(Domingo
XVII - TO - Ciclo B – 2018)
“Jesús multiplicó panes y peces” (cfr. Jn 6,1-15). Ante la multitud que había acudido a escucharlo, Jesús
realiza un milagro portentoso, demostración clamorosa de que Él es Dios:
multiplica panes y peces para satisfacer el hambre de la gente. Jesús ya había
sentido compasión de la multitud porque “estaban como ovejas sin pastor”, es
decir, sin rumbo fijo en cuanto a la fe y por eso se puso a enseñarles el
camino de la salvación. Ahora, frente a otra multitud, también siente
compasión, porque la multitud está hambrienta y por eso realiza el milagro de
la multiplicación de panes y peces.
Es
un pre-anticipo de la multiplicación de otro pan y de carne, no de peces, sino
de cordero; es la señal que anticipa otro milagro infinitamente más grande que
multiplicar pan inerte y carne de pescado para alimentar el cuerpo, y es la
multiplicación sacramental del Pan de Vida y la Carne del Cordero de Dios, que
alimenta las almas.
La
multiplicación de pan de harina común y de carne de peces, por la cual Jesús
dona de su poder divino para saciar el hambre corporal, es solo el anticipo y
la pre-figuración de otro signo, otro milagro, otro portento, que asombra a
ángeles y santos en el cielo, y es lo que sucede en cada Santa Misa, en donde
la Iglesia, por medio del sacerdocio ministerial renueva sacramental e
incruentamente el Santo sacrificio de la Cruz, Santo Sacrificio por el cual Él
se dona a Sí mismo a las almas y no en forma limitada, con una parte de su
poder o de Sí mismo, sino que se dona todo Él, con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, a las almas que lo reciben y se unen a Él por la fe y por el amor y
por el sacramento de la Eucaristía.
En
el Evangelio, Jesús utiliza una ínfima parte de su poder divino, porque Él es
el Creador del universo material y espiritual, visible e invisible y es por
esta razón que multiplicar panes y peces, es decir, crear de la nada los átomos
y moléculas que componen los panes y los peces, aun cuando sea un signo
portentoso, es para Jesús nada en comparación con su poder divino, con el cual
creó el mundo visible e invisible y es también nada en comparación con el
milagro que sucede en cada Santa Misa, en donde Jesús se dona a Sí mismo a las
almas, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía.
Si
en el Evangelio Jesús se compadece de la multitud porque tiene hambre corporal
y para ello realiza un milagro asombroso destinado a saciar esa hambre
corporal, en la Santa Misa Jesús demuestra para con nosotros un Amor y una
Misericordia infinitamente más grandes que los que les demostró a la multitud
del Evangelio, porque a ellos les dio pan inerte, sin vida, compuesto de trigo
y agua y carne de peces, para que sacien el hambre del cuerpo, mientras que a
nosotros, por las palabras de la consagración, nos da el Pan de Vida, el Pan
Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, Pan que es Carne de Cordero,
asada en el fuego del Espíritu Santo, para alimentar no nuestros cuerpos, sino
nuestras almas y el alimento con el que nos alimenta por medio de este Pan Vivo
bajado del cielo es el Amor Misericordioso de su Sagrado Corazón.
“Jesús
multiplicó panes y peces (…) la multitud quedó saciada (…) y decían: “Éste es,
verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo” y querían hacerlo rey, pero
Jesús, dándose cuenta de que lo querían hacer rey, se retiró otra vez solo a la
montaña”. La multitud se da cuenta que Jesús ha hecho un milagro; la multitud
no es ciega frente al milagro; la multitud sabe y se da cuenta que Jesús no es
un hombre cualquiera y si bien no tenga en claro que es el Hombre-Dios, al
menos lo toma por “el Profeta que debía venir al mundo”, es decir, lo considera
superior a todos los demás profetas y hombres santos y por eso “quiere hacerlo
rey”. Pero la multitud se equivoca en algo: quiere hacerlo rey porque Jesús ha
satisfecho su apetito corporal y Jesús no ha venido para terminar con el hambre
en el mundo; Jesús no ha hecho el milagro de multiplicar panes y peces para
satisfacer el hambre del cuerpo y ser nombrado rey, un rey más entre tantos de
la tierra y por esa razón se retira. La multitud se da cuenta que Jesús es
alguien especial, pero se equivoca al pretender hacerlo rey a Jesús porque les
ha saciado el hambre del cuerpo.
¿Qué
sucede con nosotros? Criticamos a la multitud del Evangelio, pero al menos la
multitud del Evangelio reconoció en Jesús a alguien superior, que hizo un
milagro portentoso para alimentar sus cuerpos. En cada Santa Misa Jesús, el
mismo Jesús del Evangelio, en forma invisible pero real, a través del sacerdote
ministerial de la Santa Iglesia Católica, hace un milagro infinitamente más
grande que multiplicar pan sin vida y carne de pescado, porque multiplica su
Presencia sacramental en la Eucaristía, multiplica el Pan de Vida y la Carne
del Cordero. ¿Reconocemos nosotros a la Santa Iglesia Católica como la Única
Esposa del Cordero, la única en grado de realizar semejante portento por medio
del sacerdocio ministerial? ¿Proclamamos a Jesús como el Rey de nuestros
corazones, porque Jesús se nos dona a Sí mismo en la Eucaristía? ¿O, por el
contrario, nos retiramos de la Santa Misa tan escépticos, incrédulos y
desagradecidos como al inicio? No seamos indiferentes, escépticos, incrédulos,
desagradecidos y en acción de gracias por el milagro de la multiplicación del
Pan de Vida y de la Carne del Cordero, no dejemos a Jesús solo en el sagrario y
acudamos a postrarnos ante su Presencia para darle gracias, por el milagro de
conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre y lo proclamemos Rey de
nuestros corazones.