(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2023)
“El Primer Mandamiento es amar a Dios y al prójimo como
a ti mismo, con todas tus fuerzas” (Mt 22, 34-40). Le preguntan a Jesús
cuál es el “mandamiento principal de la ley” y el que formula la pregunta a
Nuestro Señor Jesucristo, está preocupado únicamente por el mandamiento que sea
“el más grande de todos”[1]. Jesús
le responde según lo que dice la Ley de Dios: “Amar al Señor con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser, agregando lo siguiente: "y al prójimo como a ti mismo”. La
razón de la pregunta puede deberse a la gran cantidad de preceptos o
mandamientos que poseía la ley: seiscientos trece (613) en total, la inmensa mayoría inventados por los hombres y por lo tanto cargados de superstición y de inutilidad -Jesús se los reprochará directamente en la cara-, los cuales se
subdividían en “leves” y “graves”; los mandamientos “graves” se subdividen a su
vez en “pequeños” y “grandes”. En cuanto a los mandamientos considerados “graves”
y “grandes” se consideraban tan graves, que la profanación de estos últimos
sólo se podía expiar con la muerte. Precisamente, será la supuesta profanación
de los mandamientos “graves” y “grandes”, lo que servirá de soporte legal a los
fariseos, para acusar injustamente a Jesús: la acusación es la de auto-proclamarse como Dios
Hijo, al atribuirse Jesús la condición divina, cuando dice que Él “proviene del
Padre” y que “nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Ambas declaraciones son
absolutamente verdaderas, puesto que Jesús es Dios, es la Segunda Persona de la
Trinidad, Dios Hijo, que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de
Nazareth, adquiriendo para sí el nombre de “Hombre-Dios”. Pero esto, que es
Verdad, constituye para los fariseos, un delito, una profanación de los
mandamientos “graves” y “grandes” que solo pueden expiarse con la muerte y es
la razón por la cual los fariseos piden a Pilato la pena máxima, la pena
capital, la muerte en cruz. En otras palabras, decir la Verdad, proclamar la
Verdad Absoluta sobre Dios que es Uno y Trino, constituye para los fariseos un
delito gravísimo que merece la pena de muerte. Los fariseos no pueden recibir
la Verdad Revelada, Cristo Jesús, porque voluntariamente han rechazado a la
Verdad de Dios, a la Sabiduría de Dios, colocándose de modo inmediato como “hijos
del Padre de la mentira”, esto es, Satanás; esta condición de los fariseos de adhesión
voluntaria al Padre de la mentira y de rechazo de Jesús, que es la Sabiduría de
Dios, hará que Jesús los califique como integrantes de la “sinagoga de Satanás”.
Con relación al Primer Mandamiento, es “el más importante” porque coloca al hombre, con todo su ser, su alma y su cuerpo, en relación de amor directa con Dios. Las palabras con las que comenzaba el Primer Mandamiento (Dt 6, 5), que iniciaban la oración que se rezaba dos veces al día, eran el “Shemá Israel” o “escucha Israel”, que es como decir: “Escucha, oh hijo mío” y hacen que este mandamiento sea el más importante porque recomiendan, con amor paternal, desde el inicio, la sumisión del corazón (para los hebreos, el corazón era la sede de la inteligencia) y del alma (el alma era el principio de la sensibilidad: emociones, sentimientos, etc.) a Dios, es decir, la sumisión total del hombre a Dios y esto con todo amor y en verdad, porque Dios es el Creador del hombre en su cuerpo y en su alma y es justo por lo tanto que el hombre ame a Dios con todo su ser, su cuerpo y su alma y “con toda su fuerza”. Por otra parte, Nuestro Señor le agrega a este mandamiento el amor al prójimo (Lev 19, 18) considerándolo como un “segundo mandamiento”, lo cual demuestra que Jesús quiere unir el primero y el segundo en uno solo, sin separarlos o disociarlos, pero además de unirlos en uno solo, Jesús reduce y simplifica drásticamente la cantidad de preceptos que había que cumplir para ser justos ante Dios: de seiscientos trece, a dos y de dos, a uno: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. De esta manera, en el Primer Mandamiento, el hombre logra el objetivo y el fin de su existencia y de su ser en esta vida, al indicársele que debe hacer un triple acto de amor espiritual: a Dios, al prójimo y a sí mismo, teniendo siempre presente que no se puede amar al prójimo si no se ama a Dios, ya el verdadero amor al prójimo no es más que un desborde del verdadero amor a Dios. Luego, a partir de Cristo, se agrega otro aspecto, más profundo todavía, por el que se debe amar al prójimo: se ama al prójimo porque en el prójimo está Cristo misteriosamente presente y además porque el prójimo es “imagen y semejanza” de Dios, y esto quiere decir que no se puede amar al representado -Dios- sin amar su imagen -el prójimo-.
Nuestro Señor es el primero en presentar estos dos
preceptos como uno, al tiempo que le da a la palabra “prójimo” un sentido más
amplio. De estos dos preceptos penden la “ley y los profetas”. De esta manera,
Jesús eleva a la perfección la ley de la caridad.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos en dónde
radica la novedad del Mandamiento de Jesucristo, porque si no hay novedad,
entonces las religiones católica y judía girarían en torno a un mandato central
y esencial, común a ambas religiones, pero esto no es así, desde el momento en
que el mandamiento de Jesucristo, el de la religión católica, es tan diferente
al mandamiento judío, que se puede decir que son verdaderamente distintos, aun
cuando su formulación sea la misma. Entonces, ¿en dónde está la novedad del
mandamiento de Cristo? La novedad del Primer Mandamiento después de Jesús, es
que el amor con el que se debe amar a Dios, al prójimo y a sí mismo, no es más
el limitado amor humano, débil por naturaleza, contaminado por la mancha del
pecado original, que se deja llevar por las apariencias, sino en un amor
desconocido para el hombre: el Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad,
el Espíritu Santo. Entonces, para el cristiano, el Primer Mandamiento, el más
importante, ya que “reúne o resume en sí a la Ley y los Profetas”, continúa
siendo, en su formulación, el mismo de los judíos, en el que se debe hacer un
triple acto de amor espiritual: a Dios, al prójimo y a uno mismo, solo que ahora
el amor con el que se debe amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, es el Divino
Amor, la Tercera Persona de la Trinidad, que se comunica de modo universal a la
Iglesia en Pentecostés y a cada alma en particular, si está en gracia, por supuesto,
desde el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Así, por la Comunión
Eucarística, recibimos el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que nos permite amar
a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, no con nuestro limitado amor humano, sino
con el Divino Amor, el Espíritu Santo.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada
Escritura, Tomo III, Editorial Herder,m Barcelona 1957, 444.