Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
jueves, 29 de diciembre de 2011
Viernes de la infraoctava de Navidad 2011
miércoles, 28 de diciembre de 2011
Jueves de la infraoctava de Navidad 2011
Miércoles de la infraoctava de Navidad 2011 Santos Inocentes
lunes, 26 de diciembre de 2011
Martes de la infraoctava de Navidad 2011
domingo, 25 de diciembre de 2011
Lunes de la Infraoctava de Navidad 2011
sábado, 24 de diciembre de 2011
Navidad mundana y Navidad cristiana
lunes, 19 de diciembre de 2011
El Espíritu Santo, el Amor de Dios, en la Encarnación, en la Navidad y en la Santa Misa
viernes, 16 de diciembre de 2011
La oscuridad y el frío de la noche de Belén son figura del rechazo de Dios
El más pequeño es el más grande
jueves, 15 de diciembre de 2011
Los pecadores entrarán antes que vosotros al Reino
sábado, 10 de diciembre de 2011
Dios Hijo viene como Niño no por obligación, sino para darnos su Amor
miércoles, 7 de diciembre de 2011
Vengan a Mí los que están cansados y agobiados y carguen mi yugo
Sin embargo, no es una contradicción, porque el yugo de Jesús, que es la Cruz, “es llevadero” y de “carga ligera”, y además, porque Él “los alivia”, tomando sobre sí su cansancio y su agobio y esto en forma literal y no figurada, porque Jesús toma sobre sí el pecado del hombre y expía por él.
Al encarnarse, Dios Hijo asume en su naturaleza humana todo lo que en esta no es pecado, para redimirlo y sublimarlo: la enfermedad, el dolor, la muerte, y esto de modo literal y no simbólico, lo cual quiere decir que, a partir de la Encarnación, porque han sido asumidas por Él, se convierten en fuente de santificación, de salvación, lo cual significa que lo que antes era causa de desesperación y por lo tanto de cansancio y agobio, ahora es causa de felicidad.
Ésta es la razón por la cual la enfermedad, el dolor, la muerte, unidas a Cristo en la Cruz, son salvíficas y redentoras, porque Él las ha santificado, al tiempo que ha destruido el pecado. Así es como Cristo alivia el agobio y el cansancio del hombre: destruyendo el pecado en la Cruz, y convirtiendo en fuente de santificación todo lo que no sea pecado.
Pero además Cristo verdaderamente alivia el cansancio y el agobio porque al tomar sobre sí los pecados de los hombres para expiarlos –los pecados de todos los hombres en general y de cada hombre en particular, por lo tanto, toma sobre sí mis pecados personales-, además de hacerse culpable en modo vicario por los pecados personales de cada uno, en su Pasión sufre todas las penas y todos los dolores que se derivan de los pecados y sufre también la muerte de cada persona particular. En otras palabras, Jesús sufre en su Cuerpo físico, real, y en su Alma espiritual, real, todas las enfermedades, los dolores, las penas, las tristezas y la muerte física de cada persona humana en particular. Jesús sufre en nosotros y por nosotros, desde una simple fiebre hasta un cáncer mortal y, por supuesto, la misma muerte.
Esta es la causa del alivio real de quien está agobiado por el pecado y sus consecuencias, y es la causa al mismo tiempo de su propio agobio, de su sudoración de sangre y de su agonía en Getsemaní.
Jesús nos alivia porque carga Él con nuestras culpas –el pecado, para destruirlo- y con las consecuencias del pecado –el dolor, la enfermedad, la muerte- para redimirlos y convertirlos en fuente de santificación.
Pero el proceso no es automático: el cristiano debe acudir personalmente a Cristo, para pedirle que lo alivie, porque de lo contrario, para quien no lo acepta como Redentor, la Pasión de Jesús es vana.
Levántate y camina
La clave interpretativa en este sentido –los milagros como medios para comunicar el don de la comunión con la Trinidad-, puede estar en la frase dicha por Jesús luego de realizar ambas curaciones milagrosas: “Levántate y camina”.
En la frase “Levántate y camina” no solo se explicita la doble curación del paralítico, sino que está simbolizada otra realidad; no solo le está diciendo que use de sus piernas, ahora sanas y fuertes, para valerse por sí mismo y para no usar más la camilla. El paralítico ha recibido una nueva vida en todo sentido, puesto que ahora, sin su parálisis corporal, y sin la parálisis del espíritu, que detiene el camino hacia Dios, puede iniciar su nueva vida, que no consiste solo en poder caminar y hacer lo que antes no podía. Tampoco significa que por el perdón de los pecados, ahora puede rezar y antes no.
La frase: “Levántate y camina” está significando algo mucho más grande y profundo de lo que parece a simple vista y es importante considerarlo porque en la acción sobre el paralítico se simboliza la acción de Jesús sobre toda la humanidad.
Lo que le dice al paralítico lo dice a toda la humanidad, y de ahí la importancia de considerarlo, más allá del perdón de los pecados y de la curación física: “Con tus pecados perdonados, con tu nueva vida, la vida divina que te comuniqué, levántate y camina en dirección al Padre”.
Es lo que hace Jesús con nosotros sacramentalmente, al perdonarnos nuestros pecados en la confesión: no solo nos perdona los pecados, sino que nos concede una vida nueva, absolutamente nueva y distinta a la vida nuestra humana; nos concede una participación en la vida completamente divina de Dios Uno y Trino, de modo que en el alma en gracia, quienes vienen a inhabitar en el alma son nada menos que las Tres Personas Divinas de la Trinidad. Y esa Presencia, que es Presencia activa y dinámica porque comunica una nueva dynamis, una nueva energía, es el origen y la fuente de la vida nueva del cristiano.
En cada acción sacramental, por la cual nos dona Su Presencia, Jesús nos dice lo que al paralítico: “Levántate y camina, como hijo de Dios que eres, en el tiempo de tu vida, en dirección al Padre; vive con tu nueva vida de hijo de Dios y dirígete hacia Él con todas tus nuevas fuerzas”.
sábado, 3 de diciembre de 2011
Preparen el camino al Señor, allanen sus senderos
“Preparen el camino al Señor, allanen sus senderos” (cfr. Mc 1, 1-18). Juan el Bautista anuncia la llegada del Mesías citando al profeta Isaías, el cual une a esta llegada la necesidad de “allanar los caminos”.
Un camino no se debe “allanar” o “aplanar”, es decir, volver plano, si no está antes surcado por montes y valles, que son quienes, con su altura y con sus depresiones, hacen imposible la llanura. Para esperar al Mesías, se deben por lo tanto abatir los montes y rellenar los valles.
¿En qué consiste el “allanar los caminos”?
Es una obra de ingeniería, sí, pero espiritual, puesto que los montes elevados son nuestro orgullo y nuestra soberbia, y los valles profundos, nuestras mezquindades y egoísmos.
“Allanar los caminos”, por lo tanto, significa abatir el orgullo y el egoísmo. Pero la tarea no finaliza aquí, porque esto es solo el primer paso, la condición primaria para la llegada del Señor. La tarea del cristiano no se limita a un mero ejercicio de la virtud, por la cual nos volvemos humildes y generosos. Esta es la condición previa para recibir el don del nacimiento del Señor en el corazón por la gracia.
El “allanar los caminos”, por lo tanto, significa la conversión del corazón predicada por el Bautista, y la conversión del corazón es dejar de mirar a las cosas terrenas y bajas, para mirar al Cielo, la morada donde habita Dios Trinitario, morada a la cual estamos llamados a habitar todos y cada uno por el bautismo recibido.
El llamado a la conversión de Juan el Bautista no se limita a pedir el ejercicio de las virtudes; no se limita a pedir simplemente el ser honestos: eso es la antesala de la llegada del Dios al alma, el cual habrá de conceder al alma dones inimaginados, como el perdón de los pecados y la filiación divina por la gracia.
En Adviento, la Iglesia asume el papel de Juan el Bautista, y desde el desierto del mundo y de la historia humanas, llama a los hombres con el mismo llamado de Isaías y del Bautista: “Preparen el camino del Señor, allanen sus caminos”.
Como ellos, la Iglesia anuncia que el Señor está por venir, está por nacer en Navidad –no en el Pesebre de Belén, porque como hecho histórico es irrepetible y único-, sino en múltiples pesebres de carne, los corazones de los hombres, y para que estén dispuestos, es que llama a la conversión.
Ahora bien, la conversión no consiste en un ejercicio teórico del pensamiento, sino que es una puesta en obra del cristiano, que decide volver su rostro a Dios por medio de la oración, del ayuno y de la penitencia, para recibir de Dios su luz y su Amor, para volver luego a su hermano y comunicarle de esa luz y de ese Amor recibidos, por medio de las obras de misericordia corporales y espirituales mandadas por la Iglesia.
Para esto es el Adviento: para rezar más, para hacer ayuno, ofrecer mortificaciones y penitencias, para ser iluminados por Dios, y para comunicar a los hermanos esa luz y ese Amor recibidos de lo alto.
Así es como “allanaremos el camino”, es decir, abatiremos nuestro orgullo y nuestra mezquindad, y así, con el camino aplanado, podrá la Virgen María, que lleva en su seno virginal a Jesús, que viene acompañada por San José, que a pie guía al burrito sobre el que viaja María, llegar a ese pesebre de carne que es nuestro corazón, y prepararlo para que en él nazca el Niño Jesús.
Y cuando nazca el Niño Jesús, Luz eterna de Dios, huirán para siempre las tinieblas de nuestro corazón.
jueves, 1 de diciembre de 2011
Adviento tiempo de penitencia y de alegría
Pero que sea tiempo penitencial, no significa que sea tiempo de tristeza, como muchos podrían suponer. La tristeza, en todo caso, es de las pasiones y de los vicios, que no se ven correspondidos en sus deseos desordenados, debido precisamente a la mortificación, al ayuno y a la penitencia.
El motivo de la alegría del Adviento radica en aquello que se espera: el nacimiento del Mesías, que no habrá de verificarse en el Pesebre de Belén, porque ese evento ya sucedió en el tiempo y es único e irrepetible, sino que el nacimiento habrá de verificarse en un Nuevo Pesebre de Belén, en un Nuevo Portal de Belén, el corazón del hombre.
Aquí radica la profunda alegría del cristiano en Adviento: saber que, por la gracia, su corazón se convertirá en el lugar en donde habrá de nacer Dios con corazón de Niño; Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios; Dios que se manifiesta no en el fragor de su omnipotencia, en medio de rayos y truenos que demuestran la inmensidad de su poder, sino en la fragilidad de la carne de un Niño, y lo hace para que no tengamos temor en acercarnos a Él. Y efectivamente, es así: ¿quién puede tener temor a un niño recién nacido?
Que la Virgen María, así como fue Ella la que, mientras San José iba a buscar leña para encender una fogata para combatir el frío, limpió la gruta de Belén, que como todo refugio de animales estaba oscuro y frío, así sea también Ella la que disponga nuestro corazón, oscuro y frío, y lo prepare para que sea alumbrado con la luz eterna que surge de su seno virginal, el Niño Dios.
martes, 29 de noviembre de 2011
Dichosos los bautizados porque ven a Jesús en la Eucaristía y se alimentan con su Cuerpo y su Sangre
“Dichosos ustedes por lo que ven y oyen, porque profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron” (cfr. Lc 10, 21-24). Lo que profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron, y en cambio sí lo pueden hacer los discípulos, es al mismo Jesús, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador de los hombres.
Cuando Isaías describe al Siervo sufriente de Yahvéh, es decir, a Cristo en su Pasión, lo ve en una visión; no lo ve en la realidad, con sus propios ojos, ni habla con Él, como sí lo hacen los discípulos. Es a esta felicidad a la que Jesús se refiere, la de verlo con los ojos del cuerpo, y escucharlo y ser testigos de sus milagros y enseñanzas.
Ver a Jesús con los ojos del cuerpo, es decir, ver a Dios encarnado, y además escuchar su Voz, que es la voz de Dios; recibir sus enseñanzas, que conducen a la vida eterna; ser testigos de sus milagros, como la conversión del agua en vino, como en Caná; como la multiplicación de panes y peces, la curación de ciegos y mudos y de toda clase de enfermos, como la resurrección de muertos, es un privilegio de muy pocos, poquísimos, en comparación con toda la humanidad.
Pero si los discípulos eran dichosos por contemplar y escuchar al Hombre-Dios con los sentidos del cuerpo, también los bautizados en la Iglesia Católica pueden considerarse dichosos, y todavía más, porque los bautizados, por la liturgia de la Santa Misa son testigos de algo más grande todavía que ver a Jesús en Palestina, con su Cuerpo aún no glorificado: los bautizados son testigos, en cada Santa Misa, de la Eucaristía, es decir, de Jesús, muerto y resucitado, que se manifiesta a su Iglesia con su Cruz victoriosa y con su Cuerpo glorioso, bajo algo que parece ser pan pero no es pan.
También los bautizados son dichosos porque ven y oyen lo que muchos reyes y sabios de la tierra querrían ver y oír, y no lo pueden hacer, porque no pertenecen a la Iglesia. Los bautizados ven a Jesús en la Eucaristía, y oyen su Palabra, que son palabras de vida eterna, que conducen a la feliz eternidad, en la liturgia de la Palabra, y oyen también su Voz, que va en medio de la voz del sacerdote ministerial, en el momento en que este pronuncia las palabras de la consagración.
Pero hay todavía una causa más por la que a los bautizados se les puede llamar “dichosos”, y es que, además de ver y oír, por la luz de la fe, a Cristo en la Misa, pueden comer su Carne y su Sangre en la Eucaristía.
Y puesto que son testigos de algo inaudito, de algo que asombra a los ángeles en el cielo y que en la tierra es causa de que se los llame “dichosos”, los bautizados deben comunicar a los hombres la causa de su alegría: Jesús está en la Eucaristía.