(Ciclo
A – 2023)
“Cuando
venga el Hijo del hombre (…) apartará a los buenos de los malos” (cfr. Mt 25,
31-46). Nuestro Señor Jesucristo es Rey, por derecho y por conquista. Por derecho,
porque Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada en la
Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth y así, su realeza no solo es eterna,
sino que de su realeza divina dependen y participan todas las verdaderas y
buenas y nobles realezas tanto angélicas como humanas, ya que en el Infierno también
hay una realeza infernal, de hecho, del Demonio es el rey de los ángeles
caídos, pero esa realeza infernal no depende de la realeza divina de Jesús,
aunque los demonios están sujetos a Jesucristo por su Omnipotencia divina. Además
de ser Jesús el Rey celestial de Ángeles de Dios y obedientes a Él, es también
el Rey de los hombres que son fieles y amantes de Dios, los hombres pecadores
en la tierra pero que luchan contra el pecado buscando mantenerse en gracia y
la Virgen, la Madre de Dios, por ser Virgen y Madre de Dios, es, por participación
a la realeza de su Hijo Jesús, Reina de cielos y tierra, Reina del universo
visible e invisible, Reina de los Ángeles de Dios y de los hombres justos y de
los santos del cielos. Nuestro Señor Jesucristo es Rey por derecho, por ser Él
la máxima autoridad en orden ontológico, en el orden del Ser y, por lo tanto, por
derivar de Él toda buena autoridad participada, en los cielos y en la tierra.
Jesús es Rey por conquista, porque en la Cruz conquistó para
Dios a la raza humana, perdida para siempre por el pecado original, condenada a
la muerte eterna, arrebatándola de las garras del Príncipe de las tinieblas, Satanás.
Jesús es Rey en la Cruz, en la Eucaristía y en el Cielo y
ejercerá esa reyecía, de manera universal y definitiva, al Fin de los Tiempos y
para toda la eternidad, a partir del Día del Juicio del Final.
Si bien Jesús es Rey en el Cielo, en la Cruz y en la Eucaristía,
meditaremos brevemente acerca de su reinado en la Cruz y cuáles son las
consecuencias de ser sus súbitos o de no serlo.
Como todo rey, Jesús
lleva una corona real, puesto que la corona es un atributo que, colocado en la
cabeza, indica que aquel que quien lo lleva, ostenta el máximo poder de la
nación o del pueblo a quien representa; en el caso de Jesús, a todas las
naciones de la tierra. Ahora bien, la corona de Jesús es un poco diferente a la
corona real que llevan los reyes de la tierra, ya que no es una corona de seda bordada
en púrpura por dentro y ajustada ligeramente para que no provoque apenas el más
mínimo sentimiento de opresión a las sienes de los reyes; tampoco su corona
está ornamentada con las más finas joyas extraídas de las entrañas de las minas
-dicho sea de paso, como la que lleva la corona del rey de Inglaterra, que tiene
el diamante más grande del mundo, extraído y robado al gobierno y pueblo de
Sudáfrica y encima al precio de la muerte de decenas de mineros sudafricanos
que murieron al extraer, como esclavos, dicha joya, por lo que el gobierno
Sudafricano exige al rey Carlos III la devolución del diamante exhibido
impúdicamente en su corona-; tampoco la corona de Jesús está ornamentada con
perlas preciosas de todo tipo, zafiros, rubíes, ni tampoco está hecha toda de
oro del más fino kilate, ni tampoco de la plata más fina y delicada: la corona
de Jesús está hecha de espinas, de unas espinas filosas, duras, afiladas,
cortantes, que miden más de cinco centímetros cada una; espinas que decenas de
ellas atraviesan su cuero cabelludo -hay relatos de místicos que indican que
los soldados romanos colocaron, quitaron y volvieron a quitar entre tres y
cuatro veces, a lo largo del Via Crucis, la corona de espinas-, llegando
hasta el hueso de la calota craneal, desgarrando la piel, los músculos del
cráneo y sobre todo las arterias, ya es una zona muy irrigada, provocando la
apertura de decenas de heridas de distinto corte, magnitud y profundidad, que
hacen salir a raudales grandes cantidades de la Sangre Preciosísima del
Cordero, con la cual repara los pecados de pensamientos impuros y pecaminosos,
cualesquieras que estos sean, del orden que estos sean; las heridas de la
corona de espinas provoca que la Sangre Preciosísima del Cordero se derrame
también sobre su Frente y bañando sus ojos, impidiendo la visión por tanta cantidad
de Sangre, reparando así Nuestro Señor los pecados que los hombres cometen con
los ojos; la Sangre que provoca la corona de espinas es de tanta cantidad, que
ocluye sus sagrados oídos, para así reparar el Señor las calumnias, los
sacrilegios, las blasfemias, proferidas en secreto y en público, en privado y a
los cuatro vientos; la Sangre que sale de las heridas provocada por las espinas
de la corona de del Rey Jesús, bajan por su Rostro, para así reparar Nuestro Señor
la vergüenza pecaminosa que por vanidad o soberbia se exponen los cristianos en
secreto o en público por dinero o por placer; por último, las heridas que
provocan las espinas de la corona, hacen salir la Sangre Preciosísima del Cordero,
que corra por la parte de atrás de la Cabeza, hacia la Nuca y la Espalda del
Señor, para reparar por los pecados que se cometen con el cuerpo, en secreto o
en público, por dinero o por placer.
Jesús es Rey en la cruz y su cetro, indicativo de poder
real, no está hecho de fino ébano, sino de duro hierro, porque es un duro clavo
de hierro, que fija dura y cruelmente su mano derecha al leño del madero,
desgarrando el tejido, los músculos y sobre todo, el nervio mediano, provocándole
dolores desgarradores que lo llevarían al colapso sino estuviera asistido por
la fuerza del Espíritu Santo. Es por esto que le rogamos y decimos: "Jesús, Rey Divino, por el dolor que sufriste en
tu mano derecha y por la Sangre que derramaste, haz que me encuentre a tu
derecha, con los bienaventurados que se salvarán, por la gracia y por la
práctica de las obras de la misericordia, al Fin los tiempos, en el Día del
Juicio Final".
Jesús es Rey en la cruz y en su mano izquierda, fijada al
leño del madero por un duro clavo de hierro, sostiene aquello con la que
castigará a las naciones: una vara de hierro, quebrantando la insolencia de los ángeles y la impenitencia y malicia de los hombres perversos. Por eso, le decimos: "Jesús, por tu misericordia, que no
me encuentre a tu izquierda con los condenados, en el Día del Juicio Final".
Jesús es Rey y sus pies calzan, no suaves calzados de seda y
cuero de gamuza, como los que suelen usar los reyes, sino un grueso clavo de
hierro, que fija ambos pies al madero de la cruz, abriendo sendas heridas, provocando la salida a borbotones de su Sangre Preciosísima,
Sangre que servirá de refrigerio suavísimo para las almas que ardan de sed de
amor de Dios y servirá también de señal para guiar a quienes quieran seguirlo
por el Camino Real de la Cruz, puesto que el Via Crucis será reconocible por estar impregnado por las huellas ensangrentadas de Jesús Camino
de la cruz, Único Camino que conduce al Cielo.
Las consecuencias de ser o no ser sus súbditos es que, quien
es su súbdito, quien lo sigue por el Camino de la Cruz, por el Via Crucis,
quien carga su cruz cada día y lo sigue, ése y solo ése, entrará en el Reino de
los cielos. Quien no lo siga será arrojado al reino de las tinieblas y será
esclavizado por la eternidad por otro rey, un rey perverso, inhumano, malvado y
sin piedad, el rey del reino de las tinieblas, Satanás.
Que la Virgen del Cielo, la Reina de Nuestras almas, nos
conduzca hacia su Hijo, ayudándonos a llevar todos los días, abrazando la Santa
Cruz con amor, para así entrar en el Reino de los cielos y adorar al Rey de los
cielos, Cristo Jesús en la Eucaristía.