lunes, 23 de septiembre de 2019

“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2019)

          “Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham” (Lc16,19-31). Una lectura superficial, naturalista o materialista de este Evangelio, puede llevar a conclusiones erróneas: puede hacer pensar que el hombre se condena en el Infierno a causa de sus riquezas, al tiempo que puede hacer pensar que el hombre pobre se salva por ser pobre. No hay nada más alejado de la realidad: ni el rico se condena por ser rico, ni el pobre se salva por ser pobre. Las causas de la condenación y de la salvación son de otro orden. Ante todo, hay que considerar que el rico se condena no porque sea rico, sino porque hace un uso egoísta de su riqueza, sin importarle las necesidades que está pasando su prójimo Lázaro, quien a su vez no se encuentra en un país lejano, sino a las puertas de su casa, de manera que no había forma que el rico no supiese que Lázaro estaba pasando necesidades. Ésta es entonces la causa de la condenación del rico: que usó sus bienes –tanto materiales como espirituales, porque podría por ejemplo haberle brindado su amistad al pobre, es decir, podría haberle dado el bien espiritual de la amistad- en provecho propio, de forma egoísta, sin hacer caso a las necesidades de su prójimo. Si no entendemos esta parte de la parábola en este sentido, se cae en el reduccionismo materialista, naturalista y progresista, propio de la marxista Teología de la Liberación, según la cual los ricos son malos porque son ricos y los pobres son buenos por ser pobres, instaurando una dialéctica destructiva de clases que enfrenta a muerte a ricos y a pobres y desconoce la condición de pecador innato del hombre a causa del pecado original. Un hombre rico puede salvarse siendo rico, si tiene un corazón en gracia y si sabe compartir de sus riquezas para con los más necesitados; un hombre pobre puede condenarse siendo pobre, si su corazón no está en gracia y si tiene un alma innoble y llena de soberbia y de avaricia. Lo que conduce al Infierno es la falta de gracia y el pecado de orgullo y avaricia y no la mera posesión de bienes materiales, así como lo que conduce al Reino de los cielos es la presencia de la gracia en el alma y la posesión de virtudes como la caridad y la humildad y no la mera ausencia de bienes materiales. No se puede entrar en el Reino de los cielos con pobreza material y con pecado en el corazón.
          Entonces, Lázaro, el pobre, no se salva por ser pobre, sino porque sobrelleva las desgracias que le sobrevienen en su vida –está solo, en la pobreza, está enfermo- con paciencia y con humildad, sin quejarse de su mala fortuna ante Dios y aceptando todo lo malo que le sucede como expiación por sus pecados y por la salvación de su alma.
“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”. Otro elemento a considerar en la parábola es la existencia real y verdadera de un Infierno que es eterno y del cual jamás se puede salir, porque es el lugar adonde va el rico egoísta. Esto es para quienes niegan los aspectos sobrenaturales del cristianismo, dentro de ellos, la existencia de un Infierno que es real, es verdadero y dura para siempre y que en este lugar no se cae en forma desprevenida, sino que son nuestras malas acciones las que nos conducen libre y voluntariamente a él. Si queremos evitar este Infierno; si queremos salvar nuestras almas, entonces hagamos un buen uso de nuestros bienes materiales y espirituales, obrando la misericordia corporal y espiritual con los prójimos más necesitados.

“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar”




“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar” (Lc 9,18-22). Jesús pregunta a sus discípulos quién es Él, según la gente y la respuesta es siempre errónea: unos dicen que es Elías, otros, que es el Bautista resucitado, otros, que es un profeta. Cuando les pregunta a ellos quién dicen ellos que es Él, el que responde en primer lugar y en nombre de todos es Pedro, quien le dice: “Tú eres el Mesías de Dios”, es decir, Tú eres el enviado de Dios para salvar a la humanidad. Inmediatamente después, y para que no hayan dudas acerca de la naturaleza de la misión que Él debe cumplir, Jesús revela, proféticamente, su misterio pascual de muerte y resurrección: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Esto, porque muchos cristianos, y empezando en primer lugar por Pedro y los Apóstoles, piensan que el hecho de que Cristo sea Dios, aparta instantáneamente todo dolor y toda tribulación. Muchos cristianos creen que por el hecho de ser cristianos, por el hecho de asistir a Misa, de rezar, de confesarse, están exentos del dolor y la tribulación, sin ver que el dolor y la tribulación forman parte esencial del misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús.
“Cristo Dios debe ser crucificado para resucitar”. Si Jesús es Cristo Dios, el Mesías Salvador de la humanidad y si Él, para salvarnos, tuvo que pasar por su Pasión, Crucifixión y Muerte para luego resucitar y ascender a los cielos, y si nosotros estamos llamados a unirnos a su Pasión, para ser corredentores con Él, entonces eso quiere decir que nuestras vidas tienen que estar marcadas por el sello de Cristo, que es la Pasión y la Crucifixión para recién después acceder a la Resurrección. Pretender la Resurrección sin la Pasión, es decir, pretender una vida sin tribulaciones asociadas al misterio de Jesús, es como pretender ir al cielo sin la Cruz: es imposible. O vivimos crucificados y en medio de las persecuciones y tribulaciones del mundo, para así llegar al cielo, o vivimos una vida con paz aparente, pero que no conduce a la eterna bienaventuranza.

“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús”



“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús” (Lc 9,7-9). En el Evangelio se narra que Herodes “tenía ganas de ver a Jesús”, luego de escuchar cosas maravillosas de Él. Herodes sabía que no podía ser Juan, ya que él mismo lo había mandado a decapitar, por lo que quería, a toda costa, saber quién era Jesús, del cual oía hablar constantemente maravillas y por eso es que quiere verlo: “Tenía ganas de ver a Jesús”.
Frente a las ganas de Herodes de ver a Jesús y sabiendo lo que era Herodes, un disoluto y un asesino, pues había mandado decapitar a Juan, y que a pesar de eso “tenía ganas de ver a Jesús”, nosotros nos podemos preguntar: ¿tenemos ganas de ver a Jesús? Hemos oído hablar cosas maravillosas de Jesús, como por ejemplo, que nos quitó del dominio del Demonio y nos concedió la gracia de la filiación adoptiva en el Bautismo; que se nos dona en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía; que nos dona el Amor de Dios, el Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación; que nos perdona nuestros pecados en cada Confesión Sacramental y como estos, miles de hechos milagrosos más en nuestras vidas personales. Aún así, muchos parecerían que no tienen ganas de ver a Jesús; aún más, cuanto más lejos estén de Jesús, tanto mejor para ellos y esto es lo que explica la ausencia de tantos bautizados dentro de la Iglesia.
“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús”. A Herodes, Jesús no le había hecho ningún milagro personal; sin embargo, “tenía ganas de verlo”, dice el Evangelio. Y si bien al parecer no quería verlo para convertirse, sin embargo, “tenía ganas de verlo”. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Tenemos ganas de ver a Jesús, Presente verdadera, real y substancialmente en la Eucaristía, después que Jesús ha hecho tantos milagros por nosotros, dándonos muestras más que evidentes de su Amor? ¿O, por el contrario, somos como aquellos que, a pesar de haber recibido infinitas muestras de Amor de parte de Jesús, no tienen ganas de verlo en el sagrario?

“Los envió a proclamar el reino de Dios”



“Los envió a proclamar el reino de Dios” (Lc 9,1-6). Jesús envía a los Doce a “proclamar el Reino de Dios”, pero antes de hacerlo, los hace partícipes de su poder de Sumo Sacerdote y de Hombre-Dios: les da poder para expulsar demonios y curar toda clase de enfermedades: “Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades”. Muy posiblemente, muchas sectas han tomado este pasaje del Evangelio para invertir las cosas y hacer creer que el Reino de Dios consiste en expulsar demonios y curar enfermedades. Si nos fijamos bien, una inmensa mayoría de sectas basan su accionar en supuestos exorcismos y curaciones corporales. Sin embargo, el Reino de Dios no consiste en esto: la expulsión de demonios y la curación de enfermedades –corporales o espirituales- no son sino prolegómenos a la manifestación del Reino, que consiste en otra cosa. Que los demonios sean expulsados y que las enfermedades sean curadas, no constituyen el Reino de Dios en sí, sino que son manifestaciones de que el Reino de Dios ya está entre los hombres. Hasta ese entonces, el Demonio tenía total dominio sobre los hombres, quienes no tenían posibilidad alguna de salvación ultra-terrena, además de estar sometidos a toda clase de enfermedades, como consecuencia del pecado.
El hecho de que Jesús dé a sus discípulos estos poderes, es solo para poner de manifiesto que hace su aparición, en la historia humana y en medio de los reinos terrenos, un reino que no es de este mundo, sino de la otra vida, el Reino de Dios. Pensar que expulsar demonios y curar enfermedades es el Reino de Dios, es pensar algo de forma errónea. El otro error opuesto es creer que nada extraordinario acontece en el anuncio del Reino, lo cual es caer en el naturalismo, y así, quienes caen en este error, piensan que no hay acción demoníaca en este mundo y que las curaciones milagrosas de enfermedades no existen. Se trata de dos errores contrapuestos en relación al Reino: el primero es el de aquellos que creen que el Reino es todo manifestación sobrenatural, con exorcismos llamativos y curaciones milagrosas; el segundo es el del naturalismo, según el cual nada que sobrepase la razón puede consistir en el Reino de Dios.
Ni uno ni otro están en lo cierto: el Reino de Dios es la gracia de Dios que actúa en el interior del alma y que trae al alma, además del Reino, al Rey de ese reino, Cristo Jesús y es éste el verdadero anuncio que hacen los Doce y por lo tanto es el anuncio que debe hacer la Iglesia al mundo de hoy.

jueves, 19 de septiembre de 2019

“No podéis servir a Dios y al dinero”



(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2019)

         “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,1-13). Esta parábola del administrador infiel debe entenderse bien, para no incurrir en errores. Ante todo, se trata de un administrador que gobierna la hacienda de un hombre rico: acusado de mala administración, es despedido[1]. No sabe qué hacer, porque no quiere trabajar, le da vergüenza mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los arrendadores que pagan la renta en especies y de acuerdo con ellos falsifica los contratos, engañando de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el administrador infiel piensa hacerse amigos que puedan protegerlo cuando lo despidan. Con relación a la alabanza que hace Nuestro Señor, hay que entenderla bien, porque no está alabando el mal: hay que entender que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son pecadores. Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, sino que lo que dice es como si dijera: “Es malo, pero es inteligente”. En la parábola no se dice que el mayordomo hubiera obrado “sabiamente”, sino “astutamente”, es decir, con una prudencia que pertenece a los ideales del mundo y no a los evangélicos; esto es lo que Nuestro Señor –no el amo- quiere significar cuando compara a los “hijos de ese siglo” con los “hijos de la luz”, que son los que viven según los ideales del Evangelio. De ninguna manera Nuestro Señor aprueba el mal proceder del mayordomo, sino que simplemente compara su accionar con el de los hijos de la luz, diciendo que los hijos de las tinieblas “son más astutos”. Lo que nos quiere decir Jesús es que, si los hijos de la luz, los cristianos, mostráramos al menos la agudeza, astucia y sagacidad de los que viven en la oscuridad para administrar los bienes materiales y espirituales que les han sido confiados, la historia sería distinta.
         Es decir, los hijos de la luz deben imitar, no el mal proceder, lo cual es obvio, sino la astucia del administrador. Tampoco condena Nuestro Señor la posesión de riquezas, sino que pide que en esto, como en cualquier otra cosa, el hombre se muestre administrador de Dios. Vendrá el día, con la muerte, en que se terminará la administración: por lo tanto, debemos prepararnos, siendo astutos, para aquel día, dando limosnas.
         “No podéis servir a Dios y al dinero”. La parábola nos enseña que, sea cual sea la cantidad de bienes materiales y/o espirituales que poseamos en esta vida, pocos o muchos, somos simples administradores de ellos; nos enseña que esa administración cesa con la muerte; nos enseña que debemos dar cuenta de esa administración, si es que usamos los bienes de modo egoísta o si los hemos compartido con los más necesitados; por último, nos enseña que debemos ser astutos en el uso de esos bienes, para lograr una gran recompensa en el Reino de los cielos: esto significa que, cuanto más compartamos nuestros bienes que nos han sido dados en administración, tanto más grande será nuestra recompensa en el cielo. Un ejemplo entre miles es el de San Martín de Tours: le dio la mitad de su capa a un pobre que pasaba frío y resultó que ese pobre era Jesús. Y así con todos los santos: se hicieron ricos con las riquezas del cielo, administrando las riquezas de este mundo, compartiéndolas con los pobres. Si nos comportamos de otra manera, es decir, obrando como si los bienes fueran nuestros y no de Dios, estaremos sirviendo al dinero y no a Dios y no obtendremos la recompensa deseada del Reino de Dios. Seamos astutos y sepamos ganarnos el Reino de los cielos administrando bien nuestros bienes, compartiéndolos con los más necesitados.



[1] B. Orchard et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 623.

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”



“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer, pecadora postrada ante Jesús, llorando sus muchos pecados, vierte un costoso perfume a los pies de Jesús, mientras los cubre de besos y los seca con sus cabellos. La escena, además de ser real la misma esconde una simbología sobrenatural: la mujer pecadora representa a la humanidad caída en el pecado original y que ha sido alcanzada por la misericordia de Dios; el perfume que ella derrama significa la gracia que extra-colma su alma y se derrama hacia afuera, en sus acciones, la principal de todas, amar y adorar a Jesús; el hecho de que esté postrada ante Jesús, significa la adoración que le profesa y la acción de gracias por haber sido perdonada; el llanto significa el arrepentimiento y la contrición de corazón.
En la mujer pecadora, entonces, estamos representados todos los hombres pecadores, todos los que descendemos de Adán y Eva y que por la misericordia de Dios, manifestada en el sacrificio de Jesús en la cruz, hemos sido perdonados. Al igual que la mujer pecadora, debemos pedir la gracia de tener lágrimas de arrepentimiento y mucho amor en el corazón, para postrarnos en acción de gracias ante Jesús Eucaristía por el perdón y la misericordia recibidos.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

“¿A quién se parecen los hombres de esta generación?”



“¿A quién se parecen los hombres de esta generación?” (Lc 7, 31-35). Jesús compara a los hombres de esta generación –en realidad, a los hombres de todos los tiempos, por lo tanto, estamos incluidos nosotros- con jóvenes apáticos e indiferentes, que están sentados en la plaza y a todo –sea música fúnebre o alegre- ponen un pretexto para no participar en nada. Jesús se refiere a la Iglesia, y se podría comprender en este grupo a los que recién hacen la Comunión y la Confirmación, aunque también a muchos mayores: todos buscan pretextos para alejarse de la Iglesia. Los hombres de esta generación, en relación a la Iglesia, son como los jóvenes de la plaza: apáticos, indiferentes, desganados, antipáticos, contrarios a la Iglesia, sea lo que sea que esta haga. Así, por ejemplo, si a los jóvenes les tocan música fúnebre, no participan de ella; si tocan música alegre, no bailan, se quedan quietos, sin hacer nada y los ejemplos bíblicos son los del Bautista, que es austero, ni come ni bebe y lo califican de demonio; en cambio, cuando el Hijo del hombre come y bebe, le dicen que es un comilón y que come con pecadores. Es decir, la actitud del hombre de hoy respecto de la Iglesia es la de los jóvenes de la plaza: si la Iglesia hace algo, la critican porque lo hace; si no lo hace, la critican porque no lo hace. En realidad, esconden su desánimo y su desgano para ingresar en la Iglesia y trabajar en ella por la salvación de las almas. Son los que viven permanentemente criticando a quienes asisten a Misa, diciendo que ellos no van porque son mejores, pero lo único que hacen con esto es auto-justificarse en su apatía.
“¿A quién se parecen los hombres de esta generación?”. ¿A quién nos parecemos nosotros? ¿Somos como los jóvenes de la plaza, que sólo critican sin hacer nada, o más bien somos de los que nos ponemos a trabajar por la salvación de las almas, sin hacer mayores preguntas?

martes, 17 de septiembre de 2019

“A ti te lo digo, levántate”.



“A ti te lo digo, levántate”. Jesús hace un milagro de resurrección de muertos. El muchacho estaba verdaderamente muerto, su alma se había desprende de su cuerpo, que es lo que define a la muerte y la prueba es que estaba siendo llevado en cortejo mortuorio. A la sola orden de su voz, su alma vuelve a unirse con su cuerpo, volviéndolo a la vida. No es extraño un milagro de este orden; por el contrario, es propio de Cristo, el Hombre-Dios. Él es el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, Él posee las llaves de la vida y de la muerte y si bien la muerte no es por su culpa, sino por el diablo -por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo-, Él tiene poder absoluto sobre la vida y la muerte y es por esto que, compadecido, restituye a la vida al hijo único de la viuda de Naím.
“A ti te lo digo, levántate”. La poderosa voz de Jesús tiene también poder para levantar del letargo en el que el alma duerme y despertarla a la vida de la fe. En nuestros días, en el que la mayoría de las almas de los católicos parecen vivir en un letargo mortal, sería conveniente que su voz resucitadora resonara en todas las almas de los bautizados, a fin de que estos dejen de dormir en el sueño del ateísmo, el agnosticismo y la superstición y despierten a la verdadera fe del Dios Uno y Trino que, en la Persona del Hijo, se encarnó para salvar a la humanidad.

sábado, 14 de septiembre de 2019

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”



(Domingo XXIV -TO - Ciclo C – 2019)

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-32). Ante la crítica de unos fariseos que murmuran de Jesús por recibir y comer con publicanos y pecadores, Jesús pronuncia tres parábolas en donde la misericordia prevalece sobre la justicia: la parábola de la oveja perdida; la parábola de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo. Las tres tienen en común algo: lo que estaba perdido es encontrado y provoca gran alegría en aquel que lo encuentra. En la perspectiva del Evangelio, lo que estaba perdido es el hombre, significado en la oveja perdida, en la dracma perdida y en el hijo pródigo; pero por el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús, aquello que estaba perdido es encontrado y salvado y ésa es la razón de la alegría.
En las parábolas, hay elementos que significan al hombre perdido, otros a Jesús y otros a la alegría de Dios por reencontrar lo que estaba perdido: el pastor que encuentra la oveja, la mujer que encuentra la dracma y el padre que recupera a su hijo pródigo, representan a Jesús y su misterio pascual de muerte y resurrección, que salva al hombre de su eterna perdición; a su vez, la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, son figuras del hombre que, caído en el pecado original, se ha alejado de Dios al punto tal de perderse de su vista. Este alejamiento no es un alejamiento físico, sino ontológico: el hombre, por el pecado, se “desprende” de Dios por así decirlo y se auto-destina a la eterna condenación en el infierno. El hecho de ser encontrados –la oveja, la dracma, el hijo pródigo- indican que, en Jesús, nada está perdido para el hombre, porque el hombre es rescatado por la misericordia de Dios. En realidad, Dios debería haber dejado al hombre que se pierda en sus caminos, porque libremente se alejó de Dios y así habría cumplido con la Divina Justicia, sin faltar a la Divina Misericordia; sin embargo, la misericordia en Dios sobrepasa a la justicia y es por eso que Dios en Persona, encarnándose en la Persona del Hijo de Dios, decide acudir al rescate del hombre perdido.
Es por esto que la murmuración de los fariseos de que Jesús recibe a publicanos y come con pecadores no tiene razón de ser, porque Jesús ha venido precisamente a eso: a rescatar a los pecadores, a los hombres que por el pecado estaban alejados de Dios. El hecho de que Jesús coma con los pecadores no indica, ni remotamente, que Jesús esté de acuerdo con sus pecados –con lo cual la murmuración de los fariseos estaría justificada-, sino que indica que la condición de pecadores, por su misterio pascual de muerte y resurrección, es cambiada, por Cristo, en condición de justos, de santificados por la gracia y por lo tanto merecedores del Reino.
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Cada uno de nosotros somos ese pecador que necesita de la conversión, para que haya alegría en el cielo. No somos justos, sino pecadores que necesitan de la gracia de Dios para dejar de ser pecadores y comenzar a ser justos. En cada Misa, en cada Banquete Eucarístico, Jesús nos invita a comer con Él, o mejor, a comer de Él, de su substancia, en cada comunión eucarística, y eso es un indicio de que Él, el Justo, viene, por su misericordia, a buscarnos a nosotros, pecadores, para llevarnos a la alegría del cielo.


viernes, 13 de septiembre de 2019

Exaltación de la Santa Cruz


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         Si la Cruz es instrumento de humillación, de tortura, de muerte, ¿por qué los cristianos la exaltamos? Aún más, ¿por qué la veneramos e incluso la adoramos?
         Hay muchas razones.
         En la Cruz, Cristo, el Hombre-Dios, convierte con su omnipotencia divina al dolor humano en gozo y alegría;
         En la Cruz, Cristo, el Cordero de Dios, convierte la desolación en consolación, la tristeza en alegría, el llanto en gozo;
         En la Cruz, Cristo, el Pan Vivo bajado del cielo, entrega su Cuerpo y derrama su Sangre para alimento de nuestras almas;
         En la Cruz, Cristo, Rey de reyes y Señor de señores, ensalza a los pobres pecadores, perdonándolos con la Misericordia Divina y convirtiéndolos en hijos del Padre y herederos del Reino;
         En la Cruz, al entregar su Vida, Jesús vence a nuestra muerte y nos concede la vida divina;
         En la Cruz, Cristo vence al pecado y nos dona la gracia santificante;
         En la Cruz, Cristo vence al Demonio y nos conduce, por su Espíritu, al seno del Padre Eterno.
         Finalmente, la Cruz está empapada en la Sangre Preciosísima del Cordero y nosotros adoramos la Sangre del Cordero.
         Por todos estos motivos y muchos más es que los cristianos veneramos, adoramos, ensalzamos y exaltamos a la Santa Cruz de Jesús.

lunes, 9 de septiembre de 2019

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”



(Domingo XXIV -TO - Ciclo C – 2019)

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-32). Ante la crítica de unos fariseos que murmuran de Jesús por recibir y comer con publicanos y pecadores, Jesús da tres parábolas en donde la misericordia resplandece sobre la justicia: la parábola de la oveja perdida; la parábola de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo. Las tres tienen en común algo: lo que estaba perdido es encontrado y provoca gran alegría en aquel que lo encuentra. En la perspectiva del Evangelio, lo que estaba perdido es el hombre, significado en la oveja perdida, en la dracma perdida y en el hijo pródigo; pero por el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús, aquello que estaba perdido es encontrado y ésa es la razón de la alegría. En las parábolas, hay elementos que significan al hombre perdido, otros a Jesús y otros a la alegría de Dios por reencontrar lo que estaba perdido: el pastor que encuentra la oveja, la mujer que encuentra la dracma y el padre que recupera a su hijo pródigo, representan a Jesús y su misterio pascual de muerte y resurrección, que salva al hombre de su eterna perdición; a su vez, la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, son figuras del hombre que, caído en el pecado original, se ha alejado de Dios al punto tal de perderse de su vista. Este alejamiento no es un alejamiento físico, sino ontológico: el hombre, por el pecado, se “desprende” de Dios por así decirlo y se auto-destina a la eterna condenación en el infierno. El hecho de ser encontrados –la oveja, la dracma, el hijo pródigo- indican que, en Jesús, nada está perdido para el hombre, porque el hombre es rescatado por la misericordia de Dios. En realidad, Dios debería haber dejado al hombre que se pierda en sus caminos, porque libremente se alejó de Dios y así habría cumplido con justicia, sin faltar a la misericordia; sin embargo, la misericordia en Dios sobrepasa a la justicia y es por eso que Dios en Persona, encarnándose en la Persona del Hijo de Dios, decide acudir al rescate del hombre perdido.
Es por esto que la murmuración de los fariseos de que Jesús recibe a publicanos y come con pecadores no tiene razón de ser, porque Jesús ha venido precisamente a eso: a rescatar a los pecadores, a los hombres que por el pecado estaban alejados de Dios. El hecho de que Jesús coma con los pecadores no indica, ni remotamente, que Jesús esté de acuerdo con sus pecados –con lo cual la murmuración de los fariseos estaría justificada-, sino que indica que la condición de pecadores, por su misterio pascual de muerte y resurrección, es cambiada, por Cristo, en condición de justos, de santificados por la gracia y por lo tanto merecedores del Reino.
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Cada uno de nosotros somos ese pecador que necesita de la conversión, para que haya alegría en el cielo. No somos justos, sino pecadores que necesitan de la gracia de Dios para dejar de ser pecadores y comenzar a ser justos. En cada Misa, en cada Banquete Eucarístico, Jesús nos invita a comer con Él, o mejor, a comer de Él, de su substancia, en cada comunión eucarística, y eso es un indicio de que Él, el Justo, viene, por su misericordia, a buscarnos a nosotros, pecadores, para llevarnos a la alegría del cielo.


“Amad a vuestros enemigos”



“Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27-38). Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian”. Jesús presenta una norma de conducta que anula a la Ley de Talión que prevalecía hasta entonces. En efecto, hasta Jesús, el comportamiento contra el prójimo considerado enemigo, era el de “ojo por ojo y diente por diente”. Ahora, eso queda abolido para siempre y es reemplazado por otra actitud: amar al enemigo, hacer el bien a quien nos odia, bendecir al que nos maldice, orar por los que nos injurian, poner la otra mejilla. Ahora bien, lo que hay que considerar es que no se trata de meras reglas morales, porque la pretensión de Jesús no es que los cristianos, aplicando estas reglas, seamos simplemente “buenos”: se trata de imitarlo a Él en la cruz y de participar de su bondad, porque es Él en la cruz quien ama a sus enemigos –que somos nosotros por el pecado-, hace el bien a quien lo odia, a quien lo está crucificando; es Él en la cruz quien bendice a quienes lo maldicen, ora por los que lo injurian y pone la otra mejilla. En definitiva, Jesús quiere que hagamos porque, como hemos dicho, no solo quiere que lo imitemos, sino que participemos de la bondad divina, de la bondad que brota de su Sagrado Corazón. Sólo así recibiremos en paga la Divina Misericordia y seremos objeto de la misericordia y el perdón de Dios. Aquel que, frente a la afrenta de su prójimo se olvida de las palabras de Jesús y no las pone en práctica, sino que se dedica a descargar su enojo, su rencor, su maledicencia, en vez de perdonar y amar, no recibirá nunca la misericordia de Dios, sino que será reo de su Justicia divina.
“Amad a vuestros enemigos”. Cuando se presente la ocasión de que tengamos enemigos, recordemos las palabras de Jesús y las pongamos en práctica, para ser merecedores de la Misericordia Divina y no de su Justicia.


“Dichosos los que llevan la cruz de cada día”



“Dichosos los pobres” (Lc 6, 20-26). Jesús da la “fórmula”, por así decirlo, para encontrar la felicidad en este mundo, aunque parece un poco contradictoria, porque afirma que son dichosos los pobres, los que lloran, los que son odiados; al mismo tiempo, se lamenta por aquellos que en apariencia son felices: los ricos, los que están saciados, los que ríen, aquellos de los que todos hablan bien.
Lo que sucede es que tanto las bienaventuranzas como los ayes de Jesús no se explican sin la Cruz, porque en la Cruz se da vuelta o se cambia todo, porque en la Cruz todo se ve según la perspectiva de Dios. Además, el primer dichoso, si podemos decir así, es Él, porque Él en la cruz es pobre, llora, es odiado y quien lo imite en la cruz, será dichoso como Él. En efecto, Jesús en la cruz es pobre porque nada tiene, sólo tiene los clavos, la corona de espinas y el madero de la cruz, pero le pertenece el Reino de los cielos, por eso es “dichoso” quien, como Él, viva la pobreza evangélica, la pobreza de la cruz, la única pobreza que conduce al cielo. Él es dichoso porque en la cruz llora por los pecados y la malicia del corazón de los hombres, pero luego será feliz en el cielo, cuando lo acompañen los bienaventurados; de la misma manera, quienes aquí lloran por estar crucificados con Jesús, luego reirán y para siempre, en el Reino de los cielos. Jesús en la cruz es odiado, y es proscripto como infame, pero tiene una recompensa grande en el cielo, todas las almas redimidas por su Sangre Preciosísima; de la misma manera, quienes a causa del Nombre de Jesús sean proscriptos y odiados y perseguidos en la tierra, gozarán de la posesión del Reino de los cielos por la eternidad.
Luego vienen los “ayes”, porque se trata de aquellos que en esta vida rechazan la cruz: en esta vida son ricos, porque no comparten sus bienes materiales, pero en la otra padecerán el desconsuelo de verse privados de todas sus riquezas terrenales, además de padecer la ausencia de la más grande riqueza, la gloria de Dios; en esta vida están saciados, porque se hartan de banquetes terrenos, pero en la otra vida carecerán para siempre del alimento del Amor de Dios; en esta vida ríen, porque todos los felicitan por sus riquezas terrenas, pero en la otra vida llorarán, porque de esas riquezas no les quedará ni la sombra, mientras que vivirán en la carencia eterna de la gloria y del Amor de Dios y por eso serán sumamente infelices; en esta son halagados, porque se comportan con avaricia y astucia, pero en la otra vida carecerán de toda paz y alegría y por eso “harán duelo y llorarán” por la eternidad.
Lo que hace feliz o infeliz a un alma en esta vida y en la otra es la cruz de Jesús: quien se sube a Él con la cruz, cambiará su suerte cuando pase al otro mundo, y ahí será para siempre dichoso y feliz, gozando sin fin de las delicias del Amor y de la gloria de Dios.

“Se pasó la noche en oración con Dios”




“Se pasó la noche en oración con Dios” (Lc 6, 12-19). Jesús no dedica la noche a descansar, sino a orar con Dios. Aun luego de un día ajetreado, dedica la noche no al descanso del cuerpo, sino a ese descanso del alma que significa la oración con Dios. De esta actitud debemos los cristianos tomar ejemplo, no en el sentido de no dormir para orar, sino en el de incorporar la oración a nuestra vida cotidiana, así como lo es el comer, el dormir, etc. En efecto, la oración es al alma lo que la respiración a los órganos del cuerpo; la oración es al cuerpo lo que la alimentación de cada día. Si una persona no respira, se muere; si una persona no se alimenta, en pocos días muere. Lo mismo sucede con la oración y el alma: si ésta no se alimenta de la oración, no puede sobrevivir. Ahora bien, es obvio que hablamos de la oración cristiana, de aquella oración en la que Cristo es el centro y a la cual nos referimos a Él como a el Único Salvador. Es necesario aclararlo, porque hay oraciones que son perjudiciales para el alma, como las oraciones paganas, aquellas en las que Cristo no es el Redentor de los hombres. Este tipo de oraciones se han dispersado y hecho comunes incluso entre los cristianos, porque se han difundido oraciones de la Nueva Era en la que Cristo no es el Único Salvador, sino un avatar de la divinidad. No da lo mismo rezar estas oraciones paganas, a rezar las oraciones cristianas, más específicamente católicas, como lo son el Rosario, la Adoración Eucarística y, la principal de todas, la Santa Misa.
“Se pasó la noche en oración con Dios”. Si el cristiano quiere sobrevivir en la atmósfera enviciada de paganismo, ocultismo y materialismo que caracterizan los inicios del siglo XXI y si quiere obtener una verdadera comunicación e inhabitación con el Espíritu de Dios, entonces debe incorporar la oración diaria –católica- como parte de sus tareas cotidianas. De lo contrario, perecerá víctima del ambiente neo-pagano, materialista, ateo y consumista que nos asfixia día a día.

sábado, 7 de septiembre de 2019



(Domingo XXIII-  TO - Ciclo C - 2019)

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Después de decir esto, Jesús pone dos ejemplos en los que son necesarias la previsión y el cálculo antes de comenzar una empresa, si es que se quiere llegar a buen fin. Primero da el ejemplo de alguien que quiere construir una torre: si quiere construirla, debe calcular el material, los gastos, el tiempo, etc.; de otra manera, si comienza a construirla pero sin haber hecho esos cálculos comenzará a construir la torre y no podrá terminarla, porque los materiales serán escasos, el dinero se le terminará, etc. El otro ejemplo que pone Jesús es el de un rey que, con un ejército inferior, debe enfrentarse en una batalla con otro superior: con toda seguridad perderá la batalla porque la diferencia entre ambos ejércitos es muy importante, por lo que buscará, por todos los medios y para lograr su fin -que es el de no ir a la guerra- hacer un tratado de paz con el otro rey: si hace un tratado de paz, habrá logrado su objetivo, el no enfrentarse en una guerra en la que seguramente habría salido perdedor.
Jesús da estos dos ejemplos y luego refuerza la idea principal: quien quiera ser su discípulo, debe hacer un cálculo: no puede serlo si no está dispuesto a cargar su cruz de cada día y a renunciar a todo lo que posee. Es decir, el cristiano que, puesto a pensar, quiera ser discípulo de Jesús y alcanzar el Reino de los cielos, debe hacer un cálculo, que es el considerar el tener que estar dispuesto a dos cosas: cargar la cruz de cada día y dejar todo lo que tiene para lograr su objetivo. De lo contrario, será como el que quiso construir la torre y no pudo hacerla, o como el rey que con un ejército inferior salió a combatir y perdió la batalla: si no carga la cruz y no deja todo lo que tiene, el cristiano no puede llamarse cristiano y no puede ser discípulo de Cristo y, en consecuencia, no podrá entrar en el Reino de los cielos.
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (…) quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en fríos cálculos para construir una torre terrena o ganar una batalla terrena: consiste en tener el amor suficiente para seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, sin importar nada más. Pero para seguir a Jesús, para ser sus discípulos, sí hay que hacer el siguiente cálculo: sin la Cruz, no soy discípulo de Jesús, no lo sigo por el Via Crucis y no llego al Reino de los cielos, no salvo mi alma de la eterna condenación ni alcanzo la felicidad eterna, porque sin Cruz no hay salvación posible. Como decimos, no se trata de un frío cálculo terreno, pero sí de un pensamiento de ser un discípulo de Jesús y así ganar el Reino de los cielos: si quiero ser su discípulo, debo cargar la cruz de cada día y debo dejarlo todo para seguirlo por el camino del Via Crucis, camino que finaliza en el Monte Calvario, con la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo, el hombre nacido “del agua y del Espíritu”, el hombre que vive la vida de la gracia. Jesús nos aconseja en el Evangelio ser “mansos como palomas y astutos como serpientes” y aquí, es astuto –sagaz, inteligente- el que se da cuenta que sin la cruz no puede ir a ningún lado que no sea la eterna condenación.  
Finalmente, debemos considerar que esta vida es como dice Santa Teresa: “Al final, el que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”. Es decir, esta vida no consiste en otra cosa que esto: en saber que debemos salvar el alma de la eterna condenación y que, para hacerlo, debemos hacer un cálculo: la única manera de conseguir nuestro objetivo es seguir a Jesús, movidos por el amor, cargando la cruz de cada día y dejándolo todo por amor a Él.

viernes, 6 de septiembre de 2019

“A vino nuevo, odres nuevos”




“A vino nuevo, odres nuevos” (Lc 5, 33-39). Preguntan a Jesús el motivo por el cual sus discípulos no ayunan, mientras que sí lo hacen los discípulos de Juan y también los fariseos. Jesús responde auto-proclamándose como “Esposo”: los amigos del Esposo -es decir, sus discípulos-, no ayunarán mientras el Esposo esté con ellos; sí lo harán cuando “el Esposo les sea quitado”, o sea, cuando Él sufra la Pasión y muerte en cruz. Entonces sí los discípulos de Cristo harán ayuno, porque el misterio pascual de Cristo de muerte y resurrección dará inicio a un nuevo orden de cosas, inexistente hasta ahora: las almas ya no se alimentarán espiritualmente con la Antigua Ley, sino con el fruto de la Pasión de Cristo, la gracia santificante. Todo lo antiguo, las razones del ayuno de los fariseos y de los discípulos del Bautista, con todo su orden de cosas, dejará de tener sentido, porque la muerte de Cristo en la cruz y su posterior resurrección hará que “todo esté cumplido”, lo cual significa, entre otras cosas, el cese del Antiguo orden y el inicio del Nuevo Orden o Nueva Era de Cristo. Para reafirmar esta noción, es que da el ejemplo de ““A vino nuevo, odres nuevos”: así como los odres viejos no pueden llevar en sí vinos nuevos, y así como estos necesitan odres nuevos para allí ser escanciados, así también los discípulos de Cristo, discípulos del Nuevo Orden, del Orden de la gracia, no pueden ayunar por los motivos que ayunan los discípulos del Bautista y los fariseos, pero sí ayunarán cuando el Esposo les sea quitado de en medio por la Pasión y muerte en cruz.
“A vino nuevo, odres nuevos”. El vino nuevo del Nuevo Orden de Cristo es la gracia; los odres nuevos son las almas de los cristianos que la reciben con sus almas dispuestas por el ayuno, la penitencia y las obras de misericordia. Con Cristo, todo lo antiguo ha pasado -los odres viejos- mientras que se inaugura el Nuevo Orden cristiano, el Orden de la gracia en las almas de los justos. Pretender volver al orden antiguo, es desconocer el Nuevo Orden de la gracia de Cristo.

lunes, 2 de septiembre de 2019

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2019)

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Después de decir esto, Jesús pone dos ejemplos en los que son necesarias la previsión y el cálculo antes de comenzar una empresa, si es que se quiere llegar a buen fin. Primero da el ejemplo de alguien que quiere construir una torre: si quiere construirla, debe calcular el material, los gastos, el tiempo, etc.; de otra manera, si comienza a construirla, pero sin haber hecho esos cálculos, comenzará a construir la torre y no podrá terminarla, porque los materiales serán escasos, el dinero se le terminará, etc. El otro ejemplo que pone Jesús es el de un rey, que, con un ejército inferior, debe enfrentarse en una batalla con otro superior: con toda seguridad, perderá la batalla, porque la diferencia entre ambos ejércitos es muy importante, por lo que buscará, por todos los medios, para lograr su fin, que es el de no ir a la guerra, hacer un tratado de paz con el otro rey. Si hace un tratado de paz, habrá logrado su objetivo, el no enfrentarse en una guerra en la que seguramente habría salido perdedor.
Jesús da estos dos ejemplos y luego refuerza la idea principal: quien quiera ser su discípulo, no puede serlo si no está dispuesto a cargar su cruz de cada día y a renunciar a todo lo que posee. Es decir, el cristiano que, puesto a pensar, quiera alcanzar el Reino de los cielos y ser discípulo de Jesús, debe pensar que debe estar dispuesto a dos cosas: cargar la cruz de cada día y dejar todo lo que tiene. De lo contrario, será como el que quiso construir la torre y no pudo hacerla, o como el rey que con un ejército inferior salió a combatir y perdió la batalla: si no carga la cruz y no deja todo lo que tiene, el cristiano no puede llamarse cristiano y no puede ser discípulo de Cristo y, en consecuencia, no podrá entrar en el Reino de los cielos.
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (…) quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en fríos cálculos para construir una torre terrena o ganar una batalla terrena: consiste en tener el amor suficiente para seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, sin importar nada más. Pero para seguir a Jesús, para ser sus discípulos, sí hay que hacer el siguiente cálculo: sin la Cruz, no soy discípulo de Jesús, no lo sigo por el Via Crucis y no llego al Reino de los cielos, no salvo mi alma de la eterna condenación ni alcanzo la felicidad eterna. Como decimos, no se trata de un frío cálculo terreno, pero sí de un pensamiento movido, más que por el deseo de ganar el Reino de los cielos, de ser un discípulo de Jesús. Si quiero serlo, debo cargar la cruz de cada día y debo dejarlo todo para seguirlo por el camino del Via Crucis, camino que finaliza en el Monte Calvario, con la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo, el hombre nacido “del agua y del Espíritu”, el hombre que vive la vida de la gracia. Jesús nos aconseja en el Evangelio ser “mansos como palomas y astutos como serpientes” y aquí, es astuto –sagaz, inteligente- el que se da cuenta que sin la cruz no puede ir a ningún lado que no sea la eterna condenación. Y como dice Santa Teresa, al final, “el que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”. Esta vida no consiste en otra cosa que esto: en saber que debemos salvar el alma y que, para hacerlo, la única manera es seguir a Jesús, movidos por el amor, cargando la cruz de cada día y dejándolo todo por amor a Jesús.

“Por tu palabra, echaré las redes”



“Por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5, 1-11). Luego de haber estado Pedro y los discípulos pescando infructuosamente durante toda la noche, Jesús les dice que se internen nuevamente en el mar y que echen las redes, porque allí encontrarán pesca. Pedro le expone brevemente las razones humanas que tienen para no hacerlo: han estado pescando en ese lugar toda la noche, ya es de día y la pesca se hace de noche; es decir, le dice que humanamente no tiene sentido obedecer esa orden y hacer lo que Jesús dice: humanamente, está todo perdido. Sin embargo, hay algo que Pedro dice y que nos enseña cómo debemos actuar en situaciones similares: “Por tu palabra, echaré las redes”. Luego de decirlo, Pedro obedece a Jesús y obtiene lo que se conoce como la “segunda pesca milagrosa”, es decir, las redes se llenan inmediatamente de peces por orden de Jesús, Dios y Creador, a Quien obedecen todas las creaturas.
“Por tu palabra, echaré las redes”. La actitud de Pedro nos deja una profunda enseñanza: cuando todo parezca humanamente perdido, lo que no está perdido es la fe y la confianza en la Palabra de Dios y es entonces cuando más tenemos que orar y ser constantes en la oración y en la fe en la Palabra de Dios, porque es ahí, en nuestra debilidad humana, en donde se manifiesta la Omnipotencia divina.