(Domingo III - TO - Ciclo C – 2019)
“Hoy se
cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc
1, 1-4; 4, 14-21). “(Jesús tomó) El libro del profeta Isaías y,
desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el
Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los
ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de
gracia del Señor”.
Luego de leer un párrafo del Libro del Profeta Isaías
en la sinagoga, Jesús se auto-proclama como el Mesías, como el Ungido por el
Señor. Ahora bien, Él no es ungido con aceite, como los reyes y profetas
terrenos: su unción es la del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen, en el
momento de la Encarnación, porque Él es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de
la Trinidad. Al encarnarse el Verbo y al asumir en su Persona divina la
humanidad de Jesús de Nazareth, esta Humanidad Santísima del Verbo es ungida
por el Espíritu Santo, espirado por el Padre y por el Hijo. Es esto lo que
Jesús quiere decir cuando, leyendo al profeta Isaías, interpreta para sí lo que
lee: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque Él me ha ungido”. Jesús de
Nazareth ha sido ungido, en la Encarnación, por el Espíritu de Dios y por su
Humanidad es Santísima y Purísima, óptima y perfectísima para ser ofrecida como
Víctima del Holocausto en honor de Dios y por la salvación de la humanidad. Porque
ha sido ungido no con aceite, sino con el Espíritu Santo, es Jesús es el
Mesías, el Ungido, el Salvador de los hombres y por eso su misión es una misión
mesiánica, la de salvar a toda la humanidad. Su misión, entonces, es la de “salvar
a la humanidad”. Pero, ¿salvarla de qué? Porque para muchos –tanto en el tiempo
de Jesús, como en nuestros días-, Jesús es sólo un profeta que viene a salvar con
una salvación puramente mundana e intraterrena. No es esta la salvación que
viene a traer Jesús: Jesús viene a salvarnos de los tres grandes enemigos de la
humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte.
Para saber en qué consiste la misión de Jesús en
cuanto Ungido, en cuanto Mesías de Dios, es conveniente meditar en el pasaje
del profeta Isaías que Jesús lee en la sinagoga: “El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a
los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para
dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha
ungido”. Primero, como dijimos, Jesús no es un ungido más entre tantos: es el
Ungido por antonomasia, porque es ungido por el Espíritu Santo, en el momento
mismo de la Encarnación y lo es de tal manera, que Él es el Dispensador del
Espíritu Santo, junto al Padre.
“Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres”.
Jesús viene a salvarnos de la pobreza, sí, pero no de la pobreza económica,
material: viene a salvarnos de la pobreza más grande de todas, la pobreza del
alma sin Dios, porque viene a darnos la riqueza de su gracia, que nos hace
participar de los tesoros de su divinidad.
“Para anunciar a los cautivos la libertad (…) Para dar
libertad a los oprimidos”. Jesús no nos viene a liberar de cadenas de metal;
Jesús no es un revolucionario; Jesús no es un mesías profano y terreno: Jesús viene
a salvarnos de la eterna perdición y por ello viene a liberarnos de las
verdaderas cadenas –de las cuales, las cadenas de hierro son una
prefiguración-: las cadenas del pecado, del error y de la ignorancia: Él viene
a salvarnos, a sacarnos de la cárcel que es el pecado en esta vida y
conducirnos hacia la libertad de los hijos de Dios, concediéndonos la gracia en
el tiempo y luego la gloria en la eternidad.
“A los ciegos la vista”. Si no tenemos la gracia
santificante que nos otorgan Jesús y la Santa Madre Iglesia por los
Sacramentos, vivimos en la más completa obscuridad espiritual, rodeados e inmersos “en tinieblas y en sombras de muerte”.
Sólo la gracia de Jesús nos libera de esta oscuridad y nos concede la visión de
la fe, la que nos hace ver los misterios de su vida, que son misterios salvíficos
de muerte y resurrección. Sin la gracia de Jesús, somos ciegos espirituales,
aun cuando con nuestros ojos del cuerpo seamos capaces de ver la luz del día y
del sol; sólo su gracia santificante nos quita esta ceguera y nos permite verlo
a Él, vivo, glorioso y resucitado, en la Sagrada Eucaristía.
“Para anunciar el año de gracia del Señor”. Jesús es
el Mesías que nos anuncia un “año de gracia”, es decir, un jubileo, un motivo
de alegría en medio de las tribulaciones, penas y tristezas de este mundo,
porque su misterio salvífico de muerte y resurrección es causa de alegría y
eterna salvación para nuestras almas.
Éstas son las razones por las cuales el Hombre-Dios
Jesucristo es el Mesías, el Único enviado por el Padre para donarnos al Espíritu
Santo por medio de su muerte en cruz y resurrección.