(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2023)
En
estos tiempos en los que prevalece la confusión a todo nivel, es necesario que,
al recordar a Cristo, Buen Pastor y Sumo y Eterno Sacerdote, recordemos también
qué es la Santa Misa, qué oficio o función cumplen el sacerdote ministerial y
qué oficio o función cumplen los fieles que asisten a la Santa Misa. Ante todo,
debemos decir que, según el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la Santa
Misa es la “renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la
Cruz”, lo cual quiere decir que es como si, misteriosamente, en la Santa Misa,
viajáramos en el tiempo hasta el Calvario o como si el Calvario viniera hasta
nosotros; y también, porque es la renovación del Sacrificio de la Cruz, es que
el Padre Pío de Pietralcina decía que debíamos estar en la Santa Misa con la
misma actitud espiritual con la que estaban la Virgen y San Juan Evangelista al
pie de la Cruz. Dicho esto, que la Santa Misa es un sacrificio, hay que agregar
que, en la Santa Misa, el celebrante no es un mero “presidente de la asamblea”,
sino el único sacerdote que ofrece el sacrificio in persona Christi.
Para disipar cualquier duda, basta leer lo que enseña Pío XII en su encíclica “Mediator
Dei”: “Sólo a los Apóstoles -varones, por eso no puede haber nunca mujeres sacerdotisas-, y en adelante a aquellos a quienes sus
sucesores han impuesto las manos -solo los sacerdotes ministeriales, por eso los laicos no pueden celebrar/concelebrar la Santa Misa-, se concede la potestad del sacerdocio,
en virtud de la cual representan la Persona de Jesucristo ante su pueblo,
actuando al mismo tiempo como representantes de su pueblo ante Dios” (n. 40). Por
tanto, en la Santa Misa, “el sacerdote actúa en favor del pueblo sólo porque
representa a Jesucristo, que es Cabeza de todos sus miembros y se ofrece a sí
mismo en lugar de ellos. De ahí que vaya al altar como ministro de Cristo,
inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa
II c.l.). El pueblo, por el contrario, puesto que no representa en ningún
sentido al Divino Redentor y no es mediador entre él y Dios, no puede en modo
alguno poseer la potestad sacerdotal” (n. 84).
Ahora
bien, es indudable que los fieles presentes deben participar en el sacrificio
del sacerdote en el altar con los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en la
Cruz, y “junto con Él y por Él hagan su oblación, y en unión con Él ofrézcanse
a sí mismos” (n. 80). Es decir, la participación de los fieles en la Santa Misa
es unirse al Sacrificio de Jesús -que obra in Persona en el sacerdote
ministerial-, a través del sacerdote ministerial, pero de ninguna manera poseen
la potestad de realizar el Sacrificio por ellos mismos. Para evitar
malentendidos, Pío XII reitera: “El hecho, sin embargo, de que los fieles
participen en el sacrificio eucarístico no significa que también estén dotados
de poder sacerdotal” (n. 82).
“Mediator
Dei” enseña que “la inmolación incruenta en las palabras de la consagración,
cuando Cristo se hace presente sobre el altar en estado de víctima, es
realizada por el sacerdote y sólo por él, como representante de Cristo y no
como representante de los fieles” (n. 92).
Por
tanto, no se pueden condenar las misas privadas sin la participación del pueblo,
ni la celebración simultánea de varias misas privadas en distintos altares,
alegando erróneamente “el carácter social del sacrificio eucarístico” (n.
96).
Por
un designio divino, Jesús instituyó simultáneamente el sacrificio eucarístico y
el sacerdocio ministerial y concedió a sus ministros el privilegio exclusivo de
renovarlo en los altares de forma incruenta hasta el fin de los tiempos. Si
alguien pretendiera cambiar la Misa con el pretexto de “volver a un pasado más
antiguo y original”, como el de los primeros cristianos, eso no sería un “enriquecimiento”[1], sino un empobrecimiento,
ya que priva a la visión de la Iglesia sobre la Misa, de la luz procedente de
las definiciones dogmáticas del Segundo Concilio de Nicea, del IV Concilio de
Letrán, del Concilio de Florencia y sobre todo del importantísimo Concilio de
Trento, así como de las intuiciones de muchos insignes gigantes de la teología
y de la devoción eucarística, como Santo Tomás de Aquino, Roberto Belarmino,
Leonardo de Port Maurice y Pedro Julián Eymard.
Es
imprescindible recordar que en la Santa Misa, el fin principal es la adoración
y glorificación de la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino, a Quien la Santa
Iglesia le ofrece, por medio del sacerdote ministerial, el Santo Sacrificio del
Altar, la Eucaristía, es decir, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo, ya que esta es la verdadera y única ofrenda digna de
la Trinidad y no el pan y el vino sin consagrar; el fin primario de la Santa
Misa es entonces la adoración y glorificación de la Trinidad y nunca el fin
subsidiario de santificar las almas, fin que es, precisamente, subsidiario y no
principal.
En
la Santa Misa, aunque está también presente su gloriosa Resurrección, puesto
que en la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino
su Cuerpo glorificado, el centro del “misterio de la fe”, el centro del
misterio de la Santa Misa se enfoca en la Pasión Redentora del Salvador, puesto
que es, por definición, la “renovación incruenta y sacramental” del Santo
Sacrificio de la cruz.
Otro
elemento a tener en cuenta que, en la Santa Misa, según la teología católica,
se hace hincapié y se enfatiza en el Sacrificio de Cristo en la cruz,
sacrificio del cual la Santa Misa es su renovación incruenta y sacramental y en
segundo lugar, solo en un segundo lugar, se hace mención al memorial, por lo
que nunca se puede enfatizar el memorial en detrimento del sacrificio.
El
Sacerdote ministerial no es “presidente de la asamblea”, sino aquel que, en
carácter precisamente del sacerdote ministerial, ofrece el sacrificio in
Persona Christi, es decir, es el único que representa a la Persona de
Jesucristo ante el Nuevo Pueblo de Dios.
La Santa
Misa es un “sacrificio propiciatorio” y expiatorio por los pecados de los
hombres, para salvar nuestras almas por medio de la Sangre de Cristo ofrecida
al Padre y así evitar la eterna condenación en el Infierno; por lo tanto, la
Santa Misa no es meramente la celebración jubilosa de la Alianza.
Según
los puntos esenciales de los dogmas definidos en el Concilio de
Trento, la Santa Misa Una se deriva de la “lex orandi” de siempre, según la
cual el catolicismo es la religión de un Dios infinitamente misericordioso que
se apiada de los hombres destinados a la perdición eterna y para ello envía,
por su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo, para que muriendo en la cruz aplacara
la Ira divina, justamente encendida por los pecados de los hombres, pecados por
los cuales los hombres deben hacer en esta vida un “mea culpa” perpetuo y
reparar, ofreciendo principalmente el Santo Sacrificio del altar, la Santa
Misa. Creer en otra cosa distinta es creer en otra fe, que no es la Santa Fe
Católica; es pertenecer a otra iglesia, que no es la Santa Iglesia Católica.