Cuando se contempla el Pesebre de Belén, parece una típica
escena familiar palestina de hace veinte siglos: una madre, un hijo recién
nacido, un padre. La particularidad es que el niño ha nacido en una gruta, en
un refugio para animales, por lo que el grupo familiar, además de encontrarse
en este particular lugar, está rodeado por los “propietarios” del lugar, los dos
mansos y humildes animales, el buey y el asno. Sin embargo, la “típica escena
familiar palestina de hace veinte siglos”, esconde, a la par que revela,
secretos admirables, provenientes de la eternidad misma de Dios Trino; secretos
que escapan a la mente humana y angélica, por ser tan altos, tan sublimes, tan fascinantes
y tan majestuosos. La madre no es una madre más entre tantas: es Madre y
Virgen, porque es la Virgen profetizada por Isaías[1],
la señal dada por Dios en Persona: “he aquí el Señor os dará una señal: una
Virgen concebirá y dará a luz un hijo (…) será llamado “Emmanuel”, “Dios con
nosotros”; el Niño no es uno más entre tantos, sino Dios Hijo en Persona, como
lo había anunciado el Ángel a la Virgen: “El poder del Altísimo te cubrirá (…)
concebirás y darás a luz un hijo, que será llamado “Hijo del Altísimo”” y por
eso el Niño es Niño Dios; por último, el padre de este niño, no es un padre más
entre tantos: San José es el padre adoptivo del Niño Dios, elegido por el
Eterno Padre debido a su santidad, a su pureza, a su castidad, para que eduque
y cumpla la función de padre terreno de su Hijo Eterno encarnado. San José es
padre adoptivo del Niño Dios, y es esposo meramente legal de la Virgen y Madre,
porque en la concepción del Niño no intervino varón alguno, puesto que el Niño
es Dios Hijo y fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, en el seno
virgen de María Santísima. La escena familiar palestina de hace veinte siglos,
revela un secreto sorprendente: es la Sagrada Familia de Nazareth, en donde
todo es santo, porque todo está centrado en el Niño del Pesebre, Jesús, el Niño
Dios.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
miércoles, 31 de diciembre de 2014
martes, 30 de diciembre de 2014
Octava de Navidad 6 2014 Los Magos
Los Reyes Magos vienen de lejos a adorar al Niño del
Pesebre. No se trata de una visita de cortesía; no se trata de una “embajada
cultural”, al estilo de las que suelen hacer los delegados de los países para
con los representantes de otros países; no se trata de una visita por
curiosidad: los Reyes Magos van a “adorar” al Niño del Pesebre de Belén, y lo
van a adorar, porque saben, en sus corazones, que ese Niño no es un niño humano
más, entre tantos, sino el Niño-Dios; saben, porque han sido iluminados por el
Espíritu Santo, que ese Niño es Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo
para, precisamente, encarnarse y ofrecer su Cuerpo como ofrenda Preciosísima,
en rescate por la humanidad. Los Reyes Magos han sido avisados por medios
sobrenaturales, acerca del Nacimiento y han sido guiados por la Estrella de
Belén, quien los ha conducido al lugar exacto del Nacimiento; la Estrella de
Belén no solo es una estrella material, física, real, que se desplaza en el
cosmos, guiando a los Magos, sino que es también el símbolo de la gracia
interna que, iluminando las mentes y los corazones de los Magos de Oriente, les
concede el conocimiento sobrenatural acerca del Niño del Pesebre -conocimiento
que les hace saber que el Niño es Dios Hijo encarnado-, y enciende sus
corazones en el ardor del Amor celestial a ese Dios hecho Niño que, por amor y
solo por amor, ha venido a este mundo para rescatar al hombre, que vive “en
tinieblas y en sombras de muerte”. Los Reyes Magos, que son príncipes y nobles
y por esto son Reyes, y son sabios y letrados, y por esto son Magos, son
ennoblecidos e ilustrados de modo sobrenatural por la gracia santificante, que al
iluminar sus mentes y sus corazones, les hace partícipes del conocimiento y del
amor sobrenatural que el mismo Dios experimenta por sí mismo, y este es el
motivo por el que los Magos aman y adoran al Niño como a su Dios, y no como a
un mero niño más. Y por esto mismo es que, al visitar al Niño, le llevan sus dones,
con los cuales reconocen su reyecía –oro-, su mesianidad –mirra- y su divinidad
–incienso-.
Al igual que los Reyes Magos, también nosotros, iluminados
por la fe de la Iglesia y guiados en nuestros corazones por la luz de la gracia
santificante, adoremos al Niño Dios, el Niño del Pesebre de Belén, que está
Presente, glorioso y resucitado en la Eucaristía, en donde prolonga su
Encarnación y puesto que no tenemos oro, mirra ni incienso, le ofrezcamos,
postrándonos a sus pies, nuestros pobres dones: el oro de nuestras buenas obras,
la mirra de nuestro amor y el incienso de nuestra adoración.
Octava de Navidad 5 2014 La Madre del Niño del Pesebre
La Madre del Niño del Pesebre no es una madre más entre
tantas: es la Madre de Dios, porque su Niño es Dios Hijo encarnado; en su
concepción virginal, no hubo intervención alguna de varón, sino que fue
concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. La Madre del Niño del Pesebre
es, por eso mismo, al mismo tiempo, Virgen y Madre, porque sin perder su
virginidad, concibió y dio a luz, milagrosamente, al Niño Dios, Dios Hijo encarnado.
La Madre es Aquella Mujer del Génesis, Enemiga de la Serpiente Antigua, cuya
descendencia habría de aplastarle su orgullosa cabeza; la Madre del Niño del
Pesebre es la Mujer de los Dolores que, al pie de la cruz, a la par que consuela
a Dios Hijo, que agoniza y muere en medio de los terribles dolores de la
crucifixión, para salvar a los hombres, al mismo tiempo, se convierte, por
mandato divino, en Madre adoptiva y espiritual de toda la humanidad, adoptando
en el Apóstol Juan a todos los hombres, por pedido postrero del Corazón de
Jesús, que quiere ver salvados a todos los hombres descarriados, y para eso les
da a su Madre como a Madre adoptiva; la Madre del Niño de Belén es la Mujer
revestida de sol del Apocalipsis, y está revestida de sol porque está
inhabitada por el Sol de justicia, Jesucristo, que por ser Dios, es la Gracia
Increada y la Gloria divina en Persona, y por eso es Luz y por inhabitarla con
su luz, se irradia desde la Virgen, y así la Virgen, emitiendo la Luz eterna,
Jesucristo, es la señal que aparece en los cielos, dada por la Trinidad, de que
Dios ha venido carne para salvar al mundo por el sacrificio de la cruz; finalmente,
la Madre del Niño del Pesebre es la Madre de la Iglesia que, así como estuvo al
lado de la cuna en el Pesebre de Belén y así como estuvo al pie de la cruz en
el Calvario, así está, de pie, en el altar, en la Santa Misa, en la renovación
sacramental del santo sacrificio de la cruz, para dar, a sus hijos adoptivos,
el alimento del alma, la Eucaristía, el Pan de Vida eterna, su Hijo Jesús, el
Niño de Belén.
Etiquetas:
Madre de Dios,
Madre del Niño del Pesebre,
Mujer de los Dolores,
Mujer del Apocalipsis,
Mujer del Génesis,
Virgen y Madre
domingo, 28 de diciembre de 2014
Octava de Navidad 4 2014 El Niño de Belén
El Niño de Belén. Los ángeles les habían dicho a los
pastores que la señal de que les había nacido un Salvador, sería que
encontrarían a un Niño recostado en un pesebre: “os ha nacido hoy, en la ciudad
de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal:
hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). La señal de que ha llegado
a los hombres un Salvador, es un Niño recién nacido, recostado en un pesebre. Sin
este anuncio angélico y sin mediar el conocimiento de la fe, quien observa la
escena del Pesebre de Belén, ve solamente a un niño, uno más entre otros,
rodeado por su madre y su padre.
Sin
embargo, ese Niño no es un niño más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra consubstancial del Padre,
la Luz eterna que procede eternamente del seno eterno del Padre, que es el
origen y la Fuente Increada de la luz, por eso es que en el Credo, la Iglesia
proclama su fe de esta manera: “Dios de Dios, Luz de Luz”; el Niño recostado en
el Pesebre es Dios en Persona, Dios Hijo en Persona, no un niño más entre
tantos, porque es el cumplimiento de las profecías mesiánicas: “Una Virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios
con nosotros” (Is 7, 14).
Y
cuando el Ángel Gabriel le anuncia a María la Encarnación, el evangelista dice
explícitamente que se trata de la realización de esta promesa: “Todo sucedió
para que se cumpliera la profecía: una virgen concebirá y dará a luz un hijo,
que será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”. Este Niño es el
cumplimiento de la promesa dada por el mismo Dios en Persona, al inicio de los
tiempos, inmediatamente después de la caída de Adán y Eva: es “la descendencia de
la Mujer –la Virgen- que le “aplastará la cabeza” a la Serpiente Antigua, el
Gran Orgulloso y Soberbio: Y pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu
simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el
calcañar” (Gn 3, 15).
Ese
Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerque, en busca de ternura
y amor, como hace todo niño recién nacido, es Dios Hijo en Persona, es quien
extenderá luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad y
conducirla al seno del eterno Padre. Ese Niño, que nace en Belén, “Casa de Pan”,
es quien donará luego, en la cruz primero y en la Santa Misa después, su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como Pan de Vida eterna, como Pan
Vivo bajado del cielo, como Eucaristía. Ese Niño, a quien van a adorar los
pastores y los Magos, es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía y que en la Eucaristía se dona como el Verdadero Maná bajado del
cielo.
La
contemplación del Niño de Belén no puede nunca quedar en un mero recuerdo de un
hecho pasado, porque ese Niño de Belén, llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”,
por los profetas, por los ángeles y los santos, es también en la Eucaristía el “Emmanuel”,
“Dios con nosotros”, un Dios que, así como en el Pesebre extendía sus bracitos
de niños como signo de su deseo de abrazarnos y darnos su Amor, en la
Eucaristía nos entrega realmente todo
el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.
viernes, 26 de diciembre de 2014
La Sagrada Familia de Jesús, María y José
El Nacimiento del Niño Dios
convierte, al matrimonio meramente legal de María y José, en familia, la “Sagrada
Familia de Nazareth”. La Iglesia propone, para su contemplación e imitación, a
esta Sagrada Familia, y la propone como modelo para toda familia cristiana.
¿Cuál es la razón por la que esta Sagrada Familia es modelo? Porque en esta
familia, todo es santo y todo es santo, porque todo gira en torno a Jesucristo,
todo está centrado en Jesucristo y al estar todo centrado en Jesucristo, todo
es santo, porque es Él quien todo lo santifica: la madre de esta familia es
santa, porque la Virgen ha sido concebida en gracia e inmaculada, en virtud de
los méritos de la Pasión de su Hijo y por es Virgen Santísima, y es Madre al
mismo tiempo, pero como es Madre de Dios –en la concepción del Niño Dios no
hubo intervención de varón, pues Jesús es el Hijo de Dios, concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo y nacido de María, Madre y Virgen-, es Madre
Santísima, porque la Madre de Dios no puede tener ni la más mínima impureza de
la malicia del pecado; San José, el Padre adoptivo del Niño y esposo meramente
legal de la Virgen, es el varón casto, puro y santo, porque él también está
inhabitado por el Espíritu Santo, para cumplir esta doble función que le ha
sido encargada por la Trinidad: la de ser esposo meramente legal de la Virgen y
la de ser el padre humano y adoptivo del Hijo Eterno del Padre; San José es el
padre humano que habrá de cuidar y enseñar a su Hijo, que es Dios, como hace
todo padre humano con sus hijos, y así reemplaza a Dios en su función de padre
en la tierra; por último, el Hijo de esta familia, Jesús, también es santo, es
Dios Hijo, tres veces santo y fuente de toda santidad.
Entonces, todo en esta familia está centrado en Jesucristo,
que es Dios Hijo encarnado; todo tiende a Él y de Él brota toda paz, toda
gracia, toda alegría y todo amor, por eso la Sagrada Familia es modelo de amor
a Jesucristo para toda familia cristiana y así es el modelo de cómo deben ser
los padres y los hijos cristianos. Si los padres quieren aprender cómo tratar a
sus hijos según la Ley del Amor de Dios, solo tienen que contemplar a la Sagrada
Familia; si los hijos quieren aprender cómo amar a los padres en la Ley del
Amor de Dios, todo lo que tienen que hacer, es contemplar al Hijo de esta
familia, Jesús, para imitarlo.
En
esta familia, todo lo que es humano está santificado por la gracia, y lo
divino, lo que viene del cielo, que es el Hijo de esta familia, Jesús, está
unido indisolublemente a lo humano y santifica todo lo humano, de manera tal
que las pequeñas cosas de todos los días y las relaciones y el trato entre los
integrantes de esta Familia Santa, están permeadas y respiran santidad y amor
de Dios. Así, la Sagrada Familia es modelo para todas las familias que quieran vivir
en la paz, en la alegría, en el amor y en la santidad de Dios.
Todos y cada uno de los integrantes de esta Sagrada Familia,
son modelos insuperables de santidad: la madre de esta familia, la Virgen, es
Madre de Dios, y es modelo de maternidad para toda madre, porque la Virgen amó
y acompañó a su hijo desde la Encarnación, hasta su muerte en cruz, así como
fue también la primera en contemplar a su Hijo resucitado.
San José es modelo de esposo casto y de padre de familia: de
esposo casto, porque su matrimonio con la Virgen fue meramente legal, y de padre
de familia, porque hasta su muerte, que ocurrió antes que Jesús saliera a
predicar, fue esposo y padre ejemplar, cuidando de la Sagrada Familia con toda
dedicación y con todo el amor de su casto y santo corazón. José es así modelo
para todo padre cristiano, pero es también modelo para todo cristiano en su
relación con Jesús, en su trato cotidiano con el Verbo de Dios encarnado, en
un doble aspecto: la cotidianeidad en el trato con Jesús y la contemplación del
misterio de saber que ese Jesús al que trata todos los días como a su hijo,
como hace cualquier padre con su hijo, es Dios encarnado, que se hace hombre
sin dejar de ser Dios.
José
es modelo entonces para todo cristiano en su relación con Jesús, porque si bien
José educa y cuida a su Hijo con el amor de padre, no puede, al mismo tiempo, dejar
de considerar y de asombrarse por el misterio insondable que significa que ese
Niño, ese Joven, al que él educa como a su Hijo, es Dios Hijo y se ha
encarnado y vive en el tiempo y en el espacio; es decir, José, aún viviendo la
rutina de todos los días en el trato con su Hijo, no deja de contemplar el
misterio sagrado que se encierra en este Niño, en este Joven, que es su Hijo,
pero que es a la vez su Creador, su Dios y su Padre. Así, José es modelo para
la relación del cristiano con la Eucaristía: la cotidianeidad no debe ocultar
ni opacar el misterio insondable que significa que la Eucaristía es Dios Hijo
encarnado, glorioso y resucitado, que se dona con todo su Ser trinitario y con
todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Al igual que San José, el
cristiano no puede nunca “acostumbrarse” rutinariamente a su trato y no puede,
tampoco, dejar de asombrarse y maravillarse por el Don Eucarístico, que es el “Emmanuel”,
“Dios con nosotros”, bajo las apariencias de pan.
A su vez, Jesús, el Niño Dios, es modelo y ejemplo
insuperable para todo niño y para todo joven en la relación para con sus padres,
relación que debe estar basada en el amor filial y que se encuentra establecida en el
Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”, porque la honra se basa en el
amor. El amor de Jesús hacia sus padres terrenos, la Virgen y San José, se
demuestra y se vive en las relaciones de todos los días: en el trato cariñoso y en la obediencia
filial basada en al amor –por ejemplo a la Virgen la acompañaba al mercado, a comprar
los alimentos con los cuales habrían de preparar la comida de todos los días, y
esto lo hacía con amor-, en la colaboración alegre y esforzada en las tareas
hogareñas -y también en el trabajo, puesto que ayudaba a San José en el taller de carpintería, y esto, desde muy pequeño-, en el don del cariño, de la sonrisa, de la amabilidad y de la
ternura hacia sus padres.
Además,
Jesús, el hijo de esta familia, es modelo ideal de hijo, porque no solo nunca
ni siquiera tuvo ni el más pequeñísimo gesto de impaciencia para con sus
padres, sino que, llevado por el amor a ellos, ofrendó su vida en la cruz por
sus padres, por la Virgen y por San José, su padre adoptivo. Por ese motivo, es
modelo ideal de hijo para todo hijo que desee amar a sus padres con el Amor
mismo de Jesús.
La
Sagrada Familia ofrece a su Hijo, para el sacrificio de la cruz y como Pan de
Vida eterna, y así es ejemplo para toda familia cristiana que, por un deber de
justicia, debe consagrar sus hijos a Dios, para que cumplan la Voluntad de Dios
en sus vidas –sea en el matrimonio, sea en la vida consagrada-, así como lo
hizo la Sagrada Familia de Nazareth, que consagrando su Hijo a Dios, al nacer,
en la ceremonia de la Presentación del Niño, donó a su Hijo, primero en la cruz
y luego y luego en la Santa Misa, para
la salvación del mundo.
Así
como en la Familia Santa de Nazareth todo es santo, así también en la familia
católica, todos sus integrantes deben ser santos, y esta santidad inicia con la
gracia santificante que se otorga en los sacramentos –en este caso, el
Bautismo, el Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía- y esta santidad, la
obtiene la familia católica viviendo en gracia santificante, recurriendo al
sacramento de la confesión y obrando la misericordia según sus posibilidades
como núcleo familiar.
La
Iglesia propone entones la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth,
para su imitación y ejemplo para que la familia cristiana no solo no tenga como
meta objetivos mundanos, propios de quienes no conocen a Jesucristo, sino para
que alcance la meta final, para la cual Dios la ha puesto en esta vida: entrar
en comunión de vida y amor con la Familia Divina, las Tres Personas de la
Santísima Trinidad, en los cielos.
Octava de Navidad 3 2014 Los pastores
Los primeros destinatarios del mensaje más trascendente de
la historia de la humanidad son, paradójicamente, unos pastores, es decir,
hombres iletrados, incultos, que apenas si sabían las reglas mínimas de la
lecto-escritura de su época. ¿Por qué los ángeles eligen a los pastores, a
quienes ubicaríamos, en nuestros días, casi en la escala de la indigencia? Obviamente,
estaba dentro de los planes de Dios, pues los ángeles de Dios no toman
decisiones autónomas, independientes de la Voluntad Divina. Sin embargo, la
pregunta queda todavía sin responder: ¿por qué los ángeles eligieron a los
pastores y no a hombres más cultos, más intelectuales, más capaces incluso
desde el punto de vista humano? Porque Dios no mira ni juzga exterior y
superficialmente, como hacemos los hombres, y sí en cambio, juzga, porque ve
como a plena luz del día, puesto que es su Creador, al corazón del hombre;
entonces, los ángeles eligen a los pastores, para comunicarles la noticia más
trascendente de la humanidad, debido a que, a pesar de su escasa o nula
cultura, humanamente hablando, sus corazones son nobles, sinceros, transparentes,
y están abiertos a la Verdad y a la Gracia Increada que provienen del cielo. Precisamente,
es la docilidad a la gracia, lo que los prepara y los habilita para escuchar y
aceptar, con fe y con amor, el mensaje angélico, sin anteponer el orgullo de
sus propios razonamientos. Esto es lo que explica que, cuando los ángeles les
comunican el mensaje del Nacimiento, ninguno interpone sus propios
razonamientos, ni cuestiona lo que le ha sido comunicado de parte de la Divina
Sabiduría y del Divino Amor: todos, sin excepción, escuchan el mensaje y lo
aceptan con fe y con amor, para luego encaminarse a adorar a su Dios y Señor
que ha nacido de una Madre Virgen y se ha aparecido como un Niño recién nacido.
Sin embargo, no es la ausencia o presencia de “ciencia humana” lo que determina
la elección de los pastores, sino la ausencia de soberbia, la presencia de
humildad y la docilidad a la gracia. Esto quiere decir que un gran científico,
de inteligencia brillante, si es humilde y dócil a la gracia podría, con toda
tranquilidad, recibir el mensaje angélico; lo que imposibilita la recepción del
mensaje es la soberbia del espíritu.
Esta docilidad inicial a la gracia, aumenta aún más la
gracia en el alma, de modo que, a medida que los pastores se acercan al
Pesebre, sus rudos intelectos y al mismo tiempo, sus nobles y puros corazones, ven
acrecentar tanto el conocimiento como el amor sobrenatural a ese Niño que yace
en un pesebre, al punto que, cuando se acercan, los pastores no caben en sí del
gozo, de la admiración y del estupor, que les provoca la contemplación de un
Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, y se postran en adoración ante el Niño
Dios.
Docilidad a la gracia, humildad de corazón, inteligencia
ruda pero abierta a la Verdad: son todas virtudes necesarias para poder contemplar
el misterio del Niño Dios, y amarlo y adorarlo, tal como lo hicieron los
pastores. Ahora bien, estas virtudes no las enseñan los maestros humanos, sino
el Divino Maestro, el Espíritu Santo.
Octava de Navidad 2 2014 – Qué simbolizan el Pesebre de Belén y los animales, el buey y el asno
El Pesebre de Belén y los animales. El Niño Dios nace en un
pobre portal de Belén. El Dios de majestad
infinita, Creador de cielos y tierra, Creador del Universo visible e
invisible, el Dueño de las almas, nace en una gruta excavada en la roca, una
gruta oscura, fría, carente de toda belleza y atractivo, tal vez una formación
natural, apenas modificada por el hombre para que sirva de refugio a los
animales, un buey y un asno. Una gruta carente de todo atractivo y belleza,
refugio de animales, oscura y fría, la cual, sin embargo, se convierte en un
precioso refugio ante la inminencia del parto, por un lado, y ante el
imprevisto rechazo que María y José, con el Niño a punto de nacer, reciben de
las ricas posadas de Belén. Como dice el Evangelio, en estas posadas,
iluminadas, ubicadas en el centro del pueblo, bien amobladas, calientes, con
servicio de comida, es decir, ricas y bien preparadas, “no tienen lugar para
ellos”. En estas posadas, ricas y bien preparadas con toda clase de
comodidades, “no tienen lugar” para María, José, y el Niño que viene en camino.
En estas posadas, colmadas de gentes despreocupadas, que comen y beben sin
pensar en el mañana, que bailan al compás de la música y ríen a carcajadas, no
hay lugar para la Virgen, que trae al Niño Dios. Si bien se trata de "posadas ricas", en contraposición al "Pesebre pobre", no se hace aquí ninguna dialéctica "rico malo"-"pobre bueno", porque las posadas no representan necesariamente a personas que posean riqueza material, porque se puede ser pobre, pero tener un corazón avaro, egoísta y también soberbio, que rechace a Dios.
El Pesebre de Belén, antes del Nacimiento, representa el corazón humano del que se
reconoce pecador y que necesita a Dios; las posadas ricas de Belén representan
al corazón de quienes, apegados a sí mismos, han entronizado su “yo” y han
desplazado a Dios, y por eso consideran que no lo necesitan y por eso no hay
lugar para María y José, que traen al Niño. Pero mientras el Portal de Belén,
con todas sus limitaciones y carencias de todo, recibe a la Virgen, que lo
limpia, y a San José, que enciende una fogata, para que nazca el Niño Dios –y con
esto representa el corazón del pecador que, con el corazón contrito y
humillado, allana el camino interior, al abatir la soberbia, permitiendo la
acción de la gracia, Mediada por la Virgen-, y es así como encuentra su
felicidad en recibir a María, a José y al Niño, porque cuando el Niño nace,
ilumina su oscuridad con el esplendor de su gloria, en la Epifanía y le concede
la Alegría y el Amor que brotan de su Presencia, y así el corazón del pecador
que reconoce su pecado y se humilla ante Dios, ve colmada su alegría, porque no
solo le es perdonado el pecado, sino que ve colmado su corazón con la Presencia
del Niño Dios, fuente de la Verdadera y Única Alegría; las posadas ricas de
Belén, con su “yo” entronizado, no necesitan de Dios Niño, y por lo tanto, se
vuelcan en festividades mundanas, llenas de música estridente, de comilonas, de
bailes indecentes, de palabrerío vano y pecaminoso, de risotadas y carcajadas
que brotan de las brumas del alcohol, intentando vanamente buscar alegría y
felicidad en donde jamás habrá de encontrarla, y así estas posadas representan
al corazón humano que, habiendo rechazado a Dios y a su Amor y a su alegría y a
su paz, buscan desesperadamente ser felices en las cosas del mundo, sin lograrlo
jamás.
Los animales, el buey y el asno, a su vez -mencionados en Isaías 1, 3: "el buey conoce a su amo y el asno el pesebre de su dueño-, al ser bestias irracionales, representan a las pasiones que escapan
al control de la razón, como consecuencia del pecado original. El hecho de ser
animales, hace que su corporeidad animal produzca los deshechos fisiológicos
propios: simbolizan las diversas idolatrías que contaminan al corazón del
hombre cuando no lo asiste la gracia de Dios. Sin embargo, la presencia de la
Virgen y de San José hace que las cosas cambien, porque mientras la Virgen,
antes del parto, limpia el Portal, para que sea un lugar digno para el
Nacimiento de Nuestro Señor, San José, a su vez, va a procurarse leña, para
atenuar el frío de la noche. La acción de la Virgen representa y anticipa la
acción de la gracia santificante, recibida en el Sacramento de la Penitencia,
que limpia al alma de todo pecado y la embellece con la gracia; San José, a su
vez, representa los esfuerzos del alma que, por acción de la gracia y en
preparación para recibir a Jesucristo en la Eucaristía, procura vivir la pureza
y la castidad. Por la presencia de la Virgen, el Portal de Belén queda limpio,
con lo cual el Portal de Belén, se convierte en un lugar digno para el
Nacimiento del Niño Dios: es la acción de la gracia santificante, que no solo
purifica al alma al quitarle los pecados, sino que la santifica al hacerla
partícipe de la Vida divina de Dios Uno y Trino. Y cuando el Niño nace, el buey
y el asno, animales mansos, se acercan a la cuna del Niño, colaborando de esta
manera, con el calor de sus cuerpos de seres irracionales y con su aliento, a
atenuar el frío y a hacer más agradable la temperatura, para el Niño Dios que
ha nacido: representan a las pasiones que, antes del Nacimiento, escapaban al
controlo de la razón; después de la acción de la gracia y de la Presencia de
Jesús en el alma, la gracia divina concede a la razón la capacidad de control
sobre estas, que antes no tenía, y así los animales, el buey y el asno,
alrededor del Niño, representan a las pasiones bajo el control de la razón en
gracia, es decir, representan al hombre apaciguado en su interior por la armonía
de la vida trinitaria en él.
La escena final, luego del Nacimiento, con la Virgen y San
José adorando al Niño, con el Niño Dios en el centro, resplandeciendo de gloria
divina, la gloria que le pertenece desde la eternidad por ser el Hijo de Dios;
los animales, el buey y el asno, aportando el calor de sus cuerpos animales y
su aliento, para mitigar el frío de la noche; el Portal mismo, limpio por la
acción de la Virgen, y resplandeciente de luz por la Presencia del Niño Dios,
son un anticipo y una representación del corazón del hombre en gracia, que por
la gracia se ha convertido en un Portal de Belén viviente: en este corazón,
reina Jesucristo y Él y solo Él es adorado, alabado y bendecido, noche y día;
la Virgen también está en este corazón renovado por la gracia, porque es Ella
quien lo hace partícipe de su amor y de su adoración a su hijo; San José
representa la vida nueva de la gracia, casta y pura, de este corazón así
renovado por la gracia; por último, los animales, el buey y el asno,
representan a la razón que, bajo el impulso de la gracia, domina a sus
pasiones.
Contemplar el Pesebre de Belén es, por lo tanto, en cierta
medida, contemplar el ideal de lo que debe ser nuestra vida nueva en Cristo
Jesús, la vida sobrenatural de los hijos de Dios.
jueves, 25 de diciembre de 2014
Octava de Navidad 1 2014 - Cómo fue el Nacimiento de Nuestro Señor
Cómo fue el Nacimiento: el Nacimiento del Niño Dios no fue
un nacimiento “natural”, tal como nacen todos los bebés de la tierra, y no
podía serlo, porque era Dios hecho Niño y así como su concepción fue virginal
-puesto que no hubo intervención alguna de varón, ya que el matrimonio con San
José era meramente legal y la relación entre ellos era como de hermanos-, así
también, de la misma manera, su Nacimiento fue milagroso. Los Padres de la
Iglesia sostienen que la Virgen, estando de rodillas, orando en estado místico,
brotó de la parte superior de su abdomen una luz, la Luz Eterna, Jesucristo,
quien fue recibido por un ángel, el cual se lo dio luego a la Virgen. También
dicen los Padres que su Nacimiento fue como el rayo de sol que atraviesa un
cristal: así como lo deja intacto antes, durante y después de atravesarlo, el
Sol de Luz Eterna, Jesucristo, emergiendo del abdomen superior de su Madre, dejó
intacta su virginidad, consumando el doble admirable milagro de María: ser
Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo.
Así, podemos comparar a la Virgen con
el diamante: el diamante, roca cristalina, a diferencia de las otras rocas, que
son opacas porque rechazan la luz, ya que no tienen capacidad de atraparla, el
diamante, por el contrario, tiene la propiedad de atrapar en su interior a la
luz y de retenerla, para luego recién emitirla. Este hecho, el de atrapar la
luz en su interior y el ser transparente, es lo que concede al diamante su
brillantez y es lo que despierta su admiración, por la belleza de la luz que encierra
dentro de sí. La Virgen, por su pureza inmaculada y por estar inhabitada por el
Espíritu Santo, atrapó en su interior –en su mente, por su Inteligencia
Inmaculada; en su Corazón Inmaculado, por el Amor que la inhabitaba, y en su
Cuerpo Inmaculado, su útero materno-, a la Luz Eterna, Jesucristo, que en
cuanto Dios, es luminoso, porque la gloria del Ser trinitario es luminosa, y
atrapándola durante nueve meses en su interior –por eso la Virgen es la “Mujer
revestida de sol” (Ap 12, 1), porque
posee en su seno virginal al Sol de justicia, Jesucristo-, la emitió al final
de esos nueve meses, esparciendo sobre el mundo la Luz Eterna, su Hijo Jesús. Y
tal como sucede con el diamante natural, que queda intacto antes, durante y
después de atrapar y emitir la luz, así también la Virgen permaneció, permanece
y permanecerá Virgen, por los siglos sin fin, luego de haber emitido
milagrosamente, sobre el mundo, a la Luz que había atrapado durante nueve meses
y a la que había revestido de Niño, para que esa Luz derrotara para siempre a
las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y del Infierno.
Así nos dicen los Padres de la Iglesia, y así lo
interpretamos nosotros al Nacimiento, tomando al diamante como elemento de la
naturaleza del cual conocemos su comportamiento con respecto a la luz, para
luego hacer una aplicación por analogía a la Virgen, llamándola: “Diamante
celestial”.
Pero, ¿cómo dicen los místicos que fue el Nacimiento del
Niño Dios?
Narra
así su nacimiento Sor María de Jesús Ágreda[1]: “Nace
Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén de Judea. El palacio que tenía
prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en
el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde
choza o cueva, a donde María Santísima y San José se retiraron despedidos de
los hospicios y piedad natural de los mismos hombres. Era este lugar tan despreciado, que con estar
la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar,
con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les
competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo
nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la
sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad
y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos de
corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las
tinieblas de la noche, símbolo de las del pecado que ocupaban todo el mundo.
469.
Entraron María santísima y San José en este prevenido hospicio, y con el
resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron
fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y
lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas
alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era
dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran
sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando
con sus plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una plenitud de júbilo
interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano
a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían
ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda
de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y
tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales,
pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo
Hijo.
471.
El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece
olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel
oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y
rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la
humilde Señora. Y porque estando los Santos Ángeles en forma humana visible
parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota
porfía y de la humildad de su Reina; luego con emulación santa ayudaron a este
ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda
aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió
fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se
llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban
comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del
cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y
abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su
esposo.
472.
Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y
deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo
humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo.
Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya
la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió
que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas
que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para
servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María santísima
acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde
se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza
suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis
altísimo, do se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva
dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y
este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en
el paraíso (Gn 2, 21).
473.
En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo, movida de
un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la
levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque
fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue
levantándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altísimo, de los
que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la
divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente
al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento
angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en
ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su
Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron
otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no
tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo
que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y
fecundidad me hace pobre de razones.
475.
Estuvo María santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora
inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en
sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su
virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había
estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este
movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como
sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda
en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos
tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado.
Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no
parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol
entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad
y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los
ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu
elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el
término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito
del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a
la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que
la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta
se me ha declarado es la cierta y verdadera.
476. 477. En el término
de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado
(Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno Padre y
suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza
y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el
virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera
cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el
modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro,
sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados
los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres.
478.
Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese
virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre
virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero
faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no
estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo.
También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás,
pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por
esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la
naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que
contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era
justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como
consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo
lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica
secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado
tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y
sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que
la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino
cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el
milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del
vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479.
Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o
corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la
divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma
santísima redundase y se comunicase al cuerpo del Niño Dios al tiempo del
nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres
Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal
y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios
hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo
dicen los doctores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no
conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la
beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el
cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la
prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a
su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto,
con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la
infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la
divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo
fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina
Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se
habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo
con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza”.
miércoles, 24 de diciembre de 2014
Solemnidad de la Natividad del Señor
Navidad es la fiesta litúrgica en la que la Iglesia, la
Esposa del Cordero, se deleita mística y sobrenaturalmente en la contemplación
del “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”. En Navidad, la Iglesia contempla,
extasiada y absorta en su alegría y asombro, el cumplimiento de las profecías
mesiánicas del “Dios con nosotros” porque, iluminada por el Espíritu Santo, la
Iglesia ve, en el Niño de Belén, no a un
niño más, ni a un niño santo, sino a Dios Hijo, la Palabra consubstancial del
Padre que se ha encarnado, se ha hecho “carne” -entendida esta palabra como
sinónimo de “naturaleza humana” compuesta por alma y cuerpo- y ha asumido en su
Persona, en su hipóstasis personal de Hijo de Dios, a esta naturaleza humana -permaneciendo ambas naturalezas sin confusión- y naciendo milagrosamente de la Madre Virgen,
apareciendo ante los hombres como un Niño que, siendo Dios al mismo tiempo, es
Niño y Dios, es el Niño Dios. De manera que para la Iglesia, Navidad es la
contemplación extasiada, en el Amor del Espíritu Santo, del cumplimiento de las
profecías mesiánicas, según las cuales, Dios, en su “misericordiosa ternura”,
habría de enviar al mundo un Mesías, el cual nacería de una Virgen Madre, pero
ese Mesías no sería un hombre más entre tantos, sino Dios en Persona, y por eso
el Nombre de este Niño sería: “el Emmanuel”, “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14).
En Navidad, la Iglesia contempla, extasiada y radiante de
alegría, el misterio de un Dios que, para venir a este mundo, ha elegido venir,
no en las teofanías que muestran su gloria deslumbrante, sino que ha elegido
venir como un Niño recién nacido. La Iglesia, para Navidad, no cabe en sí del
asombro y de la alegría que le produce el contemplar al Niño de Belén, el Niño
del Pesebre, porque ese Niño es Dios, lo cual significa que Dios ha querido
tomar un cuerpo humano, desde sus primeros estadios, para abrazar al hombre y
darle su Amor, porque es tanto el Amor que Dios experimenta por el hombre, que
no le basta el estar rodeado de “miríadas de ángeles que noche y día se postran
ante su Presencia, amándolo y adorándolo” (cfr. Ap 24, 10), sino que ha querido venir a nuestro mundo para mendigar
nuestro amor, nuestro mísero amor, y para eso se ha revestido de un Cuerpecito
de un Niño indefenso, que necesita de todo, y con ese cuerpecito ha adquirido
dos bracitos y dos manitos, para abrazar a todo al que se acerque al Pesebre de
Belén, para estrecharlo contra su Corazón de Niño, el Corazón del Niño Dios, y
así darle todo su Amor Divino.
La Iglesia contempla extasiada cómo Dios, para mendigar el
amor de los hombres, sus creaturas, ha “inventado”, llevado por su Amor, venir
a este mundo como un Niño recién nacido, porque de esa manera, apareciendo como
un Niño recién nacido, Dios, que está encarnado en esa naturaleza sin dejar de
ser Dios, experimenta las necesidades de todo niño recién nacido: Dios, en el
Niño de Belén, experimenta el hambre –ya no se alimenta más en el útero
materno, como antes de nacer-; experimenta el frío –ha salido de la protección térmica
que le significaba el estar en el útero de la Virgen-; y experimenta sobre todo
la necesidad de afecto, de ternura, de cariño y de amor, que experimenta todo
recién nacido, porque el recién nacido sufre una “conmoción afectiva” por el
hecho de salir del útero materno, en donde se sentía a salvo y protegido, al
medio externo, en donde todo le resulta extraño-, y ese afecto, ternura, cariño
y amor le es brindado, ante todo, por la madre, en este caso, la Virgen, pero también
por todo hombre -por cualquier hombre de la faz de la tierra- que se acerque,
con un corazón contrito y humillado, lleno de fe y de amor hacia Él en cuanto
Dios hecho Niño, para darle su afecto, su ternura, su cariño y su amor. Entonces,
al venir a este mundo como un Niño recién nacido, que necesita de todo, Dios se
ha querido mostrar Él mismo como desvalido ante el hombre –por eso, en el Niño
de Belén, están representados los prójimos que más sufren, ya sea por
enfermedades físicas, o por tribulaciones de todo tipo-, para que el hombre
acuda en su auxilio, pero lo primero que quiere este Dios Niño, del hombre, es
el amor de su corazón, y es para eso que le extiende sus bracitos de recién
nacido, para que el hombre, dejando de lado la dureza de su corazón, se
arrodille ante su Dios, que lo ha venido a buscar como un Niño, y no le niegue
su amor.
Además,
de esta manera, Dios se asegura que nadie, en absoluto, a partir de ahora,
puede decir que tiene “miedo” de Dios, porque Él no se ha aparecido en el
esplendor majestuoso de la gloria de su Ser trinitario, circundado de una corte
de ángeles y arcángeles, unos más poderosos que otros, como podría haberlo
hecho; Dios no se aparece a los hombres manifestando la omnipotencia de su
poder divino, poder derivado de su Sabiduría y de su Amor, que ha hecho, en un
segundo y de la nada, la increíble y maravillosísima obra de la Creación,
compuesta por el universo visible y el invisible, los ángeles; Dios no se nos
aparece, apabullándonos con su Inteligencia Suprema, con su Omnipotencia Divina
que, en un segundo, crea miles de universos de la nada; Dios no se nos aparece como
el Dios omnipotente, revestido de justicia y de severidad, ante cuya Justicia
severísima los ángeles tiemblan, porque ante Él nada que no sea santo y puro, como
Él es, puede subsistir; Dios no se nos presenta como el Dios de toda Justicia y
severidad, que condena a los abismos eternos con una mirada suya, a las
miríadas de ángeles rebeldes, que se rebelaron contra Él, el Dios Amor y,
negándose a amar, se hicieron indignos de su Presencia; Dios, para mendigar
nuestro amor, no se nos presenta así, para Navidad: el Dios Invisible se hace
visible, tomando cuerpo de los nutrientes maternos de la Virgen y revistiéndose
de Niño pequeño, y se nos presenta como un Niño recién nacido, desvalido, para
mendigar nuestro amor.
Éste
es el misterio que la Iglesia, extasiada, contempla en Navidad, y por esto, le
decimos a la Virgen, que tiene al Niño en sus brazos: “Virgen y Madre Dios,
María Santísima, Tú que tienes la dicha inefable de sostener a tu Hijo Dios
entre tus brazos y sobre todo, tienes la dicha de cumplir su Voluntad antes que
nada; te rogamos, Madre, que nos prestes a tu Niño recién nacido, que es Dios
Hijo encarnado, para que lo estrechemos entre nuestros brazos, contra nuestros
corazones, para darle la pobreza y la miseria de nuestro amor; te rogamos,
Madre, que en esta Navidad, nos prestes a tu Hijo, para que lo estrechemos
contra nuestro corazón, para que Él sienta la pobreza de nuestro amor humano,
que es todo lo que tenemos para darle; te lo rogamos, Madre, que nos lo
prestes, para que lo acunemos en nuestros brazos, y llevados por el amor de tu
Inmaculado Corazón, lo contemplemos, lo adoremos y lo amemos, en el tiempo,
como anticipo de la contemplación, la adoración y el amor que esperamos, por su
misericordia, tributarle por toda la eternidad; te rogamos, Madre y Virgen,
María Santísima, tú que tienes a tu Niño entre tus brazos, danos a tu Niño
Dios, porque esa es su Voluntad. Amén”.
martes, 23 de diciembre de 2014
La Iglesia exulta y se alegra en la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena
La Iglesia celebra y exulta de gozo por el acontecimiento
más trascendente, no solo de su historia, sino de toda la humanidad: el Verbo
Eterno del Padre, la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría
Divina, el Dios Invisible, se ha encarnado en las entrañas virginales y
purísimas de la Madre de Dios y ha nacido, para Navidad, en el pobre Portal de
Belén. La contemplación del Pesebre no remite a un mero sentimiento religioso
del pasado ni evoca una simple escena familiar de una familia campesina de la
Palestina de hace veinte siglos: la contemplación del Pesebre, para la Iglesia,
constituye la contemplación del misterio del Verbo de Dios que se hace carne,
se hace Niño, sin dejar de ser Dios y que nace virginalmente, para estar entre
los hombres, para crecer en medio de ellos y para luego, en su edad de Hombre
joven, ofrendar su Cuerpo y su Sangre, su Alma y Divinidad en el Santo
Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual habría de salvar a todos los
hombres que lo acepten como Salvador. La contemplación del Pesebre, por lo
tanto, no puede ni debe limitarse, para el cristiano, a una evocación de la
memoria religiosa, sino que debe trascender y elevarse a las alturas del Verbo
de Dios que, procediendo eternamente del Padre, se encarna en el seno de la
Virgen Madre; allí, el Dios Invisible se hace visible, porque la Virgen le teje
una naturaleza humana con sus propios nutrientes, tal como hace toda madre con
su hijo recién concebido, lo aloja durante nueve meses, y luego lo da a luz
milagrosamente, como el rayo de sol atraviesa el cristal, pasando el Niño por
su abdomen superior como el rayo de luz emitido por el diamante luego de ser
atrapado en su interior, dejando intacta la virginidad de su Madre antes,
durante y después del milagroso parto.
La Iglesia exulta y se alegra para Navidad, no todavía con
la alegría triunfal y desbordante de la Pascua de Resurrección, sino con la
alegría serena que inundó los corazones purísimos y castísimos de María y José,
al contemplar la gloria de Dios en la Carne del Niño de Belén. Sin embargo, es
una alegría, en el fondo, también triunfal y desbordante, porque el Niño de
Belén, que manifiesta su gloria eterna, es el Verbo Eterno, que ha venido para
“destruir las obras del demonio”, para vencer a las Puertas del Infierno para
siempre, para destruir a la muerte con su propia vida, por la Resurrección,
para “quitar los pecados del mundo” al precio de su Sangre derramada en la cruz
y para conceder a los hombres que lo acepten con fe y con amor, como a su
Salvador, la filiación divina, filiación por la cual serán adoptados como hijos
por Dios.
Pero la Iglesia exulta y se alegra porque contempla en el
misterio al Niño del Pesebre, e iluminada por el Espíritu Santo, comprende que
ese Niñito que abre sus pequeños brazos y los extiende, para abrazar al
visitante que se le acerca, ese Niñito, es Dios encarnado, y que Dios ha
querido, movido por su Amor por los hombres -por todo hombre, por cada hombre,
aun el más pecador-, adquirir un cuerpo humano de Niño, para tener que ser
alimentado y acunado y para recibir el amor de los hombres, y para que los
hombres, de ahora en más, no digan que tienen “miedo” de Dios, porque nadie
puede tener “miedo” a un Niño recién nacido y si Dios viene a nosotros como un
Niño recién nacido, no es para infundirnos temor, sino para darnos su Amor y
para que nosotros le demostremos nuestro amor.
La
Iglesia contempla, extasiada, para Navidad, el misterio del Niño de Belén, que
abre sus bracitos en la cuna, como lo hace todo niño recién nacido, para
recibir el afecto y la ternura de quienes se le acerquen a contemplarlo y la
Iglesia no puede salir de su asombro, de su admiración, de su estupor, al
comprobar que ese Niño tan necesitado de todo, y que abre sus bracitos en la
cuna, para que lo abracemos, es Dios en Persona.
La
Iglesia contempla, extasiada, en Navidad, al Niño de Belén, y comprende que ese
Niño, que abre sus bracitos para dar su amor de Niño al que se le acerque, es
Dios en Persona, y que ha querido nacer como Niño y tener todas las necesidades
de un niño, para que le demostremos nuestro amor en los prójimos más
necesitados y desvalidos, en los ancianos, en los moribundos, en los agobiados,
en los afligidos por toda clase de tribulaciones, porque en ellos está Él mismo
en Persona, necesitando de nuestros brazos extendidos, de nuestras manos
abiertas y de nuestros corazones misericordiosos.
Pero
la Iglesia se alegra, exulta de gozo y canta de alegría para Navidad, porque el
Niño que abre sus bracitos en la cuna de Belén, es el Cordero de Dios, que más
tarde, extenderá sus brazos sobre el leño ensangrentado de la cruz, para
abrazar a toda la humanidad, para sellar con su Sangre el perdón del Padre,
para donar el Espíritu Santo con la Sangre de su Corazón traspasado, y para
llevar, en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, redimida, al
seno del Eterno Padre.
La
Iglesia se alegra para Navidad y exulta de gozo, y celebra con la Santa Misa de Nochebuena, porque ve la unidad que existe
entre el Pesebre y el Calvario, entre el Portal de Belén y el Domingo de
Resurrección; la Iglesia se alegra y exulta para Navidad porque ve, en el Niño
de Belén, al Salvador del mundo.
¡Alegrémonos por la Navidad! Un Dios Niño nace, por el Espíritu, de Virgen Madre, en un portal.
Un
Dios Niño nace
De
Virgen Madre,
Por
el Espíritu,
En
un portal.
Un
Dios Niño nace,
De
Iglesia Madre,
Por
el Espíritu,
En
el altar.
¡Oh
misterio de Navidad,
Misterio
de Belén, Casa de Pan!
Por
la misa,
El
Niño Dios,
Viene
a nosotros, como en
Belén,
¡Vestido
de Pan!
P.
Álvaro Sánchez Rueda
Navidad
2014
lunes, 22 de diciembre de 2014
“¿Qué llegará a ser este niño?”
“¿Qué
llegará a ser este niño?” (Lc 1,
57-66). Los hechos extraordinarios que rodean el nacimiento de Juan el Bautista
–el Arcángel Gabriel se le aparece a su padre, Zacarías; su misma concepción es
un hecho milagroso, debido a la edad avanzada de sus padres; la recuperación
del habla por parte de Zacarías, al momento de nacer el Bautista-, hacen
percibir a sus familiares y al pueblo todo que “la mano del Señor estaba en él”,
y por eso se hacen esta pregunta: “¿Qué llegará a ser este niño?”.
Y
efectivamente, años después, el niño Juan el Bautista, ya convertido en hombre,
será llamado por Jesús “el más grande nacido de mujer” (cfr. Lc 7, 28) y las señales de
bienaventuranza que se habían cernido alrededor de su nacimiento, se
cristalizan y manifiestan de manera concreta en su misión, la misión más
importante jamás encomendada a hombre alguno en la tierra, hasta ese momento:
señalar la Llegada inminente del Mesías, del Hombre-Dios, a quien sólo él,
porque estaba iluminado por el Espíritu Santo, conocía. Nadie más que el
Bautista conocía al Mesías, que estaba ya en medio de los hombres, pero
mientras para los demás Jesús era solo “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55), uno más del
pueblo, “que ha crecido entre nosotros” (cfr. Mt 6, 3), para el Bautista, iluminado e
ilustrado por el Espíritu Santo, Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el
Cordero de Dios, que ha venido a este mundo para cargar sobres sus espaldas los
pecados de todos los hombres, llevarlos sobre sus espaldas, lavarlos con su Sangre
derramada en la cruz, y dar así cumplimiento al plan de salvación del Padre
para toda la humanidad. Esta es la razón por la cual el Bautista, al ver pasar
a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados
del mundo” (Jn 1, 29). Luego, el Bautista sellará con el martirio (cfr. Mt 14, 1-12) este privilegio de
anunciar al mundo que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo
encarnado, venido en carne para salvar a los hombres, para quitar sus pecados y
concederles la filiación divina al precio del derramamiento de su Sangre en la
cruz.
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
“¿Qué
llegará a ser este niño?”. Puesto que todo cristiano está llamado a imitar al
Bautista, de todo cristiano debería también decirse lo mismo, el día de su
bautismo, pero no para obtener una respuesta mundana, es decir, no para
escuchar decir: “este niño será grande al estilo mundano, porque tendrá títulos
y honores mundanos”. De todo cristiano se debe hacer esta pregunta, porque al
igual que el Bautista, su nacimiento por la gracia, el día del bautismo,
también está signado por señales sobrenaturales; no por apariciones de
arcángeles, ni por signos sensibles, ni cosas por el estilo, sino por la
llegada de la gracia santificante al alma, que le quita el pecado original, la
sustrae del poder del Príncipe de este mundo, el Ángel caído, le concede la
filiación divina y convierte su cuerpo y su alma en templo y morada de la
Santísima Trinidad, de manera tal que el cristiano, en el momento de su
bautismo, es alguien más grande todavía que el Bautista, y llamado a una misión
todavía mayor, que es la de señalar a Jesús en la Eucaristía para proclamar su
Presencia real, porque mientras el mundo ve en la Eucaristía solo un poco de
pan bendecido, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, debe decir, repitiendo
las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo”. Y, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar la vida por
esta Verdad y por el anuncio de esta Verdad al mundo. A esta gran misión está
llamado todo cristiano que se bautiza. Esta es la razón por la cual, cuando alguien pregunte, al ver
bautizar a un niño: “¿Qué llegará a ser este niño?”, la respuesta debe ser: “Será el que
proclame con su vida y con su sangre que Jesús en la Eucaristía es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo”.
viernes, 19 de diciembre de 2014
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo"
(Domingo
IV - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…)
concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será
llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38).
El Arcángel Gabriel da a María el anuncio más trascendente de la historia de la
humanidad: el Verbo Eterno de Dios, la Palabra Eternamente pronunciada por el
Padre, la Sabiduría Divina, el Hijo de Dios, habrá de encarnarse en su seno
virginal, para redimir a la humanidad y conducirla al seno de la Trinidad. Ella
ha sido la Elegida, por ser la creatura más pura, perfecta y excelsa de todas
las creaturas del cielo y de la tierra; la Virgen es la Elegida por la
Santísima Trinidad, porque supera en gracia y hermosura a todos los coros
angélicos, por ser la inhabitada por el Espíritu Santo, la Concebida sin mancha
de pecado original, tal como lo dice el Arcángel con sus propias palabras:
“Alégrate, Llena de gracia”. En las palabras del Ángel se descubre lo que está
oculto a los ojos de los hombres y es visible sólo a los ojos de Dios: El que
ha de encarnarse en el seno virginal de María Santísima no es un ser humano
más, no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, la Persona Divina del Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, el
Hijo Único de Dios, que se encarna y se hace hombre, sin dejar de ser Dios,
porque al momento de encarnarse, se crea en el útero de la Virgen la naturaleza
humana de Jesús de Nazareth, su alma humana y su parte humana corporal –es
decir, los genes correspondientes a la célula primordial del varón o
espermatozoide-, puesto que no hubo intervención de varón, ya que San José era
esposo meramente legal y su relación con la Virgen era simplemente como la que
existe entre hermanos, y es así como en la Encarnación es asumida la naturaleza
humana en la Persona, en la hipóstasis
del Verbo Divino, pero sin confusión y sin mezcla alguna, de manera tal que el
que se encarna es, con toda propiedad, Dios Hijo humanado, encarnado, hecho
carne, entendida esta palabra, “carne”, como “hombre” o “naturaleza humana” –cuerpo
y alma-, unida su divinidad a la humanidad, pero sin confusión ni mezcla.
De
esta manera, el Niño que habrá de nacer para Navidad, no será un niño humano
más, entre tantos, sino el Niño-Dios, Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios,
para que los hombres, recibiendo la gracia del Dios hecho Niño con corazones de
niños, accedan a la salvación.
Por
lo tanto, cuando contemplamos la escena del Pesebre de Belén, no contemplamos
una escena bucólica, romántica, idealista, nostálgica, perteneciente a una
imaginería religiosa propia de una entidad religiosa anclada en el pasado:
contemplamos el misterio más grande que la humanidad jamás ni siquiera haya
podido imaginar: que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo
Eterno del Padre, sin dejar de ser Dios, se haya encarnado en las entrañas
virginales de María Santísima y haya nacido virginalmente, para manifestarse al
mundo como Niño Dios, como Dios hecho Niño, para luego ofrendar al mundo, en la
cruz, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y así poder entregarse como
Pan de Vida eterna, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, renovación
incruenta y sacramental de ese sacrificio de la cruz.
El Evangelio del Anuncio del Ángel a la Virgen y la Verdad de la Encarnación del Verbo en sus
entrañas virginales preparan de manera inmediata para la Navidad, porque
revelan, con la luz divina, que el Niño nacido en el Pesebre de Belén, es Dios
hecho Niño, el Emmanuel, Dios con nosotros; a su vez, la contemplación del
Pesebre de Belén, para el cristiano, para la sociedad cristiana y para la
Iglesia, no es una mera recreación histórica de un hecho pasado, lejano en el
recuerdo y sin incidencia alguna en el presente: por el contrario, se trata del
evento que explica y da sentido a la historia humana, porque si la humanidad no
ha naufragado en la auto-destrucción y en el abismo eterno, es porque el Niño
de Belén, nacido para Navidad, el Niño que extiende sus bracitos para abrazar a
quien se le acerca con fe y con amor, ese Niño es Dios, que viene al rescate
del hombre, de la humanidad, de todo hombre, porque ese Niño Dios que abre los
brazos en el Pesebre, es el Hombre-Dios que más tarde, extendiendo los brazos
en la Cruz, abrazará en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad,
para conducirla, redimida, al seno del Padre. Y es el mismo Niño que actualiza
su Nacimiento por la liturgia eucarística y actualiza su sacrificio también por
la liturgia eucarística.
Como
podemos ver, es de capital importancia conocer y aceptar, en la fe de la
Iglesia, la verdad de la Encarnación, es porque de esto dependen otras
verdades, capitales también para la salvación del alma, como el hecho de que el
Niño de Belén es Dios y que este Niño, siendo ya adulto, se ofrenda en la cruz
para la salvación del mundo y renueva su sacrificio en cruz, de modo incruento
y sacramental, en la Santa Misa.
“Alégrate,
María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un
hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”.
El Ángel le anuncia a la Virgen que concebirá un Niño por obra del Espíritu
Santo y que ese será Dios, “Emmanuel”, Dios con nosotros, de modo que el Niño
que nacerá para Navidad no será un niño más entre tantos, sino Dios hecho Niño,
el Niño-Dios. Y si Dios se hace Niño, naciendo como Niño en Belén, quiere que
los hombres sean como niños –lo cual no quiere decir infantiles- y esta niñez
que quiere Dios de los hombres, se la obtiene por la pureza e inocencia que da
la gracia santificante, y la razón del ser “como niños, por la gracia, imitando
al Dios hecho Niño en Belén”, es para aceptar las verdades de la Santa Madre
Iglesia y esto lo presenta Jesús como una condición indispensable para ingresar
en el Reino de los cielos, como un requisito sine qua non es imposible el acceso a la eterna felicidad: “El que
no sea como niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Dicho de otra manera, el que no acepte con la inocencia
y pureza de fe que concede la gracia santificante, la verdad de la Encarnación
del Verbo, de la maternidad divina de María, de su virginidad perpetua y del
Nacimiento milagroso del Niño Dios, porque le opone, a la Sabiduría y al Amor
de Dios, su razón necia y orgullosa, no puede entrar en el Reino de los cielos.
Por esto, María, con su “Fiat”, con su “Sí”, al Anuncio del Ángel, es nuestro
modelo de fe para la verdad de la Encarnación y del Nacimiento de Dios hecho
Niño en Belén, porque María, siendo la Llena de gracia, asiente y da el “Sí”
con su Mente y su Corazón Inmaculados, libres de errores, de engaños, de
supersticiones y de herejías.
“He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María es modelo
perfecto de nuestra fe en la Anunciación, en la Encarnación del Verbo, en la
Navidad, en el Santo Sacrificio de la cruz, en la Presencia real de Jesucristo
en la Eucaristía.
“Alégrate,
María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un
hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”.
Que en esta Navidad, así como la Virgen concibió en su seno virginal y dio a
luz al Niño Dios por la pureza de su fe y por el Amor de su Inmaculado Corazón,
que así también nazca en nuestros corazones, por la gracia, el Niño Dios, para
que, contemplándolo y adorándolo junto a la Virgen, seamos capaces de continuar
amándolo y adorándolo por la eternidad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)