miércoles, 29 de julio de 2020

“¡Es un fantasma!”


Jesús calma la tormenta | Iglesia Santiago Apóstol

(Domingo XIX - TO - Ciclo A – 2020)

          “¡Es un fantasma!” (Mt 14, 22-33). En un momento de la noche, mientras Jesús ora a solas en el Monte, los discípulos se encuentran en la barca y es entonces cuando se desencadena una fuerte tormenta, con vientos muy intensos y olas altas y encrespadas. A medida que pasa el tiempo, la tormenta se hace más intensa, al punto que los discípulos piensan que van a hundirse. Cuando la tormenta arrecia, Jesús, que estaba orando en el Monte, se aparece a los discípulos en medio del mar, caminando sobre las aguas, en medio de la tempestad. Los discípulos, que están en la barca a punto de hundirse, al ver a Jesús, en vez de reconocerlo y alegrarse por su presencia, se asustan por el hecho de verlo caminar sobre las aguas y exclaman, llenos de terror: “¡Es un fantasma!”. Sólo se tranquilizan cuando Jesús les dice que es Él en Persona -y no un fantasma- y que por lo tanto no deben tener temor. Con su poder divino, Jesús además calma la tormenta, la cual cesa inmediatamente al subir Jesús a la barca.

          Esta escena del Evangelio, sucedida realmente, es prefiguración de lo que sucede en la Iglesia, con muchos católicos. Para poder entender lo que decimos, debemos reemplazar los elementos de la escena evangélica con elementos tomados de la realidad de la Iglesia y de los bautizados. Así, la barca de Pedro, donde están los discípulos, es la Iglesia Católica, con el Papa, Vicario de Cristo, a la cabeza; el mar encrespado es la historia humana, con los conflictos entre los hombres, provocados por el mal que anida en el corazón humano; la tempestad, esto es, el viento con las olas encrespadas, es el accionar del Demonio y sus aliados, los ángeles caídos y los hombres perversos aliados con la Serpiente Antigua, que conspiran para que la Iglesia, la Barca de Pedro, se hunda y desaparezca; una mención aparte merecen los discípulos que, en la barca, conociendo a Jesús, al verlo lo confunden con un fantasma: son los católicos que, conociendo en teoría a Jesús, al enfrentarse con las múltiples tribulaciones que se suceden a diario en la vida de todos los días, en vez de reconocer a Cristo Presente en la Eucaristía, piensan que es “un fantasma” y no un ser real, vivo, resucitado, glorioso y Presente en Persona en la Eucaristía y así se dejan atemorizar por las tribulaciones cotidianas. En estos discípulos podemos contarnos nosotros, toda vez que actuamos como si Jesús no fuera lo que Es, la Segunda Persona de la Trinidad, oculta en las especies eucarísticas, por lo que vivimos como si Jesús fuera un fantasma y no Dios en Persona, oculta en el Santísimo Sacramento del altar.

          “¡Es un fantasma!”. También a nosotros nos puede pasar que, preocupados en demasía por las tribulaciones cotidianas e inmersos en el turbulento mar de la historia humana, nos olvidemos que Jesús es una Persona divina, la Segunda de la Trinidad y lo confundamos y lo tratemos como si fuera un fantasma, es decir, como si fuera un ser que no tiene entidad real, ni en sí mismo ni en nuestras vidas. Cuando esto suceda, recordemos lo que Jesús le dice a Pedro, luego de que éste, al dudar, empezara a hundirse al intentar caminar sobre el mar: “Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?” y pidamos la gracia de no solo no confundir a Jesús con un fantasma, sino de que nuestra fe en Él como Hijo de Dios encarnado, Presente y glorioso en la Eucaristía, sea cada vez más fuerte, tan fuerte, que nos permita dirigirnos a Él, que habita en el Reino de los cielos, caminando por encima del mar tempestuoso de la historia humana. Acrecentemos esta fe postrándonos ante su Presencia Eucarística, amándolo y adorándolo y diciendo a Jesús Eucaristía, junto con los discípulos: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.


domingo, 26 de julio de 2020

“Tomó los cinco panes y los dos pescados”




(Domingo XVIII - TO - Ciclo A – 2020)

          “Tomó los cinco panes y los dos pescados” (Mt 14, 13-21). Jesús hace un milagro asombroso al multiplicar los panes y los peces para alimentar a la multitud. En este milagro, Jesús crea y multiplica, de la nada, todos los átomos y las moléculas que forman la materia de los panes y de los peces. Cuando se lo contempla en sí mismo, es un milagro que provoca asombro, porque se necesita una fuerza que supera las fuerzas creaturales, no sólo del hombre sino también del ángel, para crear no sólo un átomo, sino átomos y moléculas, las que componen los panes y los peces: la fuerza que se necesita para hacer este milagro es una fuerza que no tiene límites y eso significa una sola cosa: que la fuerza utilizada por Jesús para crear los átomos y las moléculas de las materias de los panes y peces, es una fuerza que proviene de Dios. Lo que demuestra el milagro de la multiplicación de panes y peces es que Jesús tiene una fuerza en Sí mismo que no le es dada, sino que proviene de Sí mismo, de su Acto de Ser divino y que por lo tanto, Jesús de Nazareth es Dios, ya que solo Dios puede hacer un milagro como este, el crear átomos y moléculas materiales de la nada.
          Ahora bien, cuando se considera que Jesús es el mismo Dios que creó el universo visible y el invisible -puesto que Jesús es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad-, vemos que el milagro asombroso de la multiplicación de panes y peces queda reducido casi a la nada, porque es mucho más asombrosa la creación del universo, no sólo del visible, sino también del invisible, es decir, los ángeles. En otras palabras, Jesús multiplica panes y peces y así demuestra que es Dios, creando la materia molecular de la nada, pero esto ya lo había demostrado al inicio del tiempo, con la creación del universo. Por eso, en realidad, aunque sea asombroso, no debe asombrarnos que Jesús haga un milagro de esta magnitud, puesto que Él hizo antes, al inicio del tiempo, como decíamos, un milagro inmensamente mayor, que requería mayor uso de la omnipotencia divina, al crear el mundo visible y el mundo invisible de los ángeles.
          Pero si estos milagros, la multiplicación de panes y peces y la creación del universo, nos asombran, hay un milagro que realiza la Iglesia y es un milagro infinitamente más grande que la multiplicación de panes y peces y la creación del universo y es un milagro que lo realiza la Iglesia a través del sacerdocio ministerial: se trata del milagro de la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Por medio de este milagro, la Iglesia sacia, más que el hambre corporal con panes y peces, el hambre del espíritu, porque nos concede la substancia gloriosa del Cuerpo de Cristo Presente en la Eucaristía.
          “Tomó los cinco panes y los dos pescados”. En vez de alimentarnos con panes y peces para saciar nuestra hambre corporal, la Iglesia, al multiplicar la Presencia sacramental del Hijo de Dios en la Eucaristía por la transubstanciación, nos alimenta el espíritu con la Carne del Cordero y con el Pan de Vida Eterna, Jesús Eucaristía.


“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?”





“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13, 54-58). La pregunta acerca de Jesús es la pregunta típica de alguien que lo contempla a la luz, no de la fe de la Iglesia Católica, sino a la luz de su propia razón. Quien ve a Jesús, pero no con la fe de la Iglesia Católica, que es un don y una luz del Espíritu Santo, cae inevitablemente en el racionalismo, es decir, en el negar la condición divina, de Hijo de Dios encarnado, de Jesús de Nazareth, y de relegarlo, al mismo tiempo, al “hijo del carpintero”. Para quien no tiene la luz del Espíritu Santo, Jesús es sólo un profeta más, es sólo un hombre santo más entre tantos, tal vez uno de los más santos, al cual Dios acompaña con sus milagros. Sin embargo, esta no es la fe de la Iglesia Católica: según la Iglesia Católica, Jesús, más que “el hijo del carpintero”, es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se ha encarnado en una naturaleza humana y se ha sacrificado a Sí mismo en el altar de la Cruz, para redimir a toda la humanidad. Esta visión de fe tiene consecuencias, porque si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es el mismo Cristo Dios que está en el Cielo, solo que en la Eucaristía está oculto por las especies del pan y del vino. La visión racionalista también tiene sus consecuencias, que son negativas: si Cristo no es Dios, es decir, si Cristo es sólo “el hijo del carpintero”, entonces la Eucaristía no es Dios, porque la Eucaristía no es Cristo Dios.
“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?”. La visión racionalista tiene dos peligros: por un lado, conduce a una fe que no es la fe católica, puesto que conduce a creer que Cristo no es Dios y en consecuencia, también la Eucaristía deja de ser Dios; por otro lado, la visión incrédula, racionalista y negacionista de la divinidad de Jesús de Nazareth tiene su precio ya que en un alma incrédula Cristo Dios no puede obrar o si lo hace, lo hace mínimamente, según lo dice el mismo Evangelio: “No hizo muchos milagros allí por la incredulidad de ellos”. Esto quiere decir que muchas veces no ocurren milagros en nuestras vidas, no a causa de que Cristo Eucaristía no escucha nuestras peticiones, sino por causa de nuestra incredulidad.

“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces”




“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces” (Mt 13, 47-53). Utilizando la imagen de unos pescadores que separan a los peces aptos para el consumo de aquellos que no lo son, Jesús describe dos cosas: por un lado, cómo es el Reino de Dios; por otro lado, y al mismo tiempo, describe cómo será el Día del Juicio Final: “Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación”.
Con esta imagen, sabemos cómo es el Reino de Dios, cuyos inicios están cerca, en cada alma en gracia, representada en los peces que son buenos, en el sentido de que son aptos para el consumo; pero al mismo tiempo, sabemos cómo es el reino de las tinieblas, que está en la tierra y obra a través de los ángeles caídos y los hombres malvados y perversos asociados a la Serpiente Antigua: estos están representados en los peces que ya no son aptos para el consumo y deben ser devueltos al mar, es decir, son los hombres que mueren en estado de pecado mortal y deben ir, por propia voluntad, al Infierno eterno.
“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces”. Cuando elegimos vivir en gracia, nos convertimos en ciudadanos del Reino en la tierra, destinados a la eterna bienaventuranza en el Día del Juicio Final; cuando elegimos el pecado, nos convertimos en ciudadanos del reino de las tinieblas y en socios y amigos de la Serpiente Antigua, destinados a la eterna condenación. Elijamos la gracia y el obrar la misericordia y así los ángeles nos llevarán, en el Día del Juicio Final, ante la Presencia del Rey de los cielos, Cristo Jesús.

“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”




“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará” (Lc 10, 38-42). Mientras Marta se ocupa de las labores de la casa para atender a los huéspedes y al mismo Jesús, María en cambio se queda a los pies de Jesús, arrodillada y contemplándolo. Esto motiva la queja de Marta a Jesús, pidiéndole que le diga a su hermana que la ayude en las tareas. Lejos de consentir con el pedido de Marta, como cabría de esperar, Jesús da una respuesta enigmática, que justifica la actitud de María: “María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”. ¿Por qué razón Jesús contesta de esta manera? Porque la contemplación de Dios -en este caso, de Cristo Dios- es superior a la actividad apostólica. En otras palabras, en las dos hermanas, Marta y María, podemos ver las dos grandes ramas de la espiritualidad católica, la activa y apostólica, que además de la oración se encarga de obras de misericordia, y la espiritualidad contemplativa, cuya principal actividad es la oración contemplativa, de ahí que la oración, la meditación y la adoración eucarística sean el centro de su actividad.
En las dos hermanas podemos ver también a una misma alma en dos momentos distintos de la vida: un momento de actividad apostólica, que sería el obrar de Marta, y un momento de oración contemplativa y de adoración eucarística, que sería la oración contemplativa de María.
“María eligió la mejor parte y nadie se la quitará”. En la Iglesia, toda alma puede tener algo de Marta y algo de María. Ahora bien, siendo necesarias las dos, la mejor parte, como lo dice Jesús, es la parte que eligió María, esto es, la adoración eucarística.

“Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo”




“Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo” (Mt 13, 36-43). Los discípulos le piden a Jesús que les explique la parábola de la cizaña sembrada en el campo y Jesús accede gustoso. Según el mismo Jesús, la explicación de la parábola es la siguiente: “El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del demonio; el enemigo que la siembra es el demonio; el tiempo de la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Y así como recogen la cizaña y la queman en el fuego, así sucederá al fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga’’.
En una breve y sencilla parábola, Jesús explica tanto el destino personal de cada persona, como el destino de toda la humanidad, además de revelar explícitamente la existencia tanto del Reino de los cielos, como del Infierno eterno. En esta parábola debemos ubicarnos, puesto que nuestra vida personal está comprendida en ella, como así está comprendida la historia de toda la humanidad. Cada uno de nosotros, según su libre albedrío, será un miembro del Reino de Dios en esta vida y un habitante del Reino de Dios en la eternidad, si elige vivir en gracia y obrar la misericordia; por el contrario, cada uno será miembro del reino de las tinieblas y habitante del Infierno si elige el pecado como forma de vida en esta vida terrena, porque de esa forma expulsa a Cristo del corazón y entroniza al Diablo en él.
“Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo”. Ya sabemos, por boca del mismo Jesús, que el campo es el mundo y la historia en el que vivimos, mundo e historia que el Último Día finalizarán para dar lugar al Juicio de Dios y al inicio de la eternidad. De nosotros depende, si elegimos a Cristo y su gracia, el ser llevados por los ángeles al Cielo en ese día. De otra forma, seremos llevados por esos mismos ángeles al lago del fuego eterno.

sábado, 18 de julio de 2020

“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo”



(Domingo XVII - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo” (Mt 13, 44-52). Jesús compara al Reino de los cielos con un “tesoro escondido en un campo”. Este tesoro es encontrado por alguien y como es muy valioso, la persona va y “vende todo lo que tiene” y “compra el campo” para así apoderarse del tesoro. Para comprender la parábola, es necesario reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. De esta manera, el tesoro escondido es la gracia de Jesucristo, conseguida para nosotros al precio de su sacrificio en la cruz; el “vender todo lo que se tiene” es el despojarse del hombre viejo y de sus apegos a este mundo terreno y sus vanos atractivos; el “comprar el campo” significa adquirir la gracia, sea por el Bautismo o por la Confesión sacramental, y aumentarla por medio de la Comunión Eucarística. Quien esto hace, es decir, quien lleva una vida espiritual en la que la gracia tiene preeminencia absoluta sobre el pecado, ha encontrado y adquirido un tesoro, tan valioso, que para poseerlo es necesario entregar la propia vida a Cristo en la cruz, que eso es lo que significa el “venderlo todo”. La alegría de quien adquiere la gracia no es una alegría humana, mundana, terrenal: es la alegría sobrenatural que posee quien está en gracia, lo cual es una participación a la alegría de Dios, que es la Alegría Increada en sí misma.
Luego Jesús compara al Reino de los cielos con un “comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra”. Se trata de un ejemplo análogo al anterior: la perla muy valiosa es la gracia –también puede ser la Santa Cruz- y la gracia en el alma es ya la participación del alma, en el tiempo y en el espacio, del Reino eterno de los cielos. Aquí también es necesario “vender todo lo que se tiene”, es decir, es necesaria la conversión del alma, o lo que es lo mismo, el desapego hacia las cosas terrenas y bajas de este mundo, para elevar el alma, por la gracia, al Corazón de Cristo que late en la Eucaristía.
Por último, Jesús utiliza la imagen de unos pescadores que han finalizado su tarea y están en el proceso de separar a los peces buenos, aptos para el consumo, de aquellos peces malos, que sólo sirven para ser arrojados de nuevo al mar. En esta imagen, los pescadores son los ángeles, que al fin del mundo separarán a los hombres buenos, destinados al Reino de Dios, de los hombres malos, destinados al Infierno; los peces buenos, aptos para el consumo, son los hombres que murieron en estado de gracia,  mientras que los peces en descomposición orgánica, que no sirven para el consumo, son los hombres malos, no aptos para el Reino y destinados al Infierno.
         El Reino de los cielos es como un tesoro escondido, como una perla de gran valor, como la tarea de pescadores que separan a los peces aptos para el consumo. Llevemos en la mente y en el corazón estas parábolas del Reino para que, dejando de lado el hombre viejo, abracemos la cruz con la gracia en el corazón y así lleguemos, el día de nuestra muerte terrena, al Reino de la Vida eterna, el Reino de Dios en el Cielo.

“Lo sembrado en tierra buena es el que oye la Palabra y da fruto”




“Lo sembrado en tierra buena es el que oye la Palabra y da fruto” (cfr. Mt 13, 18-23). La parábola del sembrador es explicada por el mismo Jesús: “Escuchen ustedes lo que significa la parábola del sembrador. A todo hombre que oye la palabra del Reino y no la entiende, le llega el diablo y le arrebata lo sembrado en su corazón. Esto es lo que significan los granos que cayeron a lo largo del camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso significa al que oye la palabra y la acepta inmediatamente con alegría; pero, como es inconstante, no la deja echar raíces, y apenas le viene una tribulación o una persecución por causa de la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre los espinos representa a aquel que oye la palabra, pero las preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas, la sofocan y queda sin fruto. En cambio, lo sembrado en tierra buena, representa a quienes oyen la palabra, la entienden y dan fruto; unos, el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta’’.
Ante esta parábola, debemos preguntarnos cómo es nuestro terreno, es decir, nuestro corazón, en donde cae la semilla de la Palabra de Dios, porque de cómo sea nuestro corazón -y por lo tanto, si da o no da frutos-, depende de nuestra libertad, de nuestro libre albedrío. Si decidimos vivir en gracia y apartarnos del pecado, ésa será la forma en la que la semilla de la Palabra de Dios dará en nosotros frutos de santidad.

“Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen”




“Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen” (Mt 13, 10-17). Jesús proclama una nueva bienaventuranza, que puede agregarse a las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña: “Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen”. Sus discípulos pueden considerarse dichosos, felices, bienaventurados, y la razón es porque “sus ojos ven y sus oídos oyen”. ¿Qué es lo que ven y oyen? Lo que muchos santos, justos y profetas del Antiguo Testamento quisieron ver y oír y no pudieron hacerlo: ellos ven a Jesús, el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado en una naturaleza humana, y esta visión es algo que supera la más grande y hermosa de todas las grandes y hermosas visiones que alguien pueda jamás tener. Ver y contemplar al Hombre-Dios Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, en Persona, en su naturaleza humana asumida hipostáticamente, personalmente, por Él, es algo más grande que ver incluso al Reino de Dios, porque Jesús es algo más grande y hermoso que el Reino de Dios, ya que es el Rey del Reino de Dios, que supera infinitamente en majestad, poder, gloria, hermosura y grandeza a todos los ángeles y santos unidos. Ésta una de las razones de la dicha de los discípulos.
La otra razón por la cual los discípulos de Jesús se pueden considerar felices, dichosos, bienaventurados, es porque escuchan y pueden comprender, porque les ha sido dada la luz del Espíritu Santo, las enseñanzas y parábolas de Jesucristo, el Cordero de Dios, que es la Sabiduría de Dios encarnada. Por esta razón, escuchar y entender una sola de sus parábolas, vale más que toda la sabiduría humana acumulada hasta el fin de los tiempos y vale más que toda la plata y el oro de la tierra entera.
“Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen”. Nosotros no vemos a Jesús en Persona, ni escuchamos en Persona sus enseñanzas; sin embargo, nos podemos considerar todavía más dichosos que los discípulos, porque vemos, con la luz de la fe, a Jesús resucitado en la Eucaristía y podemos escuchar, por el Magisterio de la Iglesia, sus enseñanzas divinas. Por estas razones, somos más dichosos y bienaventurados que los contemporáneos de Jesús.

“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”


JESÚS RESUCITÓ EN EL AMOR DE MARÍA MAGDALENA. Xabier Picaza

“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto” (Jn 20, 1-2. 11-18). María Magdalena, la mujer de la cual Jesús había expulsado siete demonios y a partir de lo cual se había convertido en una ferviente y devota seguidora suya, va al sepulcro piadosamente el Domingo por la mañana, para rezar ante la tumba de Jesús. María Magdalena, que amaba a Jesús pero que se había quedado en los hechos del Viernes Santo y no recordaba la promesa de Jesús de que habría de resucitar al tercer día, llora delante del sepulcro, cuya puerta de piedra ha sido removida y el motivo de su llanto es porque piensa que se han llevado al cuerpo muerto de Jesús y ella no sabe dónde lo han puesto. Es la respuesta que le da a los ángeles cuando estos le preguntan por el motivo de su llanto: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. María Magdalena está triste y desconsolada porque su fe no ha trascendido la muerte y el dolor del Viernes Santo y la soledad del Sábado Santo; su fe no ha trascendido hasta llegar al luminoso día de la Resurrección del Señor, el Domingo. Precisamente, el día en el que ella debería estar exultante y radiante por la resurrección de Cristo, se encuentra en cambio llorando desconsolada porque piensa que sigue muerto, que no ha resucitado y por añadidura, cree que se han llevado el cuerpo, ya que no está en el sepulcro.
Esta angustia y este dolor de María Magdalena desaparecerán cuando Jesús en Persona se le aparezca, vivo, glorioso y resucitado, y sople sobre ella el Espíritu Santo, para que pueda reconocerlo. En un primer momento, María Magdalena lo confunde con el encargado del sepulcro, pero cuando Jesús le ilumina su mente y su corazón con la luz del Espíritu Santo, le dice: “¡Rabboní!”, que significa “Maestro” y es entonces cuando lo reconoce, llenándose de alegría.
“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. Nosotros no podemos decir, como María Magdalena, que “no sabemos” dónde está el Cuerpo de Jesús: sabemos que el Cuerpo de Jesús ya no está recostado y muerto en el sepulcro, sino que su Cuerpo está de pie, vivo y glorioso, en el Cielo y en la Eucaristía. Y es esta la alegre noticia que debemos comunicar al mundo, no solo que Jesús ha resucitado, sino que está vivo y glorioso en la Eucaristía.

“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”




“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios” (Mt 12, 46-50). Mientras Jesús está impartiendo sus enseñanzas, se acercan hasta Él su Madre, la Virgen, y sus primos. Sin embargo, a causa de la multitud, no pueden llegar hasta Jesús, por lo que la Virgen manda a alguien a decirle a Jesús que Ella y sus primos lo están buscando. Jesús da una respuesta que parecería negar a su familia biológica, de sangre, porque dice: “Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”. Es decir, parecería estar diciendo que la Virgen no es su Madre ni sus primos son su familia; sin embargo, es todo lo contrario, pues si es familia de Jesús aquel que cumple la voluntad de Dios, la primera en hacerlo es la Virgen Santísima, quien con su “Sí” dio lugar a la Encarnación y al inicio del plan salvífico de Dios, para que se cumpla su voluntad.

Aquí nos tenemos que preguntar cuál es la voluntad de Dios y la respuesta es que la voluntad de Dios es que todos nos salvemos, que todos ingresemos en el Reino de los cielos al terminar nuestro peregrinar en la tierra. ¿De qué forma cumpliremos la voluntad de Dios? Viviendo en gracia y cumpliendo los Mandamientos, expresados en la Sagrada Escritura. 
“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”. La voluntad de Dios es que todos nos salvemos y está expresada en los Diez Mandamientos y en los Mandamientos de Jesús -principalmente, “Ama a tus enemigos” y “Carga tu cruz de cada día y sígueme”-. Si no sabemos cómo cumplirlos para pertenecer a la familia de Jesús, entonces miremos a la Virgen Santísima y la imitemos y así estaremos cumpliendo la voluntad de Dios.

miércoles, 15 de julio de 2020

“David entró en la Casa de Dios y comió los panes presentados”




“David entró en la Casa de Dios y comió los panes presentados” (Mt 12, 1-8). Jesús y sus discípulos atraviesan un campo de trigo en día sábado; al ser la hora del mediodía, experimentan hambre y para saciarla, comienzan a espigar el trigo para así alimentarse. Al ver esto, los fariseos se escandalizan porque de esta manera los discípulos de Jesús quebrantan la ley que prescribía que no se podían hacer trabajos manuales los sábados, día de descanso y día del Señor: la acción de frotar las espigas para conseguir el trigo, era considerada por los fariseos como tarea manual, de ahí el falso escándalo y el reproche a Jesús.
Ante este reproche, basado en una supuesta infracción a la ley, Jesús les cita el caso de otra infracción a la ley, cometida por el rey David y sus súbditos: en este caso citado por Jesús, David y sus súbditos comieron de los panes de la proposición, es decir, comieron panes que estaban ya consagrados y que en teoría sólo debían consumir los sacerdotes. Jesús cita este ejemplo con la clara intención de justificar, tanto a David como a sus discípulos: hay leyes humanas que pueden ser pasadas por alto cuando se trata de hacer una obra de misericordia, como es el calmar el hambre, que es lo que ocurre tanto con sus discípulos como con los súbditos de David.
Con este ejemplo y con la justificación de la obra realizada por sus discípulos, que quebrantaban la ley sabática, Jesús les quiere hacer ver a los fariseos dos cosas: por un lado, lo que ya dijimos, esto es, que una ley humana como la sabática puede ser dejada de lado cuando se trata de realizar una obra de misericordia, en este caso, el calmar el hambre corporal; por otra parte, les quiere hacer ver que si estaba establecido en la ley antigua el descanso sabático, Él, que es Dios y por lo tanto es más grande que la ley, viene a establecer una Nueva Ley, la Ley de la caridad, que tendrá por añadidura como “Día del Señor” al Domingo y no al sábado.
“David entró en la Casa de Dios y comió los panes presentados”. Nosotros no pasamos por un campo de trigo mientras experimentamos hambre y no tenemos necesidad de frotar las espigas para saciar el hambre: Jesús, que es el Señor y el Dueño del Domingo, nos invita a su templo para que comamos el Nuevo Pan de la Proposición por excelencia, la Sagrada Eucaristía, realizada con el trigo de su Cuerpo y su Sangre, y esto para que saciemos no el hambre corporal, sino algo más profundo y es el hambre espiritual de Dios, que sólo la Eucaristía puede saciar.

martes, 14 de julio de 2020

“Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados y yo les daré alivio”




“Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados y yo les daré alivio” (Mt 11, 28-30). Jesús llama a todos los que están “fatigados y agobiados” para que Él les dé alivio. Parece algo difícil o incluso imposible, el hecho de que Jesús pueda dar alivio, porque Él mismo está “fatigado y agobiado” en la cruz y lo está al punto de encontrarse en estado de agonía, a causa de las innumerables heridas sangrantes que cubren su Sagrado Cuerpo. También si lo contemplamos en la Eucaristía, parecería ser casi imposible que Jesús nos dé alivio, porque Él está en la Eucaristía y parece solo estar ahí, sin poder hacer nada más que estar ahí. Ahora bien, pensar de esta manera es pensar de manera mundana y es no considerar, en realidad, quién es Jesús y cuál es su verdadero poder. Cuando Jesús dice que acudan a Él los que están “afligidos y agobiados”, está diciendo que acudan a Él que está en la Cruz y que está también, en Persona, en la Eucaristía. Aunque humanamente parecería que Jesús no nos puede auxiliar desde la Cruz y la Eucaristía, sí puede hacerlo en realidad y puede hacerlo porque Él es Dios. Por eso, aunque parezca abatido en la Cruz y ausente en la Eucaristía, Jesús puede darnos alivio en nuestras aflicciones a causa de su omnipotencia divina. Por esto mismo, acudamos a Jesús crucificado y a Jesús Eucaristía y nos postremos ante Él, para que, en el silencio de la oración y en lo más profundo de nuestro ser, sintamos y experimentemos el alivio que Jesús nos concede.

“Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”




“Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25-27). Jesús agradece al Padre el haber “escondido” las enseñanzas divinas a los “sabios del mundo” y en cambio se las ha dado a conocer a los “sencillos”. ¿Cuáles son las enseñanzas divinas? Todo lo que está contenido en las Sagradas Escrituras y principalmente las enseñanzas de Jesús, sus milagros, sus signos, sus prodigios y sobre todo el consejo de Jesús: “Quien quiera seguirme, que tome su cruz de cada día y venga en pos de Mí”. Estas enseñanzas divinas están ocultas a los “sabios del mundo”, es decir, a aquellos para quienes -como el incrédulo Tomás- sólo es realidad lo que se puede percibir por los sentidos, lo que puede ser medido, pesado, tocado, probado. No hace falta ser un científico de una prestigiosa universidad para entrar en la categoría de “sabio del mundo”: se puede ser una persona ignorante incluso de las ciencias terrenas, pero que se muestra también ignorante de las ciencias divinas, al negar todo aquello que no se puede ver, como por ejemplo, la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía.
“Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. Como católicos, tenemos la dicha de haber recibido las enseñanzas divinas, contenidas en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, de nosotros depende comportarnos como necios, es decir, como “sabios del mundo”, si rechazamos estas enseñanzas recibidas en el Catecismo, o si nos comportamos como los pequeños y “sencillos” del Evangelio, que son felices porque “creen sin ver”.

“Se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros”




“Se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros” (Mt 11, 20-24). La razón por la cual Jesús tiene esta actitud de recriminar a las ciudades en donde había hecho gran cantidad de milagros, nos la dice el mismo Evangelio: porque “no se habían convertido”. Así lo da a entender explícitamente Nuestro Señor cuando da la razón de sus reproches: si en las ciudades paganas se habrían hecho los milagros que se hicieron en Corozaín y en Betsaida, ya se habrían convertido “hace tiempo”. Es decir, Jesús muestra su desencanto con estas ciudades porque habiendo sido estas no solo testigos sino destinatarias directas de los milagros del Hombre-Dios, han demostrado dureza de corazón y no se han convertido, aun viendo por sí mismas los milagros de Dios. Jesús les hace ver, en su reproche, que las ciudades paganas en las que no se hicieron estos milagros, serán tratadas con menos rigor en el Juicio Final, precisamente porque allí no se hicieron milagros y, si se hubieran hecho, se habrían convertido.
“Se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros”. No debemos creer que los reproches de Jesús son solo para las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm: debemos estar atentos y darnos cuenta de que en esas ciudades estamos representados los cristianos, quienes hemos recibido, ya desde el designio divino de recibir el Bautismo y continuando luego con las gracias incomparables de la Primera Comunión y de la Confirmación, milagros asombrosos, por los cuales debemos dar cuenta de nuestra conversión. Muy probablemente, en la actualidad existen paganos que no conocen el cristianismo, que no han recibido ni siquiera el don del Bautismo y mucho menos la Comunión y la Confirmación, pero si los hubieran recibido, con toda probabilidad nos superarían indeciblemente en frutos de santidad. Es por esta razón que debemos tomar los reproches de Jesús dirigidos a esas ciudades, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y cada uno de los cristianos. En consecuencia, debemos procurar comenzar a dar frutos de santidad, antes de que sea demasiado tarde.

“El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo”


Parábola de la cizaña - Colección - Museo Nacional del Prado

(Domingo XVI - TO - Ciclo A – 2020)

          “El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo” (Mt 13, 24-43). Jesús compara al Reino de los cielos con la figura de un labrador que siembra buena semilla en su campo, pero viene su enemigo y, aprovechando la noche, siembra cizaña, es decir, semilla mala e inútil. Para comprender la parábola, es necesario reemplazar los elementos naturales que en ella aparecen, por elementos celestiales y sobrenaturales, algo de lo cual hace el mismo Jesús cuando explica la parábola. En efecto, según la explicación de Jesús, “el que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles”. Según esta breve y sencilla parábola, en la figura del hombre que siembra la buena semilla y luego viene el enemigo para sembrar la cizaña, está explicada no sólo la historia personal de cada ser humano, sino también la historia de toda la humanidad. El hombre que siembra buena semilla es Jesucristo, el Hombre-Dios, que siembra la semilla buena de la gracia en el corazón del hombre, desde el momento en que éste es bautizado y luego cada vez que recibe una gracia habitual o una gracia sacramental; de esta manera, con la gracia en el alma y en el corazón, el hombre se convierte en cristiano, en seguidor de Cristo, en hijo adoptivo de Dios, en ciudadano del Reino de los cielos y en heredero del Reino de Dios y su labor consistirá, en su historia personal y en el marco de la historia humana, en contribuir a difundir, entre los hombres, el Reino de Dios. El enemigo del Buen Sembrador Jesucristo, es el Enemigo de las almas, el Demonio, el Ángel caído, que siembra la cizaña del pecado en el mismo lugar en el que Jesucristo sembró la gracia, es decir, en el corazón del hombre y cuando el hombre permite que la cizaña, que es el pecado, crezca en su corazón, se convierte en aliado de la Serpiente Antigua, en ciudadano del Infierno y en enemigo de Dios y su tarea es aliarse al Demonio para tratar de destruir el Reino de Dios. Ahora bien, la situación no se prolonga indefinidamente: como el mismo Jesús lo dice, esta situación de siembra de la gracia y de la cizaña, finaliza con el tiempo de la cosecha, es decir, con el fin del mundo y del tiempo, con la Llegada del Hombre-Dios como Juez Supremo y Eterno, el cual separará a los hombres buenos, en los que germinó la gracia y dio frutos de santidad, de los hombres malos y perversos, aliados del Demonio, en los que germinó el fruto envenenado de la cizaña y el pecado. Así lo dice el mismo Jesús: “Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará sus ángeles y arrancarán de su reino a todos los corruptos y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su padre. El que tenga oídos, que oiga”. Por último, podemos decir que está afirmado y revelado explícitamente la existencia tanto de un Reino de Dios, en el que los justos “brillarán como el sol” debido a la luz de la gloria, como así también está revelada la existencia del Infierno eterno, el “horno encendido”, en donde los hombres malvados, atormentados por los demonios y el dolor del fuego infernal, “llorarán y rechinarán los dientes” a causa del dolor.
          “El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo”. En una breve y sencilla parábola, Nuestro Señor Jesucristo describe la historia humana y su desenlace más allá del tiempo, en la eternidad, como así también describe el destino personal de cada uno, el Cielo o el Infierno, según sea lo que cada uno dejó crece en su corazón, o la gracia o el pecado. Y esta es una última enseñanza de la parábola: nadie irá al Cielo o al Infierno sin una razón determinada: cada uno es libre de elegir qué crecerá en su corazón: si la cizaña del Demonio, o la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. En cierto modo, Jesús nos enseña en la parábola que nuestro destino eterno, Cielo o Infierno, está en nuestras manos, en nuestro libre albedrío. Elijamos, por supuesto, que crezca la semilla buena de la gracia para que, al fin del tiempo, los ángeles nos conduzcan ante la Presencia del Buen Sembrador y Dueño del universo, Cristo Dios.

viernes, 3 de julio de 2020

“El sembrador salió a sembrar”




(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2020)


           “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). Para comprender la parábola del sembrador, hay que reemplazar los elementos humanos y terrenos por elementos divinos y celestiales. Así, el sembrador es Dios Padre; la semilla es la Palabra de Dios encarnada, su Hijo Jesucristo; los distintos tipos de terrenos en los que caen las semillas, son los distintos tipos de corazones humanos; la tierra en la que siembra el sembrador es el mundo y la historia humana; los pájaros que comen las semillas al borde del camino son los demonios o ángeles caídos, que arrebatan la Palabra de Dios del corazón humano, para reemplazarla por cosas del mundo.
El resto de la parábola está explicado por el mismo Jesús: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino”. Este es aquel que lee la Palabra de Dios, pero como para su comprensión se necesitan, además de esfuerzo y dedicación, la luz de la gracia del Espíritu Santo, porque el significado de la Palabra de Dios es sobrenatural, esta clase de almas no pide la luz de Dios para interpretar lo que lee y así el Maligno le arrebata la Palabra de Dios y ésta es reemplazada por doctrinas meramente humanas.
Continúa Jesús: “El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe”. Esta clase de almas reciben la luz del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios, la comprende y esto lo llena de alegría, pero para tener dentro de sí a la Palabra de Dios, es necesaria la constancia en su lectura y en su comprensión: en este caso, la falta de constancia en su lectura hace que ante una tribulación, la abandone a la Palabra de Dios y se desvíe por oscuros caminos.
Prosigue también Jesús: “El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto”. Esta clase de almas escuchan la Palabra de Dios, recibe a Jesús y a sus mandamientos, pero ante las falsas seducciones del mundo, se deja atrapar por estas y abandona a Jesús, inclinándose por el mundo y sus vanos atractivos.
Por último, Jesús revela en quién da frutos la semilla de la Palabra de Dios: “El que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
El hombre que produce fruto es aquel que escucha la Palabra de Dios, la entiende gracias a la luz del Espíritu Santo, no se deja amedrentar por las persecuciones, no se desalienta ante las tribulaciones y la pone en práctica, amando a Jesús y cumpliendo sus mandamientos, que están comprendidos en las obras de misericordia corporales y espirituales.
“El sembrador salió a sembrar”. El Sembrador, que es Dios Padre, siembra la semilla de su Palabra, el Hijo de Dios encarnado, también en nuestros corazones. Esta Palabra es sembrada de dos formas: por la lectura de la Palabra de Dios, esto es, la Sagrada Escritura, y por la Comunión Sacramental, porque la Eucaristía es la Palabra de Dios, Cristo Jesús, encarnada primero en el seno de María y luego en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico. Por esta razón, la parábola nos sirve para comparar nuestros corazones con los corazones de los hombres de la parábola y así saber qué clase de terreno es nuestro corazón. Si encontramos que nuestro corazón es como la semilla al borde del camino, o como el terreno pedregoso, o como la tierra rodeada de espinas, sepamos que lo que convierte a nuestro corazón en terreno fértil, no es nuestra voluntad ni nuestras fuerzas humanas, sino la gracia de Dios. Vivamos en gracia de Dios y así nuestro corazón será como el terreno fértil de la parábola, que al escuchar la Palabra de Dios y al recibirla en la Comunión Eucarística, da frutos al cien, al sesenta, o al treinta por uno.

jueves, 2 de julio de 2020

“Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”




“Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16-23). Jesús da un consejo a su Iglesia misionera y para ello utiliza las imágenes de dos animales: una serpiente y una paloma: “Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. La razón es que la misión se ha de desarrollar en el mundo y el mundo está regido, desde el pecado original, por el “Príncipe de este mundo”, el Ángel caído, como Jesús mismo lo dice y el Príncipe de este mundo, el Demonio, no se guía por la Verdad y el Bien, sino por la Mentira y el Mal, los cuales deben ser combatidos. Porque se guía por la mentira y el mal, la Iglesia que misiona en el mundo es comparada por Jesús a “ovejas en medio de lobos”: “Os envío como a ovejas en medio de lobos”. Esto es así porque la Iglesia de Jesús no puede, de ninguna manera, utilizar los mismos instrumentos que utiliza el Demonio y los hombres malvados a él asociados, esto es, la mentira y el mal: la Iglesia se guía por Jesús y su Espíritu, que es un espíritu de Verdad y no de mentira; es un espíritu de santidad y bondad y no de maldad y engaño. Entonces, para que la Iglesia no sea derrotada en su tarea misionera, es que Jesús advierte a sus discípulos y les aconseja que posean las virtudes de dos animales, la serpiente y la paloma: “Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. La Iglesia misionera debe estar prevenida contra la astucia de la Iglesia de Satán y por eso debe ser ella misma astuta –“sean astutos como serpientes”-, pero también debe estar prevenida contra el orgullo del mal, para no caer en él, y por eso debe tener la virtud de la humildad y la sencillez –“sean sencillos como palomas”-. Es muy difícil y muy arduo luchar contra la mentira, la calumnia, la difamación, el orgullo, pero la Iglesia no está desamparada, aun cuando se encuentre en el mundo en aparente estado de indefensión, “como ovejas entre lobos”: su defensa serán la astucia, guiada por la Verdad de Cristo, la humildad, también participada de Cristo, y la asistencia del Espíritu Santo, asistencia prometida por el mismo Cristo: “el Espíritu de su Padre hablará en ustedes”.
“Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. En nuestra tarea de anunciar el Reino de Dios, debemos enfrentarnos a la astucia y a la mentira del Príncipe de este mundo y de los hombres malvados a él asociados; estamos prevenidos por Jesús y estamos seguros de la asistencia de su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, y por eso estamos seguros de que en la lucha contra las fuerzas del mal, saldremos victoriosos en el Nombre de Jesús.

“Si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies”




“Si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies” (Mt 10, 7-15). Jesús envía a su Iglesia a misionar y para que tengan credibilidad sus palabras, les hace partícipes de su poder divino, dándoles poder para curar enfermos, resucitar muertos y expulsar demonios: “Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios”. Es decir, el anuncio y la proclamación del Reino de Dios va acompañada de signos prodigiosos, que ocasionan un gran bien, corporal y espiritual, a quien lo recibe. Sin embargo, la gracia de Dios debe ser recibida de buena manera, con agrado, porque así se demuestra que se quiere a Dios y su gracia. En otras palabras, la gracia de Dios y el bien que esta proporciona al alma que la recibe, debe ser recibida con total libertad, sabiendo que viene de Dios y que es a Dios a quien recibimos, cuando recibimos su gracia. Esto es lo que explica la recomendación de Jesús a sus discípulos: “Si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies”. El sacudir el polvo que se había adherido al calzado, era y es una expresión de desacuerdo con la persona que no quiere recibir el don que se le proporciona. Por eso, aquel que libremente rechace la gracia, también será libremente rechazado por Dios, por lo que no recibirá la gracia de ninguna manera. Esto quiere decir que a Dios y su gracia, o se los recibe de buen agrado y con amor, o no se los recibe, pero quien no reciba a Dios y su gracia, debe saber que debe atenerse a las consecuencias, que es la ausencia de Dios y la ausencia de su gracia.
“Si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies”. Seamos muy cuidadosos en lo que respecta a las cosas de Dios y su Reino, pues puede suceder que, por exceso de presunción y de confianza en nosotros mismos, cometamos el grave error de rechazar a Dios y su gracia. Para que eso no suceda, pidamos todos los días a la Virgen, Mediadora de todas las gracias, la gracia de ser fieles a la fe y a las obras buenas hasta el final, hasta el último aliento de nuestras almas.

“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca”




“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 10, 1-7). Jesús reúne a sus discípulos, les da poder de curar enfermos y de expulsar demonios y además les da una consigna: proclamar que el Reino de Dios está cerca. Es una novedad absoluta, porque hasta entonces, hasta Jesús, los reinos que los hombres conocían eran solamente reinos humanos, con reyes humanos, con localización geográfica y con características puramente humanas. Ahora, Jesús, el Hombre-Dios, envía a su Iglesia Naciente a una misión, el proclamar no sólo que Dios tiene un Reino, el Reino de Dios, sino que ese Reino “está cerca”. Es una doble novedad: Dios tiene un Reino, que es distinto a los reinos humanos porque precisamente es de Dios y ese Reino “está cerca”. El Reino de Dios que los discípulos deben proclamar y que se anuncia con prodigios como el curar enfermos y expulsar demonios, es un reino que solo puede ser conocido por analogía, por comparación, con los reinos terrestres. Estos últimos sirven solo para conocer -como dijimos, por comparación- cómo es el Reino de Dios: como los reinos terrestres, tiene un rey y ese rey es Cristo Jesús, el Hombre-Dios; como los reinos humanos, tiene una localización, pero no geográfica, sino celestial; como los reinos de la tierra, tiene un ejército y ese ejército está formado por los hombres justos y santos y por los ángeles buenos, que están al servicio de Dios; como los reinos de los hombres, tiene una reina y esa reina es la Virgen Santísima, la Madre de Dios. La diferencia con los reinos terrenos es que no puede ser visto, porque es celestial, divino, sobrenatural y, por lo tanto, invisible.
Ahora bien, otra característica del Reino de Dios es que este reino “está cerca” y, por eso, podemos preguntarnos cuán cerca está: está tan cerca como lo está un alma de la gracia, porque el Reino de Dios en la tierra está en un alma en gracia, ya que en esa alma inhabita el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús.
“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca”. Cada vez que asistimos a Misa, proclamamos y damos fe de que el Reino de Dios existe y está cerca, porque asistimos, por el misterio de la liturgia eucarística, a la Presencia en Persona, con su sacrificio en cruz renovado incruenta y sacramentalmente sobre el altar, del Rey del Reino de Dios, Jesús Eucaristía. Por esta razón, aunque no curemos enfermos, ni expulsemos demonios, cada vez que nos postramos ante la Eucaristía, reconociendo en el Santísimo Sacramento del altar al Rey de los cielos, estamos proclamando que el Reino de Dios existe y está cerca.

“Jamás se vio nada igual en Israel”




“Jamás se vio nada igual en Israel” (Mt 9, 32-38). Jesús hace dos milagros que dejan estupefactos a los asistentes: cura a un mudo y expulsa a un demonio y esto, no invocando el poder de Dios, sino usando el poder de Dios como saliendo de Él mismo, es decir, Jesús actúa no como un hombre santo a quien Dios acompaña con sus prodigios, sino que actúa como Dios encarnado, porque los prodigios los hace con el solo poder de su voz. Esto es lo que lleva a que los asistentes a sus prodigios exclamen asombrados: “Jamás se ha visto nada igual en Israel”.
Esta exclamación significa mucho, porque Israel había sido destinataria y testigo de innumerables prodigios de parte de Dios, como por ejemplo, la apertura de las aguas del Mar Rojo, la lluvia del maná caído del cielo, la surgente del agua de la roca en pleno desierto, y como estos, muchísimos milagros más. Pero jamás se había visto en Israel que un hombre obrara como Dios, curando enfermos y expulsando demonios con el solo poder de su voz. Los israelitas son espectadores privilegiados de la acción del Hombre-Dios Jesucristo y esto los lleva a la admiración.
“Jamás se vio nada igual en Israel”. Ahora bien, no solo los israelitas son espectadores privilegiados de milagros divinos: nosotros, cada vez que asistimos a la Santa Misa, somos testigos, por la fe de la Iglesia, del milagro más grande de todos los milagros; un milagro que opaca y reduce casi a la nada la curación de enfermos y la expulsión de demonios y es por eso el Milagro de los milagros y es el obrado por la Santa Madre Iglesia, por intermedio del sacerdote ministerial, la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Es por esto que nosotros, colmados de asombro y estupor decimos, parafraseando a los discípulos de Jesús y postrados en adoración ante la Eucaristía: “Jamás se ha visto una Iglesia, como la Católica, que obre un milagro así, la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús”.

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”




“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24-28). Jesús nos da las condiciones para ser su discípulo. Primero, es querer seguirlo: “El que quiera venir detrás de Mí”: Jesús no impone ni ordena su seguimiento; el seguimiento de Jesús es libre, no depende de una imposición, por eso Jesús dice: “El que quiera” venir detrás de Mí. Quien desee seguir a Jesús, lo debe hacer movido por amor a Él, no por imposición. Es lo mismo que sucede con el Cielo: nadie entrará en el Cielo obligado; quienes vayan al Cielo, lo harán porque así lo desean y para eso se prepararon.
“Que renuncie a sí mismo”: es la segunda condición para seguir a Jesús. No se puede seguir a Jesús siendo el hombre viejo, apegado a las pasiones terrenas; para seguir a Jesús, hay que seguirlo renunciando al hombre viejo y su apego a este mundo y sus atractivos.
“Que cargue su cruz y me siga”: No basta con dejar atrás al hombre viejo para seguir a Jesús: hay que seguirlo “cargando la cruz”, porque Jesús va delante nuestro no de cualquier manera, sino cargando la cruz a cuestas. Jesús marcha con la cruz a cuestas por el Camino Real de la Cruz, el Calvario, el camino que conduce al Cielo, porque es allí donde el alma, compartiendo la crucifixión de Cristo, termina de morir al hombre viejo y nace a la vida del hombre nuevo, el hombre que vive con la vida de la gracia, el hombre que vive su filiación divina, viviendo los Mandamientos de nuestro Padre Dios.
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Si el seguimiento de Jesús implica cargar la cruz y seguir a Jesús que va camino del Calvario, este seguimiento implica, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, el estar en gracia de Dios y asistir a la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, sacrificio en donde Jesús se inmola al Padre para nuestra salvación, para que tengamos en nosotros la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

“Su rostro resplandecía como el sol”




“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.
“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”




“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio” (Mt 15, 21-28). La mujer cananea es un ejemplo de sabiduría, fe y humildad para todos los cristianos. Por un lado, reconoce que su hija no está enferma, sino “atormentada por un demonio”, es decir, sabe reconocer entre una enfermedad corporal y un ataque demoníaco; por otro lado, acude a Jesús con el nombre de “Señor”, nombre reservado por los judíos para Dios y aunque ella no es judía, tiene fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios y sabe que Él tiene el poder de expulsar el demonio de su hija. Por último, es ejemplo de humildad y de perseverancia en la oración, porque aunque Jesús se niega en un primer momento a hacerle el milagro, insiste en su petición y es ejemplo de humildad porque aunque Jesús la compara con un cachorro de perro, responde que aún los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Es decir, los amos que comen a la mesa son los israelitas y es para ellos, en primer lugar, los signos y prodigios del Mesías, pero ella, que es pagana, puede recibir una migaja, es decir, un pequeño milagro, así como los perros reciben migajas de sus dueños.
“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. La perseverancia de la mujer lleva a Jesús a admirarse: “Mujer, qué grande es tu fe”, y es por eso que le concede lo que le pide. Aprendamos de la mujer cananea en nuestra relación de Jesús, puesto que es ejemplo de sabiduría, de fe, de humildad y de perseverancia en la oración. Tanto más, cuanto que ahora somos nosotros, en cuanto Nuevo Pueblo de Dios, quienes nos sentamos a la mesa de la Eucaristía y somos por lo tanto los destinatarios del Banquete celestial, el manjar eucarístico.

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”


La Parábola de los ciegos: el ciego que guía a otro ciego . 1107 ...

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo” (Mt 15,1-2.10-14). La frase de Jesús es pronunciada en el contexto de su diálogo con los fariseos, en el que estos reprochaban a Jesús el hecho de que sus discípulos no se lavaran las manos antes de comer. Lo que Jesús les quiere hacer ver es que las normas de los judíos son normas inventadas por humanos y que no tienen incidencia en el espíritu: una ablución de manos, hecha con sentido religioso y no higiénico, no sirve para purificar el espíritu del mal que ha obrado. De ahí que Jesús les diga que lo que hace impuro al hombre no es “lo que entra por la boca” -el alimento corporal-, sino “lo que sale de ella”, es decir, lo que sale del corazón. Esta enseñanza se complementa con la otra en la que Jesús afirma que “lo que hace impuro al hombre son las cosas que salen de su corazón”, porque es en el corazón del hombre, herido por el pecado original, donde se gestan y originan “toda clase de cosas malas”. Los fariseos hacen al revés de lo que deberían hacer, purifican sus manos pensando que lo que hace malo o impuro al hombre es lo que él consume -de ahí las abluciones de manos  y la división de alimentos en puros e impuros-; Jesús viene a corregir este error, afirmando que no es eso lo que hace malo al hombre, sino el pecado que se engendra en su corazón y es por eso que las abluciones de manos antes de comer no tienen un sentido religioso, aunque sí lo pudieran tener en sentido higiénico.
“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”. Los cristianos no nos guiamos por la ley antigua, sino por la Ley Nueva de Jesucristo, la Ley del Nuevo Testamento. Si nos dejáramos guiar por los escribas y fariseos, seríamos como los ciegos guiados por otros ciegos: caeríamos todos en el pozo del error y la mentira. Por esta razón es que las palabras de Jesús constituyen, para nosotros, la luz que nos conduce por el camino al Cielo. Más que lavar nuestras manos, debemos lavar nuestros corazones, manchados por el pecado, en el Sacramento de la Penitencia.