(Domingo
de Ramos - Ciclo B - 2012)
En
este Domingo, como su nombre lo indica, la Iglesia toda conmemora el ingreso triunfal de
Jesús a Jerusalén, ingreso en el que fue saludado con ramos de olivo. En su forma solemne, la Santa Misa da inicio
con una procesión, en la que se lee el Evangelio que relata el ingreso de Jesús
en Jerusalén, y la entrada y posterior procesión del sacerdote hacia el altar,
imitan a Jesús en su entrada triunfal en la Ciudad Santa. El
episodio no es anecdótico; todo lo contrario, por el misterio de la liturgia, la Iglesia toda se hace
partícipe de este ingreso triunfal, y como en la multitud, compuesta por el
Pueblo Elegido, está prefigurado el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica , se hace
necesario reflexionar acerca de lo sucedido en ese momento, para determinar
cuáles son sus enseñanzas espirituales.
Y debido a que este “misterio de iniquidad” anida tanto en
el Pueblo Elegido, como en el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica ,
en esta muchedumbre deben verse reflejados los cristianos, que en un momento
parecen alabar a Jesús, y en otro lo niegan, obrando el mal. En esta
muchedumbre ambivalente están comprendidos aquellos que no terminan de recibir la
comunión, y ya están calumniando, difamando, hablando mal, criticando, a su
prójimo; en esta muchedumbre cambiante deben verse los cristianos que,
recibiendo una prueba como don del cielo que hace participar de la Cruz de Jesús, inicialmente
la aceptan, pero cuando la prueba se hace más dura, la rechazan, se quejan, no
la aceptan, reniegan de ella, y desearían que les fuera quitada; en esta
muchedumbre que del amor pasa al odio, están los cristianos que en apariencia
son cristianos, es decir, aparentan vivir los Mandamientos de la Ley divina, pero a la hora de
la verdad, no dudan en ver programas inmorales, cometer estafas, aceptar
sobornos, consentir la envidia, la lascivia, la soberbia.
Ayer, el Pueblo Elegido, luego de aclamar a Jesús el Domingo
de Ramos, pocos días después, el Viernes Santo, pide a gritos su crucifixión.
Los cristianos, que forman el Nuevo Pueblo Elegido, deben
preguntarse cómo se comportan con relación a Jesús, que viene en nuestro
tiempo, no montado en un humilde borriquito, sino escondido bajo la apariencia
de pan, para entrar, no en la ciudad de Jerusalén, sino en el alma.
¿Qué encuentra Jesús Eucaristía en el corazón del que lo
recibe en la comunión? ¿Alabanzas sinceras, declamaciones de amor, reconocimiento
con obras de misericordia de que Él es el Mesías elegido?
¿O, por el contrario, escucha los mismos gritos del Viernes
Santo?
Cada cristiano, libremente, con el trato que da a su prójimo,
decide aclamar a Jesús, como en el Domingo de Ramos, o vituperarlo hasta la
muerte de cruz, como en el Viernes Santo.
¿Qué sucede el Domingo de Ramos? La multitud lo
aclama, cantando hosannas y aleluyas, reconociendo en Cristo al Mesías de
Israel, el anunciado por los profetas, aquel que venía en nombre de Dios. La
muchedumbre se muestra agradecida porque Jesús ha obrado maravillas y prodigios
asombrosos, sin número, maravillas y prodigios que han colmado sus
expectativas, que han demostrado ser una bendición del cielo. Allí, en la
muchedumbre, están los que "comieron hasta saciarse" gracias al
milagro de la multiplicación de los panes; están los que fueron curados de su
ceguera, de su sordera, de su mudez; están los que fueron curados de su
posesión demoníaca; están todos los que recibieron milagros, prodigios,
curaciones, sanaciones, de parte de Jesús.
Todos cantan, alaban, glorifican a
Jesús, porque les ha satisfecho el hambre, les ha traído salud, paz, alegría, y
por eso acompañan a Jesús en su ingreso a la ciudad de Jerusalén.
Sin embargo, solo unos cuantos días
después, el Viernes Santo, la misma multitud, la misma muchedumbre, compuesta
por aquellos mismos que recibieron dones maravillosos de parte de Jesús, será
la que, inexplicablemente, elija a Barrabás en vez de Jesús, posponiéndolo por
un malhechor, reemplazando a su benefactor por un asaltante y homicida; la
misma muchedumbre, que antes había aclamado hosannas y aleluyas a Jesús, será
ahora la que pedirá a gritos su crucifixión: "¡Crucifícale!
¡Crucifícale!" (Lc 23, 21-23); la misma multitud que había
aclamado, exultante, a quien bajando del cielo curó sus males y expulsó los
demonios que la atormentaban, clama ahora, con furia deicida, que la sangre
bendita del Hombre-Dios, que saltará a borbotones a causa de las heridas
recibidas, "caiga sobre ellos y sobre sus hijos" (cfr. Mt 27,
25), demostrando con esta petición que del cielo no quiere ya más la bendición,
sino la condena en el infierno, porque es eso lo que espera a quien voluntariamente
rechaza el don del Cielo; la misma multitud que lo trató como al Mesías esperado,
lo trata ahora despiadadamente, como no se trata ni al peor de los
delincuentes; la misma multitud que lo acompañó entre cantos de alegría a su
ingreso en Jerusalén, lo expulsa ahora de la misma ciudad, entre insultos,
gritos de odio y de muerte, y de blasfemias.
¿Qué es lo que pasó, entre el Domingo
de Ramos y el Viernes Santo, para que se produjera semejante cambio, que
llevara del amor a Jesús al odio desenfrenado que sólo puede aplacarse con su
muerte en cruz?
Lo que explica el cambio en la multitud es la presencia del
"misterio de iniquidad" (2 Tes
2, 1ss) que anida en el corazón del hombre, que hace que de este corazón surja
toda clase de males: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen
los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los
hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la
maledicencia, la soberbia, la insensatez" (Mc 7, 20-23).