lunes, 30 de diciembre de 2024

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

 


 (Ciclo C - 2024 - 2025)

         La Iglesia inicia el año civil con una de las solemnidades más importantes, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Debido a esto, debemos preguntarnos si es por una casualidad, o porque la Iglesia pretende algo más que una mera celebración del paso del tiempo, como es el festejo de fin de año.

Al reflexionar, nos damos cuenta que no es por el azar que la Iglesia pone a la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, cuando apenas comienza el año civil: al hacerlo, la Iglesia tiene la intención de que meditemos sobre la relación que existe entre el tiempo nuestro humano, al cual medimos con unidades de tiempo diversas como segundos, minutos, horas, días, años, con el embrión que la Virgen concibió por obra del Espíritu Santo, Nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia quiere que meditemos entre estos dos elementos, sin relación aparente alguna, es decir, el comienzo del año civil, el cual inicia todos los años cada 1º de enero, con el fruto virginal del seno de María Santísima, el Hombre-Dios Jesucristo, porque siendo Jesucristo Dios, es eterno; aún más, como dice Santo Tomás de Aquino, es la eternidad en sí misma, es “su misma eternidad” y como tal, es el Creador del tiempo, el Dueño y el Señor del tiempo, de todo tiempo humano, del tiempo de cada hombre y del tiempo de toda la humanidad y por lo tanto es el creador y el dueño de nuestro tiempo, de cada segundo de nuestro tiempo, del tiempo nuevo que inicia cada año y cuyo inicio festejamos precisamente a fin de año. Entonces, vemos que sí hay relación entre el tiempo que festejamos -el fin del año nuevo y el comienzo del nuevo, el 1 de enero-, con la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, porque el tiempo que festejamos no solo es creado por el Hijo de la Virgen, sino que Él es el Dueño de ese tiempo.  Al ser Dios eterno nacido en el tiempo, Jesucristo es el Señor del tiempo y Él es el que dio inicio al tiempo de la humanidad y es el que dará fin al tiempo de la humanidad, en el Día del Juicio Final, para dar comienzo a la eternidad. Jesús es “el alfa y el omega, el principio y el fin” de todo tiempo, y desde que se encarna en el tiempo en el seno de María Virgen, para luego nacer en Nochebuena, lo que hace es hacer partícipe, al tiempo y a la historia humana, de su propia eternidad y al hacer esto, le da al tiempo de la historia humana y también a la historia del hombre -de cada uno de nosotros- un nuevo sentido, una nueva dirección y es la dirección y el sentido hacia la eternidad.

Cuando Jesús, Dios eterno, se encarna y nace en el tiempo y vive treinta años en la tierra, en la historia humana, al hacer esto, impregna, por así decirlo, al tiempo de su propia eternidad, haciendo que toda la historia humana quede centrada en Él, que es la eternidad en sí misma. Esto es muy importante porque significa que, a partir de Cristo, toda la historia humana y también todo ser humano, con su tiempo de vida personal, tienen como centro absoluto a Jesucristo, y lo quieran o no lo quieran y tengan fe en Él o no tengan fe en Él, tienden hacia Él, y así toda la historia humana y todo el tiempo individual de cada ser humano, adquiere una nueva dirección, la dirección de la eternidad, que es Él mismo, Dios eterno encarnado.

         Esto al mismo tiempo significa que cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada mes, cada año, de la vida personal de cada cristiano, está permeado por la eternidad de Jesucristo, y que toda su vida adquiere sentido y llega a su plenitud solamente si se dirige a la feliz unión con Él, por medio de la fe, del amor y de la gracia sacramental. Quien acepta esta realidad y en consecuencia, libre y voluntariamente orienta su vida y su tiempo de vida en la tierra al Hombre-Dios Jesucristo, se encamina a su feliz eternidad, porque el designio de Dios en la Encarnación de su Verbo, es que todo hombre, uniéndose a Cristo en el tiempo, alcance la eternidad en el Reino de los cielos.

         De modo contrario, aquel que por libre decisión decide vivir su tiempo terreno sin Dios, apartado de Cristo y de su gracia sacramental, frustra los planes divinos para su vida y se encamina hacia la eterna infelicidad.

         Aquí entonces encontramos la respuesta a la pregunta de por qué la Iglesia incluye la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el primer segundo del nuevo año civil: no es por ninguna casualidad ni por obra del azar: es para que, consagrando a la Madre de Dios nuestra vida terrena, con todo su tiempo pasado, presente y futuro, consagremos a Ella y a su Hijo cada segundo del tiempo nuevo que Dios nos conceda vivir, porque a Dios Trinidad le pertenece cada segundo de nuestra vida, pero sobre todo para que nos unamos ya en el tiempo terreno, por la gracia, por la fe y por el amor, a su Hijo Jesús, como anticipo de la unión en la gloria que por la Misericordia Divina esperamos gozar, por la eternidad, en el Reino de los cielos.

 


viernes, 27 de diciembre de 2024

Solemnidad de la Sagrada Familia

 



(Ciclo C - 2024 - 2025)

         En el primer Domingo después del Nacimiento de Jesús la Iglesia nos hace celebrar la Solemnidad de la Sagrada Familia debido a que, con el Nacimiento del Niño, el matrimonio meramente legal entre la Virgen y San José pasa a constituirse formalmente en “familia”.

         A partir del Nacimiento del Niño, se constituye entonces la Sagrada Familia de Nazareth, la cual es modelo único e insuperable de santidad para toda familia católica. La razón de su ejemplaridad es que en esta Familia todo es santo, porque lo humano se diviniza, al tiempo que lo divino se hace humano, sin dejar de ser divino y santo. La Fuente de la Santidad en la Sagrada Familia es el Hijo de esta Familia, el Niño Dios nacido en Belén, Jesús de Nazareth: al ser este Niño Dios, Él es la Santidad Increada y Fuente de toda santidad participada; es el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin y la razón de ser del universo visible e invisible. Ésta es la razón por la cual en la Sagrada Familia todo es sagrado, todo es santo: porque todo gira en torno al Hijo Tres veces Santo de esta Familia, Jesús de Nazareth, el Logos del Padre encarnado. La santidad que brota como de su Fuente Increada del Acto de Ser divino trinitario del Niño Dios, se derrama como un océano de santidad sobre su Madre, la Virgen y Madre de Dios y sobre su Padre adoptivo, José, varón casto y justo.

         Para la Sagrada Familia el alimento espiritual que nutre sus almas con la santidad de la Trinidad, es el primero y el más importante de los alimentos: debido a esta santidad, en esta Familia Santa no existe ni la más ligera sombra de pecado: no hay enojos, no hay mentiras, no hay desencuentros, ni siquiera ligeros malentendidos: todo en esta Familia Santa es bondad, comprensión, misericordia, suavidad, dulzura, paciencia, humildad y sobre todo, amor, pero no un simple amor humano, sino el Amor Divino y Eterno que brota del Sagrado Corazón del Niño Jesús, Amor celestial que inunda el hogar y lo impregna, haciendo que los integrantes de esta Familia Sagrada participen del Santo Amor Trinitario.

         En esta Familia no hay intereses mundanos, materiales, egoístas: todo, hasta el más pequeño de los actos, no solo se hace con el Amor de Dios, sino que se hace para la mayor gloria y honra de Dios Uno y Trino. El Amor de Dios, que brota del Corazón Divino del Niño Jesús, todo lo llena, todo lo colma, todo lo impregna y por esto en esta Familia Dios está siempre presente, pero no presente simplemente en el deseo del corazón, en el pensamiento de la mente, sino que está Presente en Persona, porque Dios Hijo, la Persona Segunda de la Trinidad, está en medio de esta familia, porque este Niño es el “Emanuel”, el “Dios con nosotros” y así Dios está en medio de esta familia como Niño, sin dejar de ser Dios.

         La Sagrada Familia de Nazareth, además de alabar y ensalzar a la Santísima Trinidad, le agradece no solo por los bienes materiales y espirituales que le concede, sino que le agradece ante todo a Dios Trino por ser Quien Es: Dios de infinita majestad y bondad y esto sucede no un día o dos, sino todos los días, durante el día y la noche, sin dejar un mínimo resquicio de tiempo y espacio en el que no se alabe, adore y agradezca a Dios Uno y Trino. La Sagrada Familia todo lo agradece a la Trinidad: las penas -el Niño sufre por las almas que están en peligro de perdición eterna-, las tribulaciones -el Niño es amenazado de muerte por el rey Herodes- y también la pobreza, una pobreza digna, porque es la pobreza de la Cruz, que la Sagrada Familia vive por anticipado. En todo momento en esta Sagrada Familia se entonan himnos y cánticos inspirados a la Trinidad, ante todo por el Tesoro Máximo de esta Familia, que es el Don de Dios para la humanidad, ya que este Niño es el Cordero Puro y Santo que será sacrificado en el ara de la Cruz, en el Calvario, para salvar de la eterna condenación a los hombres de todos los tiempos.

Vista desde fuera, la Sagrada Familia se asemeja en un todo a cualquier otra familia humana, ya que está formada por una madre, un padre y un hijo, pero no es igual a las demás, porque al contemplarla a la luz de la fe, se ve que la Familia de Nazareth es sagrada porque en ella todo es sagrado: es sagrado el Hijo, porque es la Santidad Increada, Divina y Eterna, en sí misma; es sagrada la Madre, porque además de ser la Virgen concebida sin mancha de pecado y llena de gracia, es también la Santísima Madre de Dios; es sagrado el padre adoptivo, José, porque es un varón casto y justo, temeroso de Dios y es por esta razón, porque en esta Familia todo es sagrado y santo, es que la Sagrada Familia de Nazareth es modelo de santidad para toda familia católica.

La Madre de esta Familia no es una campesina palestina: es la Mujer del Génesis, que al ser hecha partícipe de la omnipotencia divina, aplasta con su talón la cabeza de la Serpiente Antigua; es la Mujer al pie de la Cruz, que por pedido de Dios Hijo adopta como hijos a todos los hombres; es también la Mujer del Apocalipsis, que aparece en los cielos revestida de sol, es decir, revestida de la gracia y de la gloria divina y de esta manera, la Madre de la Sagrada Familia es modelo de santidad para toda madre de familia que desee ser santa a los ojos de Dios.

El Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, aunque aparece como desvalido, pequeño, frágil y necesitado de todo, como todo recién nacido, es en realidad el Hijo del Eterno Padre, es la Palabra Eterna del Padre hecha carne, que se manifiesta a los hombres como un Niño humano, pero sin dejar de ser Dios, y esto lo hace para ofrecerse como el Cordero Santo y Puro que será inmolado en la Cruz sangrienta del Calvario cuando sea ya adulto, para la salvación de quienes crean en Él, obedeciendo la Voluntad del Padre y así es modelo para todo hijo que desee ser santo, cumpliendo la voluntad de Dios en sus vidas.

Por último, el esposo meramente legal y padre adoptivo de esta Familia Santa, San José, varón casto, justo, santo, da su vida por su Esposa y por su Hijo y así se convierte en modelo de todo padre que desee ser santo, santificándose en los quehaceres propios de la vida familiar, obedeciendo también la voluntad de Dios.

La Iglesia nos trae a la Sagrada Familia de Nazareth en el primer Domingo después de Navidad para que la contemplemos pero también para que todas las familias católicas la imiten, ante todo en su santidad: así como todo en la Sagrada Familia de Nazareth gira en torno al Niño Dios, Jesús, de la misma manera debe ocurrir en toda familia católica: todo debe girar en torno al Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, que continúa y prolonga su Encarnación en al Eucaristía. Sólo teniendo a la Sagrada Familia como único modelo de santidad, solo así, la familia católica podrá cumplir el designio divino sobre ella y ser, como la llaman los Padres de la Iglesia, un “iglesia doméstica” que transforme al mundo con su santidad.

 


martes, 24 de diciembre de 2024

Solemnidad de la Natividad del Señor






(Ciclo C – 2024)

         “Les anuncio una gran alegría, les ha nacido un Salvador (…) un niño recostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 1-14). Luego de Nochebuena, pasado ya el Nacimiento del Señor, la Santa la Iglesia nos desvela una misteriosa imagen para que la contemplemos: se trata de un Niño que recién acaba de nacer; está envuelto en pañales, de a ratos duerme, de a ratos se despierta y mira a su Madre y a su Padre con sus ojos hermosísimos; de a ratos experimenta frío y comienza a temblar, pidiendo más calor, haciendo que su Madre lo estreche más firmemente contra su corazón; su Padre, mientras tanto, se ocupa en buscar leña, para que la pequeña fogata continúe brindando su calor y su luz; hay dos animales, un burro  y un buey, porque se trata de un refugio de animales, es como si los animales, ante el egoísmo de los hombres, que han negado albergue en las ricas posadas de Belén a la Madre Santa que ya estaba por dar a luz, negando al Niño un lugar para nacer, fueran ellos, los animales, quienes prestaran su lugar de descanso para que el Niño pudiera nacer. Esta es la misteriosa escena que la Santa Iglesia Católica nos propone para la contemplación en el día de Navidad y decimos “misteriosa” porque, a pesar de que puede parecer una escena común, ya que se trata de una familia de Palestina, compuesta por una madre hebrea, su esposo y su hijo, que acaba de nacer, en realidad es algo infinitamente más grandioso que aquello que simplemente aparece a los ojos; es un misterio que solo puede ser desvelado por la luz de la gracia y por medio de la contemplación y de la oración y quien pasa de largo ante esta escena, sin pedir siquiera la gracia de desentrañar su misterio para su contemplación, solo demuestra el abismo de su necedad.

         Como dijimos, visto con ojos humanos y con la sola luz de la razón natural, la escena de Navidad es similar en un todo a la de cualquier otra familia humana en donde ha nacido el primogénito: podemos ver a una mujer, que es la Madre; podemos ver a quien parece ser su esposo; podemos ver a un Niño, que llora a causa del frío y el hambre y que busca el consuelo del abrazo materno.

         Vista así, con ojos y razón humanos, la escena de Navidad no parece tener ningún misterio, puesto que no se diferencia de ningún otro nacimiento de cualquier otra familia humana. Sin embargo, la escena es un verdadero misterio para hombres y ángeles cuando es vista con los ojos de la fe, es decir, cuando la escena se contempla a la luz del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo: cuando contemplamos la escena iluminados por la luz de la gracia, la escena del Pesebre de Belén se presenta ante nuestros ojos como el acontecimiento más importante para toda la humanidad, porque el destino eterno de la humanidad entera depende de ese Niño que acaba de nacer, y la razón es que ese Niño no es un niño más: ese Niño es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios; ese Niño, nacido de la Virgen Madre en el humilde Portal de Belén, en Palestina, es el Verbo de Dios hecho carne, es la Segunda Persona de la Trinidad, que ha asumido hipostáticamente, en su Persona Divina, un cuerpo y un alma humanos, creados en el momento de la Encarnación y ha venido, desde la eternidad del seno del Padre a nuestro tiempo terrestre, a nuestro mundo, a nuestras historia, a nuestra existencia y vida personal, para derrotar y vencer para siempre y así librarnos de nuestros enemigos mortales –el Demonio, el Pecado y la Muerte- y luego concedernos la gracia de la filiación divina, de manera de ser conducidos al Reino de los cielos, una vez finalizado nuestro paso por la tierra.

         Como vemos, la sola razón natural es completamente insuficiente e incapaz de siquiera imaginar el misterio del Niño de Belén; solo si la razón está iluminada por la luz de la fe, es capaz de contemplar el misterio del Logos del Padre hecho carne para nuestra salvación. Y lo volvemos a repetir, porque no es suficiente con decirlo una vez: no se puede contemplar el Pesebre de Belén con la sola luz de la razón natural, porque esta es absolutamente insuficiente para poder vislumbrar el misterio del Niño de Belén; sólo con la luz de la gracia y de la fe, solo con la luz que viene de lo alto, del Espíritu Santo, solo así, se permite al hombre contemplar, en ese Niño, a la Palabra de Dios encarnada, al Unigénito del Padre, consubstancial al Padre y de su misma naturaleza divina, que sin dejar de ser el Dios infinitamente majestuoso que Es desde la eternidad, se encarna para nacer como un pequeño Niño desvalido y necesitado de todo -y ante todo, necesitado del amor de los corazones de los hombres- en un humilde Portal de Palestina. Solo así, con la luz de la fe, es posible desentrañar el misterio que encierra la escena del Pesebre de Belén. Es por este misterio, que en Navidad se nos desvela ante nuestros ojos, que la Santa Iglesia Católica exulta de alegría; precisamente porque ve, en ese Niño, no a un niño santo, sino a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, a Dios, que es Luz Eterna; ve al Cordero, que es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que viene a iluminarnos con su luz divina y eterna a nosotros, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, la Iglesia se alegra con alegría celestial porque contempla en el Niño de Belén al Cordero, que con la luz de su gloria divina, que emana de su Divino Rostro de Niño, vivifica con la vida de la Trinidad a quien ilumina, porque la luz que emite ese Niño es luz viva, porque es la luz de Dios, que “es Luz” –“Yo Soy la Luz”, dice Jesús-, todo aquel que es iluminado por este Niño, Luz de Dios, recibe la Vida divina, la vida que brota de  su Ser divino trinitario y así, quien es iluminado por el Niño de Belén, no camina en las tinieblas del error, del pecado, de la herejía, del cisma, de la mentira y se alejan de él las tinieblas vivientes, los demonios. La Iglesia exulta de gozo porque ese Niño que ha nacido en Belén es Dios Hijo en Persona y por eso lo alaba, lo exalta, lo aclama, lo adora y lo ama como a Dios, y se postra en adoración ante Él, porque es el Hijo de Dios encarnado.

         Por último, hay otro misterio más: el Niño que nace en Palestina, en Belén –que significa “Casa de Pan”-, ha venido para unirse a nosotros en íntima comunión de amor y vida y para unirse a nosotros, no espera a que atravesemos el umbral de la muerte terrena: para unirse a nosotros, el Niño de Belén se nos ofrece como Pan de Vida eterna en la Eucaristía: el mismo Niño que nació en Belén, “Casa de Pan”, es el mismo Dios que se encuentra Presente real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía, en el Altar Eucarístico, al cual por esto también podemos llamar “Nuevo Belén”, “Nueva Casa de Pan”. Es por esto que la Navidad se consuma, tiene su cumplimiento máximo en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se cumple el deseo de Dios Hijo al venir a este mundo, y es el de unirse al hombre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Comulgar la Sagrada Eucaristía en estado de gracia, esto es, unirse al Niño Dios que se encuentra en la Eucaristía, es la esencia de la Navidad, porque así se cumple el deseo del Niño Dios al venir a este mundo, que es el de unirse a nuestras almas en el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

 


domingo, 22 de diciembre de 2024

Santa Misa de Nochebuena

 



(Ciclo C - 2024 - 2025)

         En el tiempo litúrgico de Navidad, la Iglesia ingresa en un clima de fiesta, pero no se trata de una fiesta al estilo mundano y mucho menos, pagano, cuyos motivos son puramente exteriores y superficiales: la fiesta de Navidad, para la Iglesia Católica, es ante todo una fiesta interior, espiritual, sobrenatural, celestial, de origen divino, concedida por la gracia y esta fiesta se encuentra y consiste, ante todo y en primer lugar, en la Santa Misa de Nochebuena, porque allí, por la liturgia eucarística, la Iglesia como Esposa y como Cuerpo Místico de Cristo, no solo recuerda, sino que participa del Nacimiento del Niño Dios en el humilde Portal de Belén. En otras palabras, por el misterio de la liturgia eucarística, por la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia no sólo recuerda el Nacimiento, no solo hace una “memoria” del Nacimiento, sino que está frente a Él, se encuentra frente a Él, superando misteriosamente el tiempo y el espacio; por la liturgia eucarística de la Santa Misa de Nochebuena la Iglesia no sólo recuerda y está frente al misterio del Nacimiento, sino que participa de Él, porque es el Espíritu Santo, la Persona Tercera de la Trinidad, Quien lleva al Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, al misterio de la contemplación en el éxtasis divino, que supera todo lo que la mente humana y angélica puedan comprender.

Ésta es la razón de la verdadera alegría de la Navidad y es el verdadero y único origen y naturaleza de la fiesta de Navidad para la Iglesia Católica y es algo tan esencial, que si se pierde de vista esta concepción, la Navidad se desvirtúa y se paganiza y es así como la inmnensa mayoría de cristianos festejan la Navidad, pero no festejan la Navidad, valga la redundancia, sino que festejan un remedo pagano de la Navidad, una pátina superficial, brillante y ruidosa, pero que no tiene nada de sobrenatural ni de espiritual y celestial, porque al perder su esencia divina, se convierte en una fiesta mundana, pagana, hedonista. Nada tienen que ver las modernas celebraciones de la Navidad, con alcohol, música, bailes, fuegos artificiales, con la verdadera fiesta de la Navidad, que es la Santa Misa de Nochebuena.

Es esencial considerar a la Santa Misa de Nochebuena como lo que es, como la verdadera fiesta de Navidad, como la fiesta de carácter esencialmente espiritual, interior, sobrenatural, celestial, de origen divino y trinitario, que se origina en el Pesebre de Belén y que por la liturgia eucarística se prolonga, en el tiempo y en el espacio, por medio del altar eucarístico; de lo contrario, si no se contempla místicamente la escena del Pesebre en el altar eucarístico, en la celebración eucarística; si no se adora al Niño que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y actualiza su Nacimiento en la Eucaristía, no tiene sentido hacer fiesta y mucho menos, una fiesta pagana o, lo que es lo mismo, paganizar la Navidad. El misterio de la actualización del Nacimiento en la Santa Misa de Nochebuena, su contemplación y adoración del Niño que está en la Eucaristía, es lo que da sentido luego sí a la fiesta católica de la Navidad, que consiste en una celebración alegre, de estilo familiar, con comidas más elaboradas que la comida cotidiana y en un ambiente de alegría familiar.

Festejar, tal como lo hace el mundo, prescindiendo de la Santa Misa de Nochebuena, y festejar mundanamente, con música estridente, con bailes indecentes, con alcohol, con pirotecnia, nada tiene que ver con la Navidad cristiana y quien hace esto, celebra una Navidad pagana, que ofende a Dios. Para quien prescinde de la fiesta y de la alegría que es la Santa Misa de Nochebuena, es mejor entonces que directamente no se celebre ni festeje la Navidad, porque el festejo de la Navidad tal como lo hace el mundo de hoy consistente en banquetes, música estridente, bailes indecentes, fuegos artificiales, llevados a cabo en lugares inmorales ofende a Dios, porque la Navidad así vivida se convierte en ocasión de burla, profanación y sacrilegio del Nacimiento. Quien festeja la Navidad así, con un festejo mundano y pagano, es mejor que no lo haga, que no festeje la Navidad, para que Dios no sea ofendido. El verdadero festejo espiritual, interior, sobrenatural, dado por la gracia, en el que el alma se alegra porque ha nacido el Redentor y porque participa del Nacimiento milagroso del Salvador del mundo, el Niño Dios, es la Santa Misa de Nochebuena.

En esto consiste la alegría y el motivo y la causa de hacer fiesta; por este hecho es que el cristiano católico y la Iglesia Católica, la Esposa del Cordero, se alegran en Navidad y “hacen fiesta”, la verdadera fiesta, que es la Santa Misa de Nochebuena, la prolongación y la actualización de la Encarnación y del Nacimiento del Niño Dios en Belén, esta vez en el Altar Eucarístico.

 


viernes, 20 de diciembre de 2024

El Niño de Belén nos comunica la Luz y la Sabiduría de la Santísima Trinidad

 


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         En la contemplación del hecho histórico del Nacimiento del Dios hecho Niño Dios en el Pesebre de Belén se deben tener en cuenta dos elementos: por un lado, las densas tinieblas espirituales que cubrían toda la tierra, como consecuencia de la dominación total y absoluta de la humanidad por parte del Príncipe de las tinieblas, la Serpiente Antigua, Satanás, el Ángel caído, el Diablo y también como consecuencia del estado de la humanidad, alejada de la gracia y con el pecado original; por otro lado, el otro elemento a considerar, es la Persona que nace en el Pesebre de Belén, porque ese Niño que nace en Belén no es un niño humano bueno; no es un niño santo, ni siquiera el niño más santo entre los niños santos: es el Dios Tres veces Santo, es la Santidad Increada en Sí misma, es el Hijo de Dios, encarnado en el seno purísimo de la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, es la Persona Segunda de la Trinidad, es una Persona Divina y no humana ni angélica y esto es esencial para tenerlo en cuenta, porque el Niño de Belén, al ser Dios Hijo, es Luz y Luz Eterna, es la Luz de la Jerusalén Celestial, es la Lámpara de la Jerusalén Celestial, de la cual habla el Apocalipsis, cuyo resplandor ilumina a los ángeles y a los santos y les comunica de la vida y de la gloria del Ser divino Trinitario, en los cielos eternos y ahora también en la tierra, a los hombres de buena voluntad que se acercan a adorarlo en el Portal de Belén.

De esta manera, al momento de producirse el Nacimiento del Niño Dios, la humanidad se encuentra sumergida “en tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 79) y esas tinieblas y sombras de muerte son las tinieblas del pecado, que alejan al hombre de la Luz Divina de la Sabiduría de Dios y por otra parte las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios, los habitantes del Infierno, quienes desde su expulsión del Cielo vagan por la tierra buscando inocular en los corazones de los hombres el veneno mortal de la rebelión contra Dios Uno y Trino.

El Nacimiento del Niño de Belén supone un cambio radical de la situación, en favor de la humanidad, por cuanto Él viene a cumplir el plan de salvación trazado por la Trinidad Santísima desde la eternidad, plan que implica la derrota para siempre de los tres grandes enemigos del hombre, esto es, el demonio, el pecado y la muerte, a través de su Santo Sacrificio del Calvario, renovado luego incruenta y sacrificialmente en el tiempo por la liturgia eucarística, es decir, por la Santa Misa; el Niño de Belén es el Rey Victorioso del Apocalipsis, que en si en el Pesebre de Belén nace como un Niño desvalido y necesitado de todo, en el Día del Juicio Final viene cabalgando como Rey Triunfante al mando de miríadas de ángeles celestiales que en el Último Día vencerá definitivamente a la Serpiente Antigua, arrojándola al Lago de Fuego, vencerá también para siempre a la muerte con su resurrección y borrará el pecado con su Sangre Preciosísima, pero además concederá a los hombres la participación en la divinidad de su Ser divino trinitario mediante el don de la gracia santificante, concediendo a los hombres que crean en Él la gracia de la filiación divina y dándoles como herencia el Reino de los cielos. Ésta es la razón de nuestra verdadera y profunda alegría espiritual como católicos en Navidad: en el Portal de Belén se produce el milagroso Nacimiento de Dios hecho Niño, pero no es una alegría que surja de nuestros corazones, sino que se trata de una alegría que nos es comunicada por Aquel que es la Alegría Increada, precisamente, Aquel que es la Alegría Increada es el Niño de Belén, el Niño Dios, que en cuanto Dios, es Luz Eterna que vence a las tinieblas vivientes, a las tinieblas del pecado, a las tinieblas del error, a las tinieblas de la herejía, a las tinieblas del cisma y de la falsedad e ilumina nuestras almas con la Luz de la Sabiduría y de la gloria de la Trinidad, que es la gloria del Niño de Belén.

 


martes, 10 de diciembre de 2024

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo..."

 


(Domingo III - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18). Una de las características principales del Adviento es la penitencia; sin embargo, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia hace un paréntesis en la penitencia, para dar rienda suelta a la alegría, en vistas a la próxima Venida de su Mesías. Este hecho se ve reflejado en las lecturas elegidas para la liturgia de la Palabra: el Profeta, el Salmista y el Apóstol llaman, a Israel primero y al Pueblo de Dios después, a la alegría, a “estar alegres”: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”; en el Salmo se dice: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel” y en Filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Se trata de una alegría que no es de origen natural, humano, ni siquiera de origen angelical: la razón de la alegría está en la descripción que hace Juan el Bautista acerca del origen del Mesías; es un origen divino, porque mientras el Bautista bautiza “con agua”, el Mesías que viene, que es Dios, bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. Ésta es la razón de la alegría de la Iglesia: el que viene para Navidad no es un hombre más entre tantos, tampoco es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos, sino el Hombre-Dios, que es la Santidad Increada en Sí misma, y es por eso que tiene el poder de salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente y ésa es la razón de la alegría de la Iglesia en este tercer Domingo de Adviento. Si fuera un simple hombre, no habría esperanza alguna de salvación y no habría motivo alguno de alegría.

         Es muy importante distinguir entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús, ya que el primero no quita el pecado, mientras que el bautismo de Jesús no solo quita el pecado del alma con su Sangre Preciosísima, sino que además la hace partícipe de la vida divina del Ser divino de la Santísima Trinidad. Esto se debe a que Cristo es Dios y es la razón, como dijimos, de la alegría de la Iglesia en la Navidad, porque el Niño que nace en el Portal de Belén no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios Hijo en Persona. El Nacimiento de Dios Niño en Belén inunda a la Iglesia Católica de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque ese Niño que es Dios es la misma Alegría Increada, es decir, de Él brota la Alegría verdadera y toda alegría buena y santa brota de Él como de su Fuente y ninguna alegría que no sea buena y santa no tiene ningún otro origen que el Niño de Belén. A esta alegría se refiere Santa Teresa de los Andes cuando dice que “Dios es Alegría infinita” y también Santo Tomás cuando dice que “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría, eterna e infinita, la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia y la que la Iglesia comunica al mundo en Navidad.

Pero también, además de la alegría, en Navidad, resplandece sobre la Iglesia el resplandor y el fulgor de la luz divina y eterna del Niño Dios porque el Niño Dios, en cuanto Dios, es Luz divina y eterna. Por esta razón la Iglesia Católica no solo comunica al mundo la Alegría de Dios sino también la Luz de la gloria de Dios, porque sobre Ella resplandece con resplandor eterno la Luz divina del Verbo de Dios que es Cristo que nace en Belén; así, en Navidad resplandece para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la luz eterna de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así exclama con alegría a la Iglesia el Profeta: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia se cubre con el resplandor de la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad y es esa luz divina y eterna la que la Iglesia comunica a los hombres de buena voluntad en Navidad.

Nosotros, los hijos de la Iglesia, Parafraseando al Profeta Isaías, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, decimos: “¡Levántate, resplandece y brilla con luz eterna, Esposa del Cordero de Dios! ¡Revístete de la gloria divina, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te brindará su luz, su paz y su alegría!”.

Entonces, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde el Pesebre de Belén el Niño Dios le comunica con su virginal y glorioso Nacimiento. En Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el milagroso Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y la Luz Eterna y hace brillar sobre ella su luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que da la vida divina trinitaria y santifica al alma a la que ilumina, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. Es por esto que nosotros, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nos alegramos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios Padre encarnado, que es la Luz Divina y Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.

 


viernes, 6 de diciembre de 2024

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”

 


(Domingo II - TA - Ciclo C – 2024 - 2025)

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (Mc1, 1-8). “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”: de esta manera, Juan el Bautista anuncia la Llegada del Mesías y la necesaria conversión del corazón, graficada en la oración que dice: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Juan el Bautista tiene la particularidad de ser el último profeta del Antiguo Testamento, aquel que precede inmediatamente al Mesías, y es consciente de que el Mesías, siendo Dios y por lo tanto santidad infinita, debe ser recibido por el alma purificada del pecado, de todo aquello que no es Dios, de todo aquello que lo aparta de Dios y de ahí su insistencia sobre la necesidad de la conversión del corazón.

¿Cómo es el corazón sin conversión? Para graficarlo, podríamos usar la imagen del girasol durante la noche: está inclinado hacia la tierra, con su corola cerrada: así el corazón que no está convertido, está inclinado hacia las cosas terrenas, en la oscuridad de las pasiones, cerrado a la gracia santificante. Es un corazón sinuoso, como un camino retorcido, con valles y montañas, soberbio y perezoso, que se deja arrastrar por las pasiones que campean sin control por su corazón. El tiempo de Adviento es el tiempo de gracia concedido por Dios para la conversión, para que el corazón, despegándose de las cosas terrenas, eleve su mirada al cielo, así como el girasol, cuando la Estrella de la mañana aparece en el cielo anunciando la llegada del sol y del nuevo día, así el alma, con la intercesión de María, Estrella de la mañana, recibiendo la gracia de la conversión, eleve su mirada al cielo del Altar Eucarístico, en donde resplandece Jesús Eucaristía, Sol de justicia. Y así como el girasol sigue al sol en su movimiento sobre el cielo, así el corazón convertido por la gracia del Adviento no debe dejar de contemplar a ese Sol del cielo, que es Jesús Eucaristía, por medio de la adoración eucarística.

Entonces, al comenzar la segunda semana de Adviento, la Iglesia nos invita al arrepentimiento y al cambio de vida, a dejar de vivir como hijos de las tinieblas para vivir como hijos de la luz, a través de Juan el Bautista: “Preparen el camino, conviertan el corazón, abran el alma a la gracia santificante de los sacramentos, reciban la Confesión Sacramental, Jesús el Mesías llega”. Ese Mesías que llega, que viene, no es un hombre santo: es Dios Tres veces Santo, por eso no basta con simplemente ser buenos: el alma debe santificarse para recibirlo; el alma debe purificarse con el fuego ardiente de la gracia santificante para Su Venida al alma y el movimiento previo a la santificación es la conversión, es decir, el desapegarse de esta vida terrena, el dejar de pensar que esta vida es para siempre, el empezar a pensar por lo menos, que nos espera la vida eterna y empezar a pensar en la vida eterna, para elevar la vista del alma a Jesús en la Cruz y en la Eucaristía, para desear fusionarnos con el Sagrado Corazón de Jesús, que late con la Vida del Ser Divino Trinitario. Es para la preparación de esta Venida de Dios, que la Iglesia destina el tiempo de Adviento[1].

San Cirilo de Jerusalén, cuando se refería al Adviento, decía: “Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola -dice-, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior”. Y continúa con la contraposición de estas dos venidas: “En la Primera Venida fue envuelto con pajas en el pesebre; en la Segunda se revestirá de luz como vestidura. En la Primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la Otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles”. Para estas dos venidas o advientos –para la conmemoración litúrgica de la primera, es decir, Navidad, y para esperar la Segunda Venida en la gloria-, necesitamos convertirnos, aunque también necesitamos convertirnos para un “Tercer Adviento”, que sucede de modo milagroso, en cada Santa Misa: parafraseando a San Cirilo, podemos decir que hay una Tercera Venida Intermedia, que se da en la Eucaristía, en el Altar Eucarístico: allí, sobre el Altar Eucarístico, en el momento de la Consagración, cuando el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la Consagración para que se produzca la Transubstanciación, la Conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús glorificado, Jesús viene desde el cielo hasta el Altar Eucarístico; viene glorioso y resucitado, aunque misteriosamente, renueva también su sacrificio en la cruz; viene oculto en apariencia de pan, pero viene, porque eso que parece pan ya no lo es, porque es Él en Persona, el mismo Dios que vino en Belén, y el mismo Dios que vendrá al fin del mundo para juzgar a la humanidad, es el mismo Dios que viene a nosotros por la Eucaristía. Sobre el altar, Jesús renueva su sacrificio en cruz, pero lo que comemos no es la carne de su Cuerpo muerto en el Calvario, sino la carne gloriosa y resucitada de su Cuerpo glorioso en el Día Domingo; baja al altar rodeado de la corte celestial de ángeles y santos, corte a cuya cabeza está la Reina de cielos y tierra, María Santísima. Para esta Venida Intermedia, en la Eucaristía, también necesitamos convertirnos y vivir en gracia, única forma en que recibiremos al Señor de forma digna y con el amor que Él se merece, en nuestros corazones.

  “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”, nos dice el Bautista, advirtiéndonos de la necesidad imperiosa de nuestra conversión del corazón. Por último, ¿de qué manera cumplir con el pedido del Bautista, de “allanar los senderos” para el Señor que viene? ¿Qué es lo que debemos hacer en el Adviento, de modo tal de vivir una Navidad cristiana y no pagana? Debemos meditar con viva fe y con ardiente amor la Encarnación del Hijo de Dios, es decir, debemos recordar que la Navidad no es lo que nos dicen los medios, sino lo que nos enseña la Iglesia: la conmemoración y el memorial, por la liturgia eucarística, de la Primera Venida del Redentor; reconocer nuestra miseria y la suma necesidad que tenemos de Jesucristo y la necesidad de hacer penitencia, para reparar nuestros pecados y los de nuestros hermanos; suplicarle a María Santísima que convierta a nuestros corazones en otros tantos pesebres, en donde el Señor venga a nacer y crecer espiritualmente en nosotros con su gracia; prepararle el camino con obras de misericordia, con oración y frecuencia de los Santos Sacramentos; meditar y reflexionar en la Verdad de Fe que significa su Segunda Venida, en la cual no vendrá como Dios Misericordioso, sino como Justo Juez, y para ese entonces, deberemos tener las manos llenas, no de dinero y fama y éxito mundano, sino de obras meritorias para el cielo, así como el corazón con amor a Dios y al prójimo, de manera tal que podamos atravesar el Juicio Particular y el Juicio Final, para poder así entrar a gozar eternamente del Reino de Dios.

 



[1] En cuanto tiempo litúrgico, el Adviento se divide en dos partes: Primera Parte del Adviento: desde el primer domingo al día 16 de diciembre, con marcado carácter escatológico, mirando a la venida del Señor al final de los tiempos; Segunda Parte: desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre, es la llamada Semana Santa de la Navidad y se orienta a preparar más explícitamente a la conmemoración -por el misterio de la liturgia eucarística, que hace presente la realidad conmemorada- la Primera Venida de Jesucristo en las historia, su Nacimiento en Belén. Con respecto a qué tipo de venida, el Adviento se divide en cuatro “formas” de Adviento: Adviento Histórico: es la espera en que vivieron los pueblos que ansiaban la venida del Salvador. Va desde Adán hasta la Encarnación, abarca todo el Antiguo Testamento; Adviento Místico: es la preparación moral y espiritual, por la gracia, del hombre de hoy a la Venida del Señor. El hombre se santifica para aceptar la salvación que viene de Jesucristo; Adviento Escatológico: es la preparación a la llegada definitiva del Señor, al final de los tiempos, cuando vendrá para coronar definitivamente su obra redentora, dando a cada uno según sus obras. El término mismo “Adviento” admite una doble significación: puede significar tanto una venida que ha tenido ya lugar como otra que es esperada aún, es decir, significa presencia y espera. En el Nuevo Testamento, la palabra griega equivalente es “Parousia”, que puede traducirse por venida o llegada, pero que se refiere más frecuentemente a la Segunda Venida de Cristo, al día del Señor.