martes, 31 de marzo de 2020

“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”




“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). Ante la pregunta acerca de la identidad de Jesús –le preguntan “¿Quién eres Tú?”-, Jesús responde con una respuesta enigmática, diciendo: “Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”. Es decir, Jesús no responde diciendo: “Sabréis quién soy Yo”, sino: “Sabréis que Yo Soy”. El “Yo Soy” o “Yahvéh”, era el nombre propio de Dios con el que los judíos conocían a Dios. En efecto, para los judíos, Dios tenía un nombre propio y era “Yo Soy”. Para los judíos, Dios es “El Que ES”. Entonces, en la respuesta de Jesús, hay una revelación importantísima acerca de quién es Jesús: Jesús no es un hombre más entre tantos; no es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos: Jesús es Dios; es el “Yo Soy”; es “El Que ES” y como está en una naturaleza humana, es el Hombre-Dios. Es decir, no es el Dios cuyo rostro los hebreos no podían ver, sino que es un Dios con un rostro humano, porque es un Dios encarnado; más precisamente, es el Hijo de Dios encarnado, es la Persona Divina del Hijo de Dios, la Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana. Jesús así se auto-revela como el Hombre-Dios, como Dios Hijo encarnado y este conocimiento acerca de su identidad lo tendrán todos aquellos que lo contemplarán en la crucifixión, porque se producirá entonces una efusión del Espíritu que iluminará las mentes y los corazones y les hará saber que aquel al que crucifican, es Dios Hijo encarnado.
“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”. Puesto que la Santa Misa es la renovación del Santo Sacrificio del altar, cuando el sacerdote eleva en alto la Eucaristía luego de la consagración, es el equivalente al ser elevado Jesús en el Calvario. Por eso, en ese momento también se produce una efusión del Espíritu, que permite saber, a quien contempla con fe, piedad y amor a la Eucaristía, que la Eucaristía es el Hombre-Dios encarnado, el “Yo Soy”, el Único Dios Verdadero.


domingo, 29 de marzo de 2020

"Yo Soy la resurrección y la vida"


Resurrección de Lázaro (Duccio) - Wikipedia, la enciclopedia libre

(Domingo IV - TC - Ciclo A – 2020)

 “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn 11, 1-45). Marta le hace notar a Jesús que, si Él no hubiera demorado en acudir al llamado que la familia le hacía por la grave enfermedad de Lázaro, éste no habría fallecido. Y en efecto, lo que llama la atención en un primer momento es que Jesús, luego de ser avisado que Lázaro está enfermo, no acude enseguida a atenderlo, como sería de esperar, sino que se demora y no unas horas, sino dos días. La demora de Jesús es suficiente para que la enfermedad mortal de Lázaro termine con su vida y es por esto que cuando Jesús llega a casa de los hermanos de Betania, sus amigos, Lázaro esté ya muerto y es la razón también de la ligera queja de Marta a Jesús: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Sin embargo, la actitud de Jesús, de demorar su partida a la casa de Lázaro, se explica por una enigmática frase que Él pronuncia apenas le avisan que Lázaro está gravemente enfermo: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Es esta expresión de Jesús lo que explica la demora de Jesús de acudir a casa de Lázaro: Él sabe que Lázaro morirá si Él se demora, pero como Él es la resurrección y la vida, sabe también que, si Lázaro muere, Él lo resucitará y así se manifestará ante todos, de modo visible, palpable y tangible, el poder y la gloria de Dios. En efecto, mientras Lázaro, con su enfermedad mortal, representa a la condición humana en esta vida y en esta tierra, consecuencias del pecado original y es por esto que se enferma gravemente y muere, Jesús representa lo opuesto, lo impensado para esta humanidad contaminada por el pecado original, esto es, la vida en vez de la muerte, la salud en vez de la enfermedad. Ahora bien, es verdad que Jesús vuelve a la vida, con su poder divino y lo devuelve a la vida terrena a Lázaro, es verdad también que no es esta vida terrena la que Él ha venido a traer. Él mismo lo dice: “Yo Soy la resurrección y la vida”, es decir, Él es la resurrección, la vuelta a una vida nueva, no la vida terrena a la que estamos acostumbrados a vivir, sino la vida eterna, la vida divina, la vida absolutamente divina que es la vida misma de Dios Trino y que Él la comunica por su gracia santificante y por su Divina Misericordia. Es decir, Jesús vuelve a la vida terrena a Lázaro y esto es un milagro que pone de manifiesto la vida de Dios, pero la vida eterna que Él ha venido a traer es la verdadera y definitiva vida que Él ha venido a traer y es la que comunica al alma en el momento en el que el alma muere en estado de gracia.
“Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Si Jesús demuestra para con su amigo Lázaro un amor inmenso de amistad al devolverle la vida terrena, para con nosotros demuestra un amor inmensamente más grande, porque más que darnos la vida terrena, que ya la tenemos, nos comunica, de forma incoada, la vida eterna en cada Eucaristía. Y es por esta razón que, si bien estamos destinados a la muerte y todos vamos a morir a esta vida terrena, es verdad también que todos los que estemos en gracia y muramos a esta vida terrena, viviremos en la vida eterna, gracias a la vida divina que Jesús nos comunica en cada Eucaristía.

viernes, 27 de marzo de 2020

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”





“Las obras que hago dan testimonio de Mí” (Jn 5, 31-47). Los fariseos no quieren creer que Jesús es Quien dice ser: el Hijo Eterno del Padre, consubstancial al Padre, que proviene eternamente del seno del Padre. No quieren creer y es por eso lo persiguen, lo acosan y lo acusan de falsedades. Jesús les dice que si no creen a sus palabras, al menos crean en sus obras, porque estas dan testimonio de Él: sus obras testimonian que Cristo es el Hijo Eterno de Dios Padre. ¿Cuáles son estas obras? Estas obras son propias de Dios, nadie puede hacerlas, sino Dios en Persona: resucitar muertos, expulsar demonios, curar enfermos de toda clase, convertir los corazones a Dios. Sólo Dios puede hacer esta clase de obras y si hay un hombre en la tierra que hace estas obras, este hombre no es un hombre santo, sino Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana. Si un hombre resucita muertos, cura enfermos, expulsa demonios con el solo poder de su palabra, entonces este hombre es el Hombre-Dios, porque ninguna naturaleza creada, ni los hombres, ni los ángeles, pueden hacer este tipo de obras, propias de un Dios.
“Las obras que hago dan testimonio de Mí”. De la misma manera a como las obras que hace Jesús testimonian que Él es Dios Hijo encarnado y no un hombre más entre tantos, así se puede decir de la Santa Iglesia Católica, puesto que hay una obra que no la puede hacer ninguna otra iglesia que no sea la Iglesia Verdadera del Dios Verdadero y esta obra es la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía entonces es la obra suprema, realizada por el mismo Dios Trino, que da testimonio de que la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia de Dios.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Las aguas de la salvación brotan del Costado traspasado del Cordero


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          En el Antiguo Testamento, el profeta (cfr. Ez 47, 1-9.12) tiene una visión en la que desde el templo de Dios comienza a brotar agua, una agua pura y vivificadora, que da vida a todo lo que toca. El agua esta comienza a surgir levemente, para luego convertirse en un torrente impetuoso. A la orilla de los cauces por donde circula esta maravillosa agua, crecen árboles que están frondosos en todo tiempo y que dan frutos exquisitos.
          Estas aguas y la figura en su totalidad, es imagen del Corazón traspasado de Cristo en la Cruz, de donde brota el Agua, junto con la Sangre, que es la gracia santificante. El Agua que brota del Corazón de Cristo traspasado en la Cruz es un agua purificadora, que vivifica las almas con la vida misma de Dios, porque esta Agua purificadora es la gracia santificante. Jesús es el Templo Viviente del Dios Altísimo y de su seno eterno brota el agua que da vida a las almas y que se transmite por medio de los sacramentos. Acerquémonos a los sacramentos, y así seremos purificados por el agua pura, la gracia sacramental, que brota a raudales del Templo del Dios Altísimo, el Corazón traspasado del Cordero en la Cruz.

martes, 17 de marzo de 2020

“Jesús devuelve la vista a un ciego de nacimiento”



(Domingo IV - TC - Ciclo A – 2020)

         “Jesús devuelve la vista a un ciego de nacimiento” (Jn 9, 1.6-9.13-17.34-38). Ante el pedido de auxilio de ciego de nacimiento, Jesús “escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con vista”. El milagro, real, tiene un significado sobrenatural, es decir, va más allá del propio milagro y es el siguiente: la ceguera corporal, por la cual los ojos del cuerpo no pueden ver el mundo que nos rodea, es figura de otra ceguera, la ceguera espiritual, por medio de la cual el alma no puede ver el mundo sobrenatural de la fe; es decir, por la ceguera espiritual, el alma se hace incapaz de ver lo que sucede en el mundo espiritual y mucho más en el orden de los misterios de redención de Nuestro Señor Jesucristo. En este caso, la ceguera espiritual está dada por la ausencia de fe, la cual si bien muchos la han recibido a través del Bautismo sacramental, la han dejado luego apagar, sea porque no han hecho nada para incrementarla –oración, sacramentos, devoción, formación espiritual-, sea porque se han perdido en las oscuridades del mundo y sus falsos y tenebrosos atractivos. El ciego de nacimiento que recupera la vista puede ser el alma que, o bien recibe la gracia de la fe en el Bautismo sacramental, o bien la recibe como una gracia especial de conversión y se dedica no a sofocarla, como en el caso anterior, sino a incrementarla, por medio de actos de piedad, de devoción, de frecuencia de los sacramentos.
         “Jesús devuelve la vista a un ciego de nacimiento”. Todos debemos identificarnos con el ciego de nacimiento, porque por el pecado original, todos nacemos ciegos a la vida de la gracia y de la fe; pero todos también debemos identificarnos con el ciego del nacimiento cuando recibe la curación de parte de Jesús, porque todos hemos recibido la luz de la fe, como don incoado, en el momento de ser bautizados. De cada uno de nosotros depende, entonces, vivir la vida de la fe y así ver el mundo sobrenatural de los misterios de Cristo, o apagar esta luz por las luces falsas del mundo y así vivir en la ceguera espiritual más completa.

“¿Cuál es el Primer Mandamiento?”



“¿Cuál es el Primer Mandamiento?” (Mc 12, 28b-34). Un escriba se acerca a Jesús y le pregunta cuál es el Primer Mandamiento y Jesús le responde que amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Cuando uno se pone a ver, este mandamiento es exactamente igual al mandamiento cristiano, al mandamiento católico, con lo que se podría decir que son la misma cosa. Sin embargo, hay una diferencia radical entre el mandamiento del Antiguo Testamento y el del Nuevo Testamento: en el Nuevo Testamento, Jesús manda amar al prójimo: “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado “hasta la muerte de Cruz”. Entonces, aunque la formulación sea la misma en el Primer Mandamiento, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, hay una diferencia radical y substancial y es el Amor con el que nos ha amado Jesús: es un amor “hasta la muerte de Cruz” y es además el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque Jesús no nos ama con un amor meramente humano, sino con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Al poner en práctica el Primer Mandamiento, entonces, recordemos que debemos amar "como Cristo nos amó", es decir, hasta la muerte de Cruz y con el Amor del Espíritu Santo.

“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”




“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 16.18-21.24a). En este breve párrafo evangélico, se revela el origen divino de Jesús y la razón por la cual es llamado Hombre-Dios. En efecto, primero se dice que María, sin estar conviviendo aún con José, quedó encinta “por obra del Espíritu Santo”; luego, cuando José sospecha y quiere abandonarla en secreto, en sueños el ángel le confirma que el Hijo que espera María es Dios encarnado: “La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Es decir, se trata de argumentos escriturísticos que hablan del origen divino de Jesucristo y que por lo tanto echan por tierra todos los argumentos racionalistas que afirman falsamente que Jesús es un simple hombre o que es un hombre santo, pero no Dios Hijo encarnado.
Es muy importante tener esto presente, porque estos versículos se trasladan a la Santa Misa que se celebra todos los días: si Jesús es Hijo de Dios encarnado y no un simple hombre, entonces la Eucaristía no es un simple trozo de pan bendecido, sino el mismo Hijo de Dios encarnado que, por el poder del Espíritu Santo, prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Así como el ángel le confirma a San José acerca de la divinidad de Cristo, así también, parafraseando al ángel, nosotros podemos decir, junto con el Magisterio de la Iglesia: “El Pan que está en el altar después de la consagración no es un pan terreno, sino el Pan de Vida, Cristo Jesús, que ha bajado desde el cielo al altar por obra del Espíritu Santo”.

“El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”




“El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). El ser cristiano satisface todos los legítimos deseos de una persona. Por ejemplo, quien tiene deseos de grandeza, no debe acumular bienes materiales, ni ser renombrado, ni poseer fama y riquezas, como sucede en el mundo: quien desee ser grande, verdaderamente grande y no a los ojos de los hombres sino a los ojos de Dios, ése tal deberá preocuparse únicamente por observar –cumplir y vivir- los Mandamientos de la Ley de Dios y enseñarlos a observar, cumplir y vivir a sus prójimos. Quien esto haga, será considerado “grande” en el Reino de los cielos, según palabras del propio Jesús: “El que enseñe a cumplir los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”.
No debemos buscar los vanos honores, títulos y riquezas de este mundo; no debemos buscar ser “grandes” a los ojos de los hombres: debemos buscar ser grandes a los ojos del cielo, a los ojos de Dios y para ello, debemos cumplir y vivir los Mandamientos de la Ley de Dios. En días en que los Mandamientos de Dios han sido prácticamente olvidados por los hombres, esta recomendación de Jesús nos evita de caer en el mundanismo y nos hace elevar la vista del corazón al cielo.

domingo, 15 de marzo de 2020

“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”




“Perdona a tu prójimo setenta veces siete” (cfr. Mt 18, 21-35). Pedro le pregunta a Jesús acerca de la cantidad de veces que debe perdonar al prójimo. Pedro pensaba que perdonar siete veces era lo correcto, por lo que, a la octava ofensa, ya se podía aplicar la ley del Talión, “ojo por ojo y diente por diente”. Para los judíos, el número siete indicaba la perfección, de ahí que Pedro considerara que debía perdonar hasta siete veces las ofensas sufridas por el prójimo, con lo cual quedaba libre para actuar a partir de ese número. Sin embargo, Jesús lo corrige y le dice que no sólo debe perdonar siete veces, sino “setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”. Es decir, mientras Pedro considera que sólo hay que perdonar hasta siete veces, Jesús responde enseñando que se debe perdonar al prójimo que nos ofende, no siete veces, sino “setenta veces siete”, es decir, siempre: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
¿Cuál es la razón por la que el cristiano debe perdonar “siempre” y no sólo hasta siete veces? La razón es que, al perdonar “siempre” al prójimo que lo ofende –al prójimo que es enemigo-, el cristiano imita y participa del perdón que Dios da, en Cristo, a la humanidad. Es decir, desde la Cruz, Dios Padre nos perdona con el sacrificio de su Hijo y no una, sino incontables veces; cada vez que pecamos –y sobre todo con el pecado mortal- volvemos a crucificar a Cristo y volvemos a cometer deicidio, pero Dios Padre, en vez de fulminarnos con un rayo de su Justicia Divina, derrama sobre nosotros la Divina Misericordia por medio de la Sangre del Corazón traspasado en la Cruz. Y esto, una y otra vez, siempre y cuando exista un verdadero y sincero arrepentimiento. En otras palabras, Dios Padre nos perdona en Cristo “siempre”, no únicamente siete veces, sino siempre y es por esta razón que, como cristianos, debemos perdonar siempre, porque así no sólo imitamos a Cristo en su perdón, sino que también participamos de este mismo perdón.
“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”. El cristiano, para ser verdaderamente cristiano, debe imitar a Cristo y participar de su Pasión: el perdón ofrecido “siempre” al prójimo que nos causa un daño es una magnífica oportunidad que nos concede el Padre para que imitemos a su Hijo y participemos de su Pasión.

lunes, 9 de marzo de 2020

“El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”



(Domingo III - TC - Ciclo A – 2020)

          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed” (Jn 4, 5-42). Mientras Jesús está sentado al borde del manantial, se acerca una mujer samaritana para sacar agua. Mientras la mujer está en la tarea de sacar agua, Jesús le dice: “Dame de beber”. La mujer se sorprende, porque siendo hebreo de raza, Jesús le dirige la palabra, cuando en ese entonces ni hebreos ni samaritanos se dirigían la palabra. Ante el asombro de la mujer, Jesús le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. En otras palabras, Jesús le dice: “Si supieras que Yo Soy el Hombre-Dios y que poseo el agua viva que es la gracia santificante, tú me pedirías de beber”. Es decir, Jesús en cuanto Hombre tiene sed y por eso le pide de beber a la samaritana, pero en cuanto Dios, Él es la Gracia Increada, simbolizada en el agua, y es por eso que, también en cuanto Dios, Él es el que participa de esta gracia al alma, es decir, da de beber al alma el agua de la vida eterna, que es la gracia santificante. Si la mujer samaritana supiera que Él es la Fuente Increada del Agua viva que es la gracia santificante, sería ella la que le pediría de beber a Jesús. Entonces, Jesús, al ser el Hombre-Dios, es la Fuente Increada del Agua de la vida, la gracia santificante, que ha venido a este mundo para saciar la sed que de Dios tiene toda alma, desde el momento en que toda alma es creada por Dios. Al ser creada por Dios, el alma es creada para Dios, para saciarse en Él y es por eso que el alma padece de sed ardiente del Dios Verdadero, desde el momento en que es creada y el Único que puede satisfacer esta sed, es el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth, porque Él es la Fuente del Agua viva, Él es la Gracia Increada y la fuente de toda gracia participada.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. La sed corporal, que se sacia con el agua terrena, es figura de la sed espiritual, de la sed de Dios que toda alma tiene, desde el momento mismo en que es creada. Esa sed espiritual sólo puede ser saciada por Dios mismo en Persona y es esta sed la que Jesús ha venido a calmar, al darnos la gracia santificante. Quien recibe el Agua viva de Jesús, la gracia que viene a través de los sacramentos, no vuelve a tener sed del Dios Verdadero, porque al estar en gracia, su corazón se convierte en una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. No sucede así con quienes pretenden saciar la sed de Dios con dioses falsos, con cualquier dios que no sea Cristo Jesús: estos tales sufren de sed espiritual, porque no tienen el Agua viva que es la gracia, la que Jesús nos conquista con su sacrificio en cruz.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. Los católicos somos los seres más afortunados del mundo, pues hemos recibido, con el Bautismo Sacramental, no solo la verdadera fe, sino el Agua viva que brota del Costado traspasado de Jesús, la gracia santificante y es por eso que no tenemos sed de dioses falsos, porque nuestra sed de Dios se satisface sobreabundantemente con la gracia de Cristo Jesús. Si la mujer samaritana puede considerarse afortunada porque Jesús le reveló que Él era la Fuente del Agua viva, nosotros podemos considerarnos infinitamente más afortunados, porque por la gracia, ha convertido nuestros corazones en otras tantas fuentes de Agua viva que saltan hasta la eternidad. Con la gracia santificante, Cristo Jesús sacia nuestra sed de Dios, en el tiempo y en la eternidad y es por eso que el católico que vive en gracia, jamás tiene sed de Dios, porque su sed está saciada con la gracia y el Amor de Cristo Jesús.

“Mataron al heredero”


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“Mataron al heredero” (Mt 21, 33-43.45-46). La parábola de los viñadores homicidas está dirigida directamente a los fariseos y los sumos sacerdotes y es tan clara, que hasta ellos mismos se dan cuenta que se refiere a ellos: “Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos”. En efecto, la parábola se comprende mejor cuando se reemplazan sus elementos y personajes por elementos y personajes sobrenaturales. Así, el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es, primero la sinagoga, y luego la Iglesia Católica; los viñadores homicidas son los sumos sacerdotes y los fariseos; los enviados por el dueño de la viña, los cuales son golpeados e incluso hasta asesinados, son los profetas que anunciaban al Pueblo Elegido la pronta Llegada del Mesías; el heredero del dueño de la viña, que también es asesinado, es Dios Hijo encarnado, Cristo Jesús, que viene a este mundo a cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección, para rescatar y salvar a la humanidad entera. Puesto que es el heredero, es el dueño de la viña por derecho propio, es decir, Él es el Fundador de la Iglesia Católica; es la “Piedra angular” sobre la que se construye el entero edificio de la Nueva Iglesia del Nuevo Pueblo de Dios, que ya no son los hebreos, sino todos los que reciben el Bautismo Sacramental; el asesinato del heredero es la muerte en cruz de Jesús a manos de los sumos sacerdotes y de los fariseos: matan a Jesús porque no lo reconocen precisamente como al Hijo de Dios encarnado, Heredero del trono de Rey de cielos y tierra; el castigo a los viñadores homicidas es que se quedarán sin la viña -hasta el día de hoy, los hebreos no tienen sacrificio-, mientras que la viña será dada a otros arrendatarios -los gentiles que son incorporados a la Iglesia Católica-, que harán buen uso de ella.
“Mataron al heredero”. No son los sumos sacerdotes y los fariseos los únicos en “matar al heredero”: también nosotros volvemos a crucificar a Jesús y a darle muerte en cruz, toda vez que no lo reconocemos como al Mesías y Salvador de nuestras almas, prefiriendo el pecado antes que la gracia. Para no ser como los viñadores homicidas, hagamos entonces el esfuerzo de evitar el pecado, aun a costa de la propia vida, y de vivir en gracia hasta el último día de nuestra vida terrena, de modo de compartir por la eternidad la gloria del Heredero, Cristo Jesús.

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”


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“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Este Evangelio es rico en enseñanzas de toda clase. Podemos centrarnos en el hecho principal y es que el hombre rico se condena, mientras el hombre pobre se salva -es llevado al seno de Abraham-. Una primera enseñanza que nos deja el Evangelio es la existencia del Infierno, pues allí es adonde va el hombre rico luego de su muerte, aunque algunos Padres de la Iglesia afirman que en realidad se trata del Purgatorio, porque el hombre rico, ya muerto, tiene un gesto de bondad para con sus hermanos, ya que quiere que Abraham les avise de alguna manera que cambien de actitud: si hay bondad, no es el Infierno, porque en el Infierno desaparece todo rastro de bondad, hasta la más pequeña muestra, puesto que sólo hay odio. De todos modos, sea el Infierno o el Purgatorio, el hombre rico se encuentra en un lugar de intenso sufrimiento.
Una lectura superficial, racionalista y materialista de la parábola, puede llevar a una conclusión errónea, ya que puede hacer pensar que el hombre rico se condena por sus riquezas, mientras que Lázaro, el hombre pobre, se salva por ser pobre. Esta interpretación se encuentra en las antípodas de las enseñanzas de Jesús, puesto que el hombre rico no se condena por sus riquezas, sino por su egoísmo, porque teniendo él de sobra y estando Lázaro a las puertas de su casa, en vez de convidar a Lázaro con algo de lo que le sobraba, se desentiende totalmente de la suerte de su prójimo y se dedica a banquetear, es decir, a pasarla lo mejor que puede, dejando a Lázaro a su suerte. La causa de su condena no es su riqueza material, sino su egoísmo, avaricia y desentendimiento de su prójimo más necesitado. A su vez, Lázaro no se salva por ser pobre, sino por soportar con paciencia y humildad las calamidades que le sobrevienen -está solo, enfermo, sin un centavo-; además, en relación a Dios, no sólo no lo hace culpable de su estado, como muchos en la situación de Lázaro sí lo hacen, sino que da gracias a Dios por los males que recibe, los cuales le sirven para expiar en la tierra sus pecados. Entonces, Lázaro se salva, no por su pobreza, sino por su paciencia, su humildad y su amor a Dios, además de su aceptación piadosa de las tribulaciones que le toca vivir; además, Lázaro demuestra amor a su prójimo, ya que no guarda rencor ni enojo contra el hombre rico que banqueteaba pero que no le hacía partícipe de sus bienes.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. La parábola nos enseña que no son las riquezas materiales en sí las que condenan, sino el egoísmo, la avaricia y el despreocuparse de la suerte del prójimo más necesitado y que no es la pobreza la que salva, sino el sufrir con paciencia las tribulaciones de esta vida, dando gracias a Dios incluso por los males recibidos, como hizo Lázaro. Cualquier otra interpretación, está fuera de la interpretación católica de la parábola.

“Lo condenarán a muerte”




“Lo condenarán a muerte” (Mt 20, 17-28). Jesús revela proféticamente su misterio de Muerte y Resurrección a sus discípulos: “El Hijo del hombre será entregado, lo condenarán a muerte, lo crucificarán y al tercer día resucitará”. Frente a este anuncio de la Pasión, hay dos reacciones distintas entre los discípulos: por un lado, la madre de los Zebedeos y sus hijos y, por otro, el resto de los discípulos. Los primeros, se muestran dispuestos a compartir las penas y amarguras de la Pasión de Jesús, con tal de alcanzar el Reino de los cielos; los segundos, se enojan con los primeros porque piensan al modo humano y creen que los hijos de Zebedeo están buscando ventajas de poder, como sucede entre los seres humanos.
          Las dos reacciones, frente al anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, representan las reacciones de todos los hombres hasta al fin de los tiempos, cuando se les comunica el misterio pascual de Jesús: unos, como los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- reaccionan sobrenaturalmente, es decir, comprenden que la muerte de Jesús en la Cruz se trata de un misterio celestial y el único camino para acceder al cielo; otros, como el resto de los discípulos, ven sólo lo que sus estrechas razones humanas les permiten ver y es nada más que la disputa por un poco de poder terreno. En todo tiempo de la historia se han producido estas dos clases de reacciones, la primera, la de la aceptación de la Pasión y Muerte de Jesús como único camino para entrar en el Reino de Dios, ha forjado y generado santos a lo largo de los siglos; la segunda, ha generado cristianos racionalistas, incapaces de ver más allá del estrecho límite de comprensión de sus razones humanas, lo cual los ha llevado a vivir no la santidad, sino un cristianismo racionalista, privado de todo misterio sobrenatural.
          También nosotros nos encontramos ante la misma disyuntiva y de nosotros depende que aceptemos el misterio pascual de Cristo, de modo sobrenatural y así vivamos nuestra vida terrena, de cara a la eternidad, o sino nos queda reaccionar de modo que rebajemos el misterio de Cristo a lo que podemos comprender, quitando todo vestigio de sobrenaturalidad a nuestra religión y viviendo un cristianismo racionalista, que no es el cristianismo de Cristo.

miércoles, 4 de marzo de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



(Domingo II - TC - Ciclo A – 2020)

         “Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor ante la presencia de Pedro, Santiago y Juan. Este resplandor de Jesús comprende toda su persona y humanidad: “Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. El rostro resplandeciente como el sol y sus vestidos como la luz: para entender mejor el alcance y significado de la Transfiguración, hay que tener en cuenta que en el Antiguo Testamento la luz era sinónimo de la gloria de Dios; de esta manera, el resplandecer de luz de Jesús, en su rostro, en su humanidad, en su vestimenta, es el resplandecer de la gloria de Dios, así como la gloria de Dios resplandece en el cielo. Podemos decir que en ese momento el Monte Tabor se convirtió, para Pedro, Santiago y Juan, en el cielo en la tierra, porque estuvieron delante de Dios que resplandecía ante ellos, así como resplandece en el cielo ante los bienaventurados. Y aquí viene otra consideración que hay que hacer para también entender el alcance de la Transfiguración: la luz con la que resplandece Jesús no es una luz natural ni artificial, ni viene de fuera de Él: es una luz que brota de su interior y se trasluce hacia el exterior, es la luz de su Ser divino trinitario que en sí mismo es luz indeficiente, luz eterna e infinita, celestial y sobrenatural. Jesús resplandece no porque alguien lo ilumine, sino que Él es la Luz Inaccesible, luz eterna, que ilumina y da vida divina a quien ilumina.
          Por último, la escena del Monte Tabor no puede no ser contemplada con otra escena, la escena del Monte Calvario, en donde Jesús no es cubierto de luz divina, sino que es cubierto con su propia Sangre, que es también divina, porque es la Sangre del Cordero. No se puede contemplar la Transfiguración del Señor en el Tabor si no se lo contempla a Nuestro Señor crucificado en el Monte Calvario. En ambos montes resplandece la gloria divina: en el Monte Tabor, en forma de luz; en el Monte Calvario, en forma de Sangre, pero en los dos, es la gloria divina la que resplandece ante quien la contempla, sea como luz o como sangre.
         “Su rostro resplandecía como el sol”. El altar eucarístico puede ser llamado, con justa razón, el Nuevo Monte Tabor, porque en la Eucaristía Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, puesto que se encuentra allí resucitado y glorioso; pero también puede ser llamado el Nuevo Monte Calvario, porque en el altar Jesús renueva de modo sacramental e incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, dejándonos para beber su Sangre gloriosa en el cáliz eucarístico. Quien asiste a la Misa y contempla, en el misterio de la liturgia tanto el Calvario como el Tabor, es iluminado y vivificado por la luz de la gloria divina.

“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”




“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Ser cristianos es exigente, porque se trata de seguir y de vivir las enseñanzas de Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth. Y una de esas exigencias es “ser mejores que escribas y fariseos”, quienes se guiaban por la Ley del Antiguo Testamento; el cristiano se guía por la Ley del Nuevo Testamento, que es la ley de la caridad, de la paciencia, de la mansedumbre. Jesús pone un ejemplo y es uno relativo al prójimo que es nuestro enemigo: en el Antiguo Testamento, bastaba con “No matar”, para cumplir con la ley; ahora, a partir de Cristo, ya no basta con no sólo “no matar” al prójimo enemigo, sino que incluso quien se enfada contra él, ya merece un castigo del cielo. Por eso el mandato del Señor de “amar a los enemigos”, que es una perfección inédita de la antigua ley del Talión, que prescribía el “ojo por ojo y diente por diente”.
“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. La razón de esta mayor exigencia de vida para el cristiano es la gracia, porque por la gracia el alma está ante la Presencia de Dios Trino y, todavía más, Dios Trino viene al alma e inhabita en el alma en gracia, de manera que el alma en gracia se encuentra ante Dios Trino, aquí en la tierra, así como los bienaventurados se encuentran ante Dios Trino en el cielo. Es por esta razón, por esta Presencia de Dios Trino en el alma, que el alma debe ser perfecta y lo será en la medida en que viva en gracia y cumpla los Mandamientos de Nuestro Señor Jesucristo.

“Pedid, llamad, buscad”




“Pedid, llamad, buscad” (Mt 7, 7-12). Para quien necesite ayuda o alguna gracia del cielo, Jesús nos anima a “pedir, llamar y buscar” y para alentarnos todavía más, pone como ejemplo no solo la bondad divina, sino ante toda la bondad humana. En efecto, dice Jesús que si un hijo pide pan, su padre no le dará una piedra y si le pide pescado, no le dará una serpiente. Agrega que si esta bondad y esta respuesta a la petición se da entre humanos, que por el pecado tendemos al mal y hacemos el mal, cuánto no se dará esta respuesta de bondad de parte de Dios, que es la Misericordia y la Bondad Increadas: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”.
“Pedid, llamad, buscad”. Muchas veces nos quejamos por cómo nos va en la vida, por las tribulaciones y angustias que debemos pasar, pero lo que sucede es que hemos olvidado estas palabras de Jesús: “Pedid, llamad, buscad”. Debemos pedir, debemos llamar, debemos buscar, y seremos escuchados en nuestras peticiones y recibiremos toda clase de dones y de gracias de parte de Dios nuestro Padre. Por último, ¿dónde pedir, llamar y buscar para ser escuchados? En ninguna otra parte más que allí donde está el Rey de cielos y tierra, el Señor de señores, Cristo Jesús en la Eucaristía. Debemos pedir, llamar y buscar postrados ante el sagrario.

martes, 3 de marzo de 2020

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa



          La oración del Padrenuestro tiene la particularidad de que se vive mientras se confecciona el Santísimo Sacramento del altar, es decir, se vive mientras se celebra la Santa Misa. Esto es así para cada uno de sus enunciados:
          “Padre nuestro que estás en los cielos”: en la oración del Padrenuestro nos dirigimos a Dios como nuestro Padre, mientras que en la Misa Dios Padre viene a nosotros o, mejor, nosotros somos llevados ante su Presencia, desde el momento en que el altar se convierte en una parte del cielo, en donde reside Dios Padre.
          “Santificado sea tu Nombre”: en el Padrenuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado, mientras que en la Santa Misa ese nombre es santificado y glorificado por el Hombre-Dios en Persona, quien renueva sobre el altar el Santo Sacrificio de la Cruz.
          “Venga a nosotros tu Reino”: en el Padrenuestro pedimos que el Reino de Dios venga a nosotros, mientras que en la Santa Misa, más que venir el Reino de Dios, viene el Rey de ese Reino, Cristo Jesús, oculto en la Eucaristía.
          “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”: en el Padrenuestro pedimos que se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra y esa petición se cumple en la Santa Misa, renovación del Sacrificio de la Cruz, porque es voluntad del Padre que Jesucristo muera en la Cruz para nuestra salvación.
          “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos por el pan cotidiano, que alimenta el cuerpo, mientras que en la Santa Misa recibimos, por el misterio de la transubstanciación, el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía.
          “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en la Santa Misa se cumple esta petición, porque Dios nos perdona en el Sacrificio de Cristo, al tiempo que nos da las fuerzas, en la Eucaristía, para perdonar a nuestros enemigos, como Dios nos perdona a nosotros.
          “No nos dejes caer en la tentación”: en la Santa Misa se cumple esta petición, porque en la Eucaristía recibimos la gracia más que suficiente para no sólo no caer en tentación, sino para vivir en estado de gracia hasta el día de nuestra muerte.
          “Y líbranos del mal”: en la Santa Misa se cumple a la perfección esta petición, porque con su omnipotencia y santidad divina, Cristo Jesús en la Eucaristía no sólo vence al mal en persona, el demonio, sino que se nos da Él en la Eucaristía, que es la santidad Increada.
          Por todas estas razones, el Padrenuestro no sólo se reza, sino que se vive en la Santa Misa.