sábado, 25 de mayo de 2024

Solemnidad de la Santísima Trinidad

 



(Ciclo B – 2024)

         Según la doctrina de la Iglesia Católica, la Santísima Trinidad es un misterio sobrenatural absoluto, lo cual quiere decir que es, para el intelecto creado, sea angélico o humano, un misterio incomprensible, insondable, inabarcable; es un misterio que se encuentra infinitamente por encima de la capacidad de comprensión de cualquier intelecto creado, sean los ángeles o los hombres[1]. Un ejemplo de la incapacidad de comprender a la Santísima Trinidad que tenemos los hombres, es el episodio sucedido a San Agustín, en un momento en el que, caminando por la playa, meditaba acerca del misterio de la Santísima Trinidad. Estando San Agustín en sus meditaciones sobre la Trinidad, se encontró repentinamente con un niño pequeño, que jugaba con un balde y una pequeña pala. El niño excavaba un pozo en la arena y luego iba corriendo al mar, llenaba su pequeño balde con el agua del mar y lo vaciaba en el pozo que había excavado. Extrañado por este juego del niño desconocido, San Agustín le preguntó qué era lo que hacía y el niño le respondió que quería hacer entrar todo el mar en el pozo que había cavado. San Agustín le dijo que eso era una tarea imposible, porque el mar era demasiado grande como para que pudiera caber en un espacio tan reducido. Entonces el niño -que no era un niño, sino su Ángel de la Guarda- le dijo: “¿Ves? De la misma manera a como el mar no puede caber en este pequeño pozo, así el misterio de la Trinidad es tan inmensamente infinito, que no puede caber en la mente limitada del hombre”. Y diciendo esto, desapareció. De este episodio de San Agustín podemos deducir, por analogía, que el inmenso mar es el misterio de la Trinidad, mientras que el pequeño pozo es nuestra limitada mente humana. Así nos podemos dar cuenta, desde un inicio, lo que implica el misterio de la Santísima Trinidad: es un misterio sobrenatural absoluto, que para nosotros -y también para los ángeles, que tienen un intelecto mucho más poderoso que el nuestro- es infinitamente incomprensible, insondable, inabarcable. Y esto es válido no solo para nosotros que vivimos en el tiempo, sino también para quienes ya están en la eternidad, los ángeles buenos y los santos, es decir, para quienes ya participan en plenitud de la contemplación de la Santísima Trinidad al contemplarla cara a cara; también para ellos es un misterio inagotable de perfección divina, de hermosura divina, de majestad divina, de bondad divina, de justicia divina, de infinidad de infinidades de perfecciones divinas, que brotan del Acto de Ser divino trinitario y que por esto mismo no pueden ser, ni lo serán nunca, por toda la eternidad, agotadas y comprendidas por completo. No bastan las eternidades de eternidades para contemplar el misterio sobrenatural absoluto, inefable, insondable, de la Trinidad de Personas. La Santísima Trinidad es un Dios tan perfectamente hermoso en su Acto de Ser divino trinitario, que el alma que tiene la dicha de contemplarla por primera vez, al ingresar al Cielo -recordemos que hay no todas las almas van al Cielo, unas van Cielo, otras al Purgatorio y otras al Infierno-, no puede y no quiere dejar de contemplar tanta hermosura, de manera tal que queda prendida de la hermosura divina como si se tratara de un gigantesco imán que atrae a una pequeñísima partícula de hierro. A pesar de que en el Cielo el alma bienaventurada puede interactuar y alegrarse -y lo hace- con la alegría de los otros que se han salvado y ahora son santos y a pesar de que puede participar de la alegría de todos los ángeles buenos de Dios, que no se rebelaron contra Dios sino que lo amaron y lo sirvieron, a diferencia de los ángeles caídos, a pesar de eso, el alma que contempla a la Santísima Trinidad queda eternamente atrapada en el Amor Divino y Eterno y en la Hermosura Increada, Infinita y Eterna de la Santísima Trinidad y no quiere, es un decir, saber nada más que no sea la contemplación de la Santísima Trinidad y también del Cordero, porque el Cordero es la Persona Segunda de la Trinidad que se encarnó, llevó a cabo su misterio pascual de muerte y resurrección y ahora es adorado y glorificado por la eternidad por los espíritus celestiales y el alma bienaventurada, aunque puede interactuar con los ángeles y santos, solo quiere contemplar, amar y adorar a la Santísima Trinidad y al Cordero, por los siglos sin fin.

         Ahora bien, la Santísima Trinidad, siendo la Felicidad Increada en Sí misma, siendo el Amor Misericordioso en Sí mismo, siendo la Justicia Divina en Sí misma, por la naturaleza misma del Amor Misericordioso que brota como un manantial inagotable de su Acto de Ser divino trinitario, no puede ni quiere quedarse para sí con ese Amor Divino y como el Amor Divino es por sí mismo comunicable, la Santísima Trinidad quiso comunicar es Divino Amor, tanto a los ángeles como a los hombres. Para comunicarlo a los hombres, la Persona Divina del Padre le pidió a la Persona Divina del Hijo que se encarnara en el seno purísimo de María Santísima para que cumpliera su misterio pascual de Muerte y Resurrección y así, luego de su Santo Sacrificio de la Cruz, prolongara y renovara su Encarnación a través del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa y por medio del Don de la Eucaristía donara a los hombres al Divino Amor que une al Padre y al Hijo desde la eternidad y esto lo hace el Hijo a través de Su Sagrado Corazón Eucarístico, que está envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Divino Amor, el cual es soplado sobre las almas que reciben el Cuerpo Sacramentado de Cristo en estado gracia -por eso la necesidad de la Confesión Sacramental-, y además con fe, con piedad y con amor. 

          Así el Santo Sacrificio de la Cruz, renovado sacramental e incruentamente en el Santo Sacrificio del Altar -la Santa Misa-, se convierte en la más suprema y hermosa expresión y en el más maravilloso vehículo de la comunicación ad extra -hacia afuera- de la Trinidad para con el hombre[2], introduciendo al mismo tiempo al hombre, purificado por la gracia, en la unidad substancial de la Trinidad, mediante la Encarnación y la Eucaristía[3]. Esto quiere decir que la Santísima Trinidad, en un doble movimiento, descendente y ascendente, nos dona su Amor a través del Corazón Eucarístico de Jesús  -movimiento descendente- para que, inflamados en su Divino Amor, seamos presentados en Cristo al Padre -movimiento ascendente-, como ofrenda agradable a Él, primero en el tiempo y luego por la eternidad, para adorarlo, amarlo, darle gracias y bendecirlo por los siglos sin fin.

         Por esta razón, la Santísima Trinidad es el Único Dios Verdadero que merece la adoración y el amor de las creaturas, ya que fue la Trinidad quien creó tanto el universo visible como el invisible; es el Único Dios que merece ser adorado y amado por sobre todas las cosas y por sobre todas las creaturas sobre todo por el hombre -de ahí la blasfemia de los satanistas que adoran al Demonio en vez de adorar a Dios-, por ser Dios Uno y Trino su Creador, su Redentor y su Salvador, porque a través de su obra más magnífica, la Santa Misa, la Sagrada Eucaristía, que es la prolongación de la Encarnación del Verbo, el medio por el cual los hombres, unidos al Cuerpo Eucarístico de Jesús, pueden ser elevados, en el tiempo y por toda la eternidad, en el Espíritu Santo, al Padre.

         Entonces, si la Trinidad se nos dona en la Eucaristía, para que, por la Eucaristía, el Cuerpo del Hijo, seamos llevados al Padre, en el Espíritu Santo, este hecho admirable debe hacernos reflexionar en cuán ligeras, mecánicas, indolentes, indiferentes y frías son a menudo nuestras comuniones -y eso, cuando nos dignamos a comulgar, porque la inmensa mayoría de las veces, preferimos dormir, ver la televisión, salir de compras, pasear, jugar al fútbol, charlar con amigos, antes que comulgar, es decir, recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en el Fuego del Divino Amor-. Comulgar no es recibir un trocito de pan bendecido en una ceremonia religiosa; comulgar es unirnos al Hijo, para adorar al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, el Amor de la Santísima Trinidad.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 31ss.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 469.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 430.


martes, 21 de mayo de 2024

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía”

 


“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía” (Mc 9, 30-17). Jesús les revela a sus discípulos, en una sola frase, la esencia de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habría de salvar a la humanidad: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Sin embargo, estos, enfrascados en discusiones mundanas y alejadas de la santidad divina, se muestran incapaces de entender lo que Jesús les está revelando proféticamente y así lo dice el Evangelio: “Los discípulos no comprendían” lo que Jesús les decía.

¿Por qué no comprendían?

Porque habían cerrado sus mentes a la luz de la gracia santificante de Jesús, luz divina y sobrenatural que permite, al menos, contemplar los misterios de la vida de Jesús; la luz divina comunicada por Jesús al intelecto, permite comprender que sus signos, sus milagros -multiplicación de panes, resurrección de muertos, expulsión de demonios-, son obras que solo Dios puede hacer y que si Él dice de Sí mismo que es Dios y hace obras que solo Dios puede hacer, entonces Él es Quien dice Ser, Dios de infinita majestad y bondad y por lo tanto, también es verdad la profecía que sobre Él mismo acaba de hacer, que sufrirá muerte de cruz y luego resucitará. Pero los discípulos cometen, al menos en este momento, el mismo error de los fariseos: se niegan a querer reconocer la divinidad de Jesús, no dan importancia a los milagros de Jesús y en cambio se dejan arrastrar por sus pasiones humanas y mundanas, que los llevan a discutir acerca de cuál de ellos es el más grande. Este tipo de discusiones, movidas por el orgullo y la soberbia, no proviene nunca del Espíritu Santo: la soberbia proviene tanto del corazón humano contaminado por el pecado, como de la participación del hombre en la soberbia del Ángel caído, Satanás. Ninguno ha comprendido lo que Jesús les pedía, que debían ser “mansos y humildes de corazón”, como es Él.

En la actualidad, sucede lo mismo, análogamente, con la Iglesia Católica y su Magisterio Eucarístico: la Iglesia enseña a los bautizados que Jesús está Presente, en Persona, real, verdadera y substancialmente, en la Sagrada Eucaristía, pero los bautizados, enceguecidos por las luces multicolores de neón del mundo y aturdidos por el ruido ensordecedor del mundo sin Dios, se dejan arrastrar por los falsos atractivos mundanos y así cometen el mismo error de los discípulos: cierran voluntariamente la inteligencia y la voluntad a las enseñanzas de la Iglesia sobre la Eucaristía, abandonan la Iglesia y se internan en las siniestras oscuridades del mundo sin Dios.


viernes, 17 de mayo de 2024

“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas”

 


“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas” (cfr. Jn 21, 1. 15-19). A través del triple acto de amor, Jesús confirma la primacía de Pedro como Roca firme sobre la que edificará su Iglesia. Desde el primer día, Jesús había llamado a Simón, hijo de Juan, con el nombre de “Kefas”, que significa “Piedra” (1, 42) y había manifestado luego que sobre esta “Piedra” o “Roca” edificaría su Iglesia (Mt 16, 18)[1]. Ahora bien, esta Piedra o Roca se manifestó débil durante la Pasión, puesto que primero se durmió mientras Jesús agonizaba, habiéndole pedido que rezaran por Él y luego lo abandonó, dejándose llevar por la cobardía, ante la agresión y la cantidad de los soldados enemigos que capturaron a Jesús en el Huerto de los Olivos al inicio de la Pasión. Pero la oración de Jesús por el futuro confirmador de sus hermanos en la fe (Lc 22, 32), sería absolutamente eficaz, al punto que esta Piedra o Roca que es Pedro finalizaría su vida terrena con el supremo testimonio del martirio, es decir, derramando su sangre y entregando su vida por el testimonio de Cristo Dios. En este pasaje del Evangelio de San Juan, la Roca es reestablecida en su fortaleza con una triple profesión de amor, la cual tenía por fin reparar la triple negación del mismo Pedro en la noche en que Jesús fue arrestado, triple negación que se consumó antes que cantara el gallo, como Jesús lo había profetizado.

El amor que Pedro le profesa a Jesús no surge de su corazón, sino que es el Amor del Corazón de Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor y esto se constata en el hecho de que el amor de reparación de Pedro hacia Jesús es desviado hacia el cuidado del rebaño de Jesús y no solo hacia la Persona de Jesús. En otras palabras, si en la triple negación de Pedro en la Pasión, Pedro, con su corazón humano, egoísta y mezquino, había negado a Jesús, dejándose llevar por la cobardía y el temor y el amor egoísta hacia la propia vida, ahora, en la triple reparación de Pedro, el Amor reparador no surge de su corazón que, aún habiendo sido purificado por la gracia de Jesús resucitado, no es la fuente del Amor Misericordioso, porque la Fuente Increada del Amor con el que Pedro ha de cuidar al rebaño de Jesús, su Iglesia, la Iglesia Católica, es el Sagrado Corazón del Buen Pastor, Jesucristo. Jesús ama tanto a su rebaño, que prefiere que Pedro repare su triple negación con un Amor reparador que tenga por objeto no a Él, el Hijo de Dios, sino a su rebaño, las almas de su Cuerpo Místico, su Iglesia.

Por último, las tres expresiones, “apacienta mis ovejas” y “apacienta mis corderos”, significan lo mismo, ya que no hay motivos para suponer que ovejas y corderos significan por separado sacerdotes y fieles. El rebaño entero -es decir, todas las ovejas del Buen Pastor- es confiado al cuidado de Pedro en cuanto Vicario del Hombre-Dios Jesucristo. Este encargo es una confirmación de la primacía de autoridad del Papa sobre la Iglesia universal y así ha sido interpretado desde siempre por la Tradición y así ha sido interpretado por el Concilio Vaticano (Dz 1822)[2]. En este pasaje, entonces, mediante la triple confesión de amor de Pedro, se confirma al Papa como Vicario del Hombre-Dios Jesucristo, con autoridad plena sobre la Iglesia universal.

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1959, 779.

[2] Cfr. ibidem, 779.


miércoles, 15 de mayo de 2024

Solemnidad de Pentecostés


 


(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo B – 2024)

         “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 19-23). Después de resucitar y ascender al Cielo, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos, esta vez para hacerles el Don de los dones, el Amor Divino, la Tercera Persona de la Trinidad, la Persona Divina que une al Padre y al Hijo desde la eternidad en el Divino Amor, el Espíritu Santo. Haciendo esto, cumple lo que había prometido antes en su Pasión: “Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7). Era necesario y conveniente, porque formaba parte del misterio pascual de muerte y resurrección, que Nuestro Señor muriese en la Cruz, para luego ya resucitado y ascendido, enviar al Divino Amor, el Espíritu Santo. La razón del Don del Espíritu Santo, el Divino Amor, no es otra que el mismo Divino Amor: fue por el Divino Amor que se encarnó en María Santísima y vino a nuestro mundo, a nuestra historia y nuestra tierra; fue por el Divino Amor que sufrió su dolorosísima Pasión y Muerte en Cruz; ahora, movido por ese mismo Divino Amor, ya resucitado, sopla en el seno de la Iglesia al Divino Amor, para que por este Amor, su Iglesia Santa obre en su Memoria y anuncie el Evangelio y propague la Eucaristía por todo el orbe de la tierra, para la salvación de las almas.

         Ahora bien, el Espíritu Santo, el Divino Amor, está representado como paloma, como fuego, como viento divino, pero es una Persona, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y obrará por lo tanto como Persona, con la Inteligencia y la Voluntad divinas propias de cada Persona de la Trinidad. ¿Qué obras hará el Espíritu Santo en la Iglesia? Hará diversas obras.

         El Amor de Dios unirá a los hijos de Dios en un solo Cuerpo, el Cuerpo Eucarístico de Cristo, para así conducirlos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, para la eternidad.

         El Espíritu Santo donará al Cuerpo Místico de Cristo un alma y así el Alma de la Iglesia, el Espíritu Santo, será su alma, de ahí que el Amor de Dios es el Único Motor del movimiento de los hijos de Dios. De la misma manera a como el Cuerpo muerto de Jesús fue vivificado y resucitado por el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, así el Cuerpo Místico de Cristo, formado por los bautizados sacramentalmente, recibirá en Pentecostés al Divino Amor, el cual obrará en los bautizados como “Alma del alma”. Es por esta razón que el Divino Amor es la esencia y el espíritu de la Iglesia y es por esto que quien en la Iglesia no ame como Cristo mandó amar -hasta la muerte de Cruz y con el Amor del Espíritu Santo-, no obra movido por el Espíritu Santo, sino por otro espíritu, sea el espíritu humano o el espíritu del mal, el Ángel caído, Satanás. Ese cristiano puede asistir a misas, procesiones, reuniones, etc., pero si no actúa movido por el Divino Amor, obra por fuera del Espíritu de la Iglesia.

         El Espíritu Santo obrará en los bautizados ejerciendo en ellos una sobrenatural función pedagógica y catequética, iluminando sus inteligencias para que puedan comprender y entender los misterios de Cristo, ya que antes de su Pasión, el Evangelio revela que los discípulos “no entendían” lo que Jesús les decía sobre su divinidad y su misión mesiánica; además, encenderá en sus corazones la Llama del Divino Amor, para que los bautizados, santificados por la gracia, puedan llegar al extremo de dar la vida por amor a Cristo, tal como lo hicieron los santos y mártires a lo largo de toda la historia de la Iglesia Católica.

         El Espíritu Santo les concederá por lo tanto un conocimiento y un amor de Cristo sobrenaturales: “Pero el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará y les recordará todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26). Esta doble función, pedagógica -enseñar- y mnemónica -recordar- no se limitará al mero aumento de las capacidades naturales de los discípulos de conocer y recordar, sino que dará una nueva capacidad de entendimiento y de memoria, una capacidad divina, derivada de la participación de las virtudes sobrenaturales provenientes de la Trinidad. El Espíritu Santo los instruirá en los misterios del Hombre-Dios Jesucristo, de manera que comprenderán que Quien nació en Belén era el Verbo del Padre, Encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, el cual prolonga su Encarnación en la Eucaristía y así serán capaces de reconocer al Hombre-Dios oculto en las apariencias de pan y vino. Si en el Evangelio lo confundieron con un “fantasma” cuando lo vieron caminar sobre las aguas, ahora, por la función pedagógica, cognitiva y mnemónica del Espíritu Santo, los bautizados de todos los tiempos de la Iglesia Católica lo reconocerán como al Hijo de Dios encarnado, Presente en Persona en la Sagrada Eucaristía, que camina en el tiempo y en la historia humanos con la Iglesia Militante acompañándola hacia la unión con la Iglesia Triunfante en la eternidad.

Solo de esta manera, mediante la iluminación del Espíritu Santo, la Iglesia de todos los tiempos estará en condiciones de entender la majestad, la grandeza y la sublimidad sobrenaturales de los misterios sobrenaturales absolutos del Hombre-Dios, desde su Encarnación, pasando por los milagros realizados en el Evangelio y a lo largo de la historia, hasta su Resurrección, glorificación y Ascensión.

El Espíritu Santo les recordará que Jesús les había prometido “quedarse con ellos todos los días hasta el fin del mundo” y así la Iglesia entenderá que esta promesa se cumple en la Eucaristía, porque en la Eucaristía está Presente en Persona el Hombre-Dios Jesucristo.

El Espíritu Santo permitirá que los bautizados sean capaces de contemplar la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, es decir, podrán contemplar el Milagro de los milagros, la transubstanciación, obrada en Persona por el Sumo Sacerdote Jesucristo, Quien es el que con su poder divino obra el milagro por medio de la frágil voz del sacerdote ministerial.

El Espíritu Santo permitirá a los bautizados comprender que el cuerpo del hombre ya no le pertenece a partir del Bautismo sacramental, porque en el Bautismo el cuerpo del hombre es convertido en templo del Espíritu Santo, templo sagrado que no debe ser profanado ya que si se lo profana -a través del alcohol, las substancias prohibidas, las incisiones o tatuajes, o cualquier clase de pecado-, se profana a la Persona del Espíritu Santo que es la dueña de ese cuerpo y se profana también el corazón de ese templo, que por el Espíritu Santo fue convertido en altar sobre el que debe ser adorada solamente el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

El Espíritu Santo permitirá comprender el misterio sobrenatural de los Sacramentos, como por ejemplo en la Confesión, en donde el alma es purificada de sus pecados por la Sangre del Cordero derramada en la Cruz, o el Sacramento de la Confirmación, mediante el cual el confirmando recibe a la Persona Tercera de la Trinidad, precisamente, al Espíritu Santo. También hará comprender el valor inapreciable de la gracia santificante, la cual hace partícipe al alma de la naturaleza y del Acto de Ser divino trinitario, comprensión que alcanzaron los santos y mártires y explica porqué estos santos y mártires preferían “morir antes que pecar”, porque comprendían el valor inestimable de la gracia santificante concedida por los Sacramentos. También hará comprender el inmenso poder de destrucción que posee el pecado, el cual puede matar no el cuerpo sino el alma del hombre, quitándole la vida de la gracia, cuando el pecado es mortal. También hará comprender cómo el pecado del hombre incide en el Cuerpo de Cristo golpeándolo, lastimándolo, abriéndole grandes heridas y haciendo brotar su Preciosísima Sangre, hasta crucificarlo; el Espíritu Santo permitirá al bautizado comprender cómo fueron sus pecados personales los que crucificaron y dieron muerte al Hombre-Dios Jesucristo. El Espíritu Santo permitirá que el bautizado comprenda que sus pecados personales, si bien son insensibles e indoloros para él, sin embargo se traducen en el Cuerpo de Cristo en golpes en su Sagrado Rostro, en hematomas, en flagelaciones, en la coronación de espinas. También el Espíritu Santo concederá a los bautizados el verdadero arrepentimiento, el arrepentimiento perfecto, la contrición del corazón, el arrepentimiento de los pecados que hace que el hombre prefiera la muerte antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado.  

El Espíritu Santo permitirá a los bautizados contemplar a la Santa Misa como lo que es, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, en la cual el Hombre-Dios Jesucristo, por medio de la transubstanciación, convierte el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre y de esa manera, quien sea iluminado por el Espíritu Santo, dejará de tener la visión puramente humana y falsificada de la Santa Misa, visión según la cual la Misa es una ceremonia religiosa “aburrida” y que por lo tanto se la debe reformar para que sea “divertida”; el Espíritu Santo hará comprender que la Santa Misa es un misterio sobrenatural absoluto, proveniente de la majestad divina de la Santísima Trinidad y no una ceremonia humana creada para que sea divertida y “temática”, visión que además de falsa es blasfema.

El Espíritu Santo también enseñará que comulgar no es hacer una fila para recibir un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino la unión, por el Espíritu Santo, al Cuerpo de Cristo, para ser inmolados en Él y por Él y así ser presentados al Padre como ofrendas sagradas. Por esta razón, quien comulga, nunca debe hacerlo de manera mecánica, sino que debe meditar en este misterio divino y, movido por el Divino Amor, hacer un acto de amor y de adoración al Cristo Eucarístico, tanto antes como después de comulgar.

El Espíritu Santo también instruirá a los bautizados acerca de la Santidad Increada de la Santísima Trinidad y por lo tanto de la Sagrada Eucaristía, santidad que se comunica a la Esposa Mística del Cordero, la Santa Iglesia Católica; santidad que se opone radicalmente al mundo, que está bajo el influjo del maligno, del Ángel caído, Satanás y también del Anticristo y de la Bestia como pantera, la Masonería, en la cual trabajan los hombres malvados aliados del espíritu maligno de Lucifer.

Por último, el Don del Espíritu Santo en Pentecostés, se renueva en cada comunión eucarística, porque en cada comunión eucarística el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús sopla sobre el alma de quien lo recibe en gracia, con fe, con amor, con piedad y devoción, al Espíritu Santo, convirtiendo así cada comunión eucarística en un pequeño Pentecostés personal. El fin último de este don del Espíritu Santo a través de la comunión eucarística no es otro que el aumentar, segundo a segundo, el Amor Divino en el alma hacia Jesús Eucaristía.

Esta es la obra que hace el Espíritu Santo desde Pentecostés, y la seguirá obrando hasta el fin de los tiempos, hasta el Día del Juicio Final.

 

sábado, 11 de mayo de 2024

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 



(Ciclo B – 2024)

         Para poder comprender qué es la Ascensión del Señor, debemos reflexionar, ante todo, en su misterio pascual de muerte y resurrección, puesto que la Ascensión es la continuación y consumación de su sacrificio en cruz[1]. En otras palabras, no podemos entender la Ascensión si no la contemplamos en la totalidad del misterio sacrificial de Jesucristo en la cruz.

         Y no solo la Ascensión, sino toda la vida, toda la existencia terrena de Cristo es asumida, según la idea de Dios, de un modo esencial, en su supremo culto sacrificial. Toda su vida, desde su Concepción y Encarnación, hasta su Muerte, Resurrección y Ascensión, están incluidas y tienen por centro y por eje el Santo Sacrificio del Calvario. Al Encarnarse en la naturaleza humana, la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo de Dios, de dignidad y majestad infinitas, se apropió de un objeto que había de sacrificar, el alma y el cuerpo humanos de Jesús de Nazareth y lo unió hipostáticamente a su Persona Divina; al hacer esto, al unir al cuerpo y al alma de Jesús a su Persona Divina, el Hijo de Dios le comunicó a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth un valor de sacrificio infinito; mediante su Pasión y muerte en cruz -las cuales las tuvo presentes desde el momento mismo de la Encarnación-, consumó la inmolación de este objeto de su sacrificio, esto es, su cuerpo y su alma humanos; mediante su Resurrección y glorificación transformó esta naturaleza humana en holocausto, en prenda de gloria ofrecida a la Trinidad para mayor gloria y alabanza de Dios Uno y Trino y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de su Padre, para que le perteneciese al Padre esta naturaleza humana glorificada que, como propiedad del Hijo, Éste le ofrecía al Padre, para que el Padre tome posesión de su Cuerpo y su Alma como prenda eterna del culto más perfecto y agradable que jamás pudiera recibir.

         Ahora bien, el sacrificio de Cristo es un sacrificio personal pero ante todo sacerdotal, porque Él es el Sumo y Eterno Sacerdote, de cuyo sacerdocio participan los sacerdotes ministeriales; sacerdotal significa que el sacerdote es el que sacrifica como delegado y en nombre de toda la humanidad, siendo instituido por Dios mismo y ofrece el sacrificio en nombre de los hombres; así el sacerdote se coloca entre Dios y los hombres, haciendo llegar a Dios el culto de la humanidad y entregando de parte de Dios a la humanidad los frutos del sacrificio. Y así como el sacerdote en su sacrificio se sacrifica a sí mismo, así también la humanidad, mediante la participación en el sacrificio del sacerdote ha de representar el sacrificio de sí misma, es decir, se sacrifica a sí misma al unirse al sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, por medio de la Santa Misa.

         Jesucristo es el representante del linaje, de la raza humana, por haber salido del seno de la misma, por haber tomado de la raza humana el cuerpo y la sangre que había de sacrificar a Dios. La carne y la sangre que Él inmoló en la cruz el Viernes Santo y que fueron sublimadas por el fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección, eran al mismo tiempo nuestra carne y nuestra sangre y por eso no fue solamente Cristo, sino todo el linaje humano que a Él se une por la gracia santificante que dan los sacramentos, quien en la carne y la sangre de Cristo ofreció a Dios la prenda de valor infinito y la elevó, en la Ascensión, al cielo.

             La carne y la sangre que habían sido contaminadas por la impureza y la mancha del pecado original desde Adán, ahora son elevadas, sublimadas, purificadas, santificadas por el Espíritu Santo en la Resurrección de Cristo, al Ascender Nuestro Señor a los cielos.

         Entonces, en la Ascensión de Cristo, debemos ver a la Víctima Perfectísima, el Cordero Inmaculado, que, sublimado por el fuego del Espíritu Santo, es ofrecido a Dios como suave perfume de incienso, que se eleva al cielo así como el humo del incienso, quemado por el fuego de la brasa incandescente, se eleva al cielo. Pero también nosotros podemos ser parte de esa ofrenda agradabilísima a Dios, por medio de la unión con Cristo a través de la gracia santificante concedida por los sacramentos, de ahí la importancia de la recepción de los mismos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía. Si no nos unimos a Cristo por los sacramentos, nunca seremos ascendidos a los cielos; peor aún, seremos precipitados en el Abismo en donde el fuego nunca se apaga; pero si nos unimos a Cristo por la fe, el amor y los sacramentos, entonces seremos ascendidos con Él al cielo, para ser una eterna ofrenda de amor, al Padre, por el Hijo, en el Amor del Espíritu Santo.



[1] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 460ss.


martes, 7 de mayo de 2024

“El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”

 



         “El Espíritu Santo les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (cfr. Jn 16, 5-11). Cuando el Espíritu Santo sea enviado por Jesús luego de su Ascensión, concederá a sus discípulos tres grandes beneficios: dará testimonio de la divinidad de Jesús; les dará abundantemente sus gracias y finalmente, espiritualizará el amor de los apóstoles hacia Jesús.

         Además, el Espíritu Santo acusará al mundo y le argüirá de agravio en tres graves puntos: de pecado, de justicia y de juicio. El mundo pensaba que Jesús era culpable y en realidad Él era inocente; creía que la justicia estaba de su parte y el Espíritu Santo les hará ver que cometieron una gran injusticia al condenar a muerte al Inocente[1]. El Espíritu Santo dará claro testimonio de que Jesús era el Mesías y al obrar así hará ver a los judíos que su pecado es un pecado de incredulidad, un pecado contra la luz. Por la acción del Espíritu Santo es que tres mil judíos en Jerusalén reconocieron la divinidad de Jesús el Domingo de Pentecostés (Hch 2, 37-41) y cualquier conversión de un enemigo de Cristo supondrá la misma acción del Espíritu Santo y la misma confesión de su divinidad.

         En segundo lugar, el Espíritu Santo atestiguará que Jesús no es un delincuente el que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios. Cuando prediquen los apóstoles y cuando abunden los carismas y crezca la Iglesia, aparecerá claro que la justicia y la santidad pertenecían a Jesús y no a los judíos que le condenaron a muerte como un malhechor.

         En tercer lugar, se verá claro que en la batalla entre Cristo y el príncipe de este mundo, no es Cristo el que ha sucumbido al juicio adverso, porque Satanás ha sido herido con una sentencia de condenación y ha sido arrojado fuera de sus dominios. La destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios de los poseídos será una prueba de esto.

         Por último, y aunque no está en el Evangelio, la fe de Jesucristo en la Eucaristía es obra del Espíritu Santo y esto lo que Jesús quiere decir cuando dice que “cuando venga el Espíritu Santo, Él los guiará a la verdad completa”.

         Quien reconoce que Cristo es Dios, que fue crucificado injustamente y que por eso su muerte fue un deicidio; quien reconoce que Satanás es solamente un ser inferior, un ángel caído y que de ninguna manera se le puede rendir culto; quien reconoce que la Eucaristía es Cristo Dios, ese tal está iluminado por el Espíritu Santo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Ediciones Herder, Barcelona 1957.


jueves, 2 de mayo de 2024

“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”


 

(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2024)

         “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 19-17). En este “mandamiento nuevo” de Jesús, debemos preguntarnos cuál es la novedad, cuál es lo “nuevo”, porque entre los judíos ya existía un mandamiento que mandaba amar al prójimo: “Ama a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Si ya existía un mandamiento en el que, por orden divina, se debía “amar al prójimo”, debemos entonces considerar en dónde está la novedad del mandamiento de Jesús.

         Un primer aspecto a considerar es que el mandamiento no se limita al prójimo que comparte la misma religión, sino a todo prójimo. Para los judíos, el prójimo era aquel que compartía la misma religión; en el catolicismo, el prójimo es el que comparte la misma religión, pero también todo ser humano, por el solo hecho de ser una persona humana. Por esta razón, el mandamiento de Jesús es nuevo en cuanto a que es universal, se extiende a toda la humanidad, el católico debe amar a todos los hombres, sin importar la raza, la religión, la condición social, etc.

Otro aspecto a considerar es que no es un amor natural. Hasta Jesús, se debía amar al prójimo, pero con un amor natural, el amor que surge del corazón humano que, si bien está hecho para amar, como consecuencia del pecado original, se vuelve un amor limitado, estrecho, egoísta, que se deja llevar por las apariencias, que ama con condiciones. A partir de Jesús, esto cambia radicalmente, porque el amor con el que se debe amar, tanto a Dios como al prójimo, ya no es el solo amor humano, ni siquiera el amor humano purificado del pecado por acción de la gracia:, sino que es un amor sobrenatural, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Otra característica es que en el prójimo al que se debe amar, está comprendido aquel que, por alguna razón, es nuestro enemigo personal, según lo dice el mismo Jesús: “Amen a sus enemigos”. Esto porque, si hacemos así, si amamos a nuestros enemigos, estaremos imitando y participando del amor con el que Dios Padre nos amó en Jesucristo, porque siendo nosotros sus enemigos, los enemigos de Dios Padre, por causa del pecado, Dios Padre no nos trató como a sus enemigos, sino como a sus hijos, nos amó con su amor misericordioso, no solo no tratándonos como lo merecíamos por crucificar a su Hijo Jesús, sino perdonándonos por la Sangre de Cristo y concediéndonos la Vida nueva de los hijos de Dios. Entonces así debe hacer el católico con sus enemigos personales, amarlos, como Dios nos ha amado en Cristo. Pero este amor a los enemigos no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, porque a estos se los debe combatir, a cada uno con las armas correspondientes, materiales y espirituales, pero se los debe combatir, aunque no odiarlos, porque se debe odiar la ideología que los convierte en enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, pero no se los debe odiar en cuanto seres humanos. Un ejemplo es la ocupación ilegal de Inglaterra en nuestras Islas Malvinas: se debe odiar la ideología criminal que los lleva a cometer la ocupación y usurpación ilegal de nuestro territorio patrio, pero no se los debe odiar en cuanto seres humanos; otro ejemplo, es la subversión marxista que pretende tomar el poder por la violencia: se debe odiar a la ideología comunista que atenta contra nuestra Patria, pero no se debe odiar al subversivo en cuanto ser humano. Entonces, se debe odiar a la ideología -comunismo, liberalismo, etc.-, pero no al ser humano.

Por último, se debe amar “como Jesús nos ha amado” y Jesús nos ha amado con dos características: hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo, con el Amor Divino, que es la Tercera Persona de la Trinidad, el Amor que el Padre dona al Hijo y que el Hijo dona al Padre. Amar al enemigo hasta la muerte de cruz implica literalmente morir a nosotros mismos, en el sentido espiritual, es decir, morir al deseo de venganza, de rencor, de enojo, porque Jesús ha desterrado para siempre la ley del Talión del “ojo por ojo y diente por diente” y no solo debemos morir a este sentimiento, sino amar al prójimo que nos ha ofendido y amarlo no siete veces, sino “setenta veces siete”, como dice Jesús, lo cual significa “siempre”. Debemos entonces amar al prójimo “como Jesús nos ha amado”, hasta la muerte de cruz, muriendo a nosotros mismos y a nuestro deseo de venganza, deseo que debemos desterrar radicalmente de nuestros corazones. La otra característica de nuestro amor es la de amar con el Amor Divino, el Espíritu Santo, porque Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz y ha derramado sobre nosotros, con su Sangre Preciosísima, el Espíritu Santo, el Espíritu del Divino Amor, el Amor con el que se aman eternamente el Padre y el Hijo. Y debido a que, como es obvio, no tenemos ese Amor en nosotros, porque no somos Dios, debemos suplicar, en la oración, que, por medio de la Virgen, descienda el Amor del Espíritu Santo sobre nosotros, para que así seamos capaces de cumplir el “mandamiento nuevo, amarnos los unos a los otros, como Jesús nos ha amado”. Y si hacemos esto, si amamos a nuestros enemigos hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo, entonces seremos verdaderamente hijos divinizados de Dios Padre, que nos amó hasta la muerte en cruz de su Hijo Jesús y con su Amor, el Espíritu Santo.