todos blasfeman; él maldice y todos maldicen;
él atormenta y todos atormentan. - ¿Y por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles.
Ellos me respondieron: -Para siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo
decir nada de aquello que he visto y entendido; con palabras no se dice nada.
Aquí, enseguida, me hicieron ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde
eso está apoyado en el trono. Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro
cojín bien grande, todo desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas
almas eran almas de religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre
aquellos demonios que estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y
entonces pregunte a mis Ángeles: -¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que
eran Prelados, Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios! Cada
alma sufre en un momento todo aquello que sufren las almas de los otros
condenados; me pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los
demonios y todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de
incógnito estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me
hubiera muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he
dicho es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada.
El infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus
penas y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de
verdad a despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser
descuidada. En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio
vida. ¡Sea todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con
Dios!”. Quien
niegue la existencia del Infierno como lugar de tormento eterno en el que la
Justicia Divina y la Ira Divina se descargan sin piedad sobre los ángeles y los
hombres rebeldes e impenitentes, es un blasfemo, porque contradice al mismo
Jesucristo y comete además un pecado de herejía, al oponerse a una verdad
revelada por el mismo Hijo de Dios en Persona.
“Entonces
será el llanto y rechinar de dientes”. Si no solo queremos evitar el Infierno y
así salvar el alma, sino también ingresar en el Reino de los cielos, entonces
debemos hacer lo que el Señor Jesús nos manda a hacer: negarnos a nosotros
mismos, cargar la cruz de cada día y seguirlo a Él por el Camino del Calvario,
el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el único camino que
conduce al Cielo. Allí no solo no habrá llanto y rechinar de dientes, sino que
todo será alegría y felicidad eterna, en la contemplación, en el amor y en la
adoración del Cordero de Dios, Cristo Jesús.