(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2018)
“Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Jesús sale de Jericó y un
ciego, llamado Bartimeo, hijo de Timeo, al “oír que era el Nazareno”, se puso a
gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Jesús lo hace llamar y le
pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide que le
devuelva la vista: “Maestro, que pueda ver”. En el mismo instante, Jesús le
concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista y diciéndole: “Ve, tu fe
te ha curado”.
En este pasaje podemos meditar en dos elementos: por un lado, el milagro en sí mismo; por otro lado, lo que el
milagro simboliza. En cuanto al milagro en sí mismo, se trata de un milagro de
curación corporal, por medio del cual Jesús le devuelve la vista a un ciego. No
se dice si era ciego de nacimiento o no; pero sí que era ciego, es decir, que
no podía ver a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Con su poder
divino, Jesús cura al instante la ceguera, restableciendo todos los tejidos
dañados del aparato ocular y permitiendo al ciego tener una visión normal. Algo
que se destaca en el ciego es su fe en Jesús: ya había oído hablar del
Nazareno, de sus milagros y había deducido que si Jesús no fuera Dios en
Persona, no podría hacer los milagros que hacía. Movido por esta fe, es que
acude a Jesús y es esta fe pura en Jesús en cuanto Dios, lo que lo ayuda a
obtener lo que desea, la visión corporal, tal como se lo dice Jesús: “Ve, tu fe
te ha curado”. En agradecimiento, el Evangelio dice que el ciego, desde ese
momento, se hizo cristiano, es decir, comenzó a seguir a Jesús. El otro aspecto
que podemos ver en el milagro es su simbolismo: el ciego, el que vive en
tinieblas, representa a la humanidad caída en el pecado original y por lo
tanto, envuelta en tres tipos de tinieblas distintas: las tinieblas del pecado,
las tinieblas de la ignorancia y las tinieblas vivientes, los ángeles caídos.
Estas tinieblas son las descriptas por el Evangelista Lucas, en el Cántico de
Simeón y son las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el
Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas, en sombras
de muerte”. Las tinieblas son el pecado, la ignorancia y las “sombras de
muerte”, es decir, las tinieblas vivientes, los demonios. El hombre caído en el
pecado original, sin la gracia santificante que le comunica la vida y la luz de
Dios, vive inmerso en estas tinieblas y vive en estas tinieblas hasta el
momento en que Jesús, el Dios que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, lo
ilumina con su luz divina. Mientras Jesús no ilumina al alma, esta permanece,
irremediablemente, envuelta en “tinieblas y sombras de muerte”. El único que
puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para
siempre a las tinieblas del Infierno, es Cristo Jesús quien, en cuanto Dios, es
Luz divina, tal como Él se auto-proclama: “Yo Soy la luz del mundo”. Puesto que
Jesús es la Luz divina que vence a las tinieblas en las que estamos inmersos
–aun cuando seamos capaces de ver con los ojos corporales-, es a Él y sólo a Él
a quien debemos recurrir si queremos recuperar la visión sobrenatural de los
misterios de la fe, además de vernos libres de las tinieblas del pecado, del
mal y de la ignorancia. Y puesto que Jesús está en la Cruz y en la Eucaristía,
es a la Cruz y a la Eucaristía adonde debemos acudir, postrados de rodillas y
con el corazón contrito, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la
Jerusalén celestial.
“Maestro, que yo pueda ver”.
Lo mismo que le pide el ciego Bartimeo, le pedimos nosotros a Jesús: “Jesús,
Luz de Dios, disipa las tinieblas espirituales en las que estoy inmerso y haz
que pueda ver, con los ojos del alma, el misterio de tu Presencia Eucarística,
de manera que pueda seguirte por el Camino Real del Calvario en esta vida y así
alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.