jueves, 31 de octubre de 2024

“El primer mandamiento: es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser; el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo B - 2024)

“El primer mandamiento: es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser; el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 28b-34). Le preguntan a Jesús cuál es el primer mandamiento entre todos y la respuesta de Jesús es: “amar a Dios y al prójimo” (Jn 13, 34), tal y como lo conocían los hebreos. Sin embargo, en relación al prójimo, Jesús le agrega un nuevo aspecto, que no se encontraba en la Ley de Moisés y este nuevo aspecto determina que el mandamiento de Jesús sea totalmente nuevo en relación al de Moisés. Jesús dice así, en relación al prójimo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como Yo os he amado”. La novedad que introduce en relación al prójimo es la de amar al prójimo “como Él nos ha amado”, una condición que no se encontraba en la Ley de Moisés. Y con esta condición, también se modifica, implícitamente, el Primer Mandamiento, el de amar a Dios por sobre todas las cosas, aun cuando no lo diga implícitamente, porque en el amar al prójimo como Él nos ha amado, se encuentra el amar a Dios como Él lo ha amado.

De esta manera, los Mandamientos se dividen en antes de Jesús y en después de Jesús, porque aunque la formulación sea idéntica, Jesús introduce una condición que de ninguna manera se encontraba en la Ley de Moisés y es la que hace que los Mandamientos adquieran un sentido substancialmente distintos a los que eran antes de Jesús. En otras palabras, no es lo mismo “amar a Dios y al prójimo” según el Antiguo Testamento, es decir, antes de Jesús, que “amar a Dios y al prójimo” según el Nuevo Testamento, es decir, después de Jesús. Por esta razón, el cristianismo constituye una novedad radical en lo que respecta a los Mandamientos, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento se mandaba amar a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”, es decir, se manda amar con las fuerzas de la naturaleza humana, mientras que se consideraba como “prójimo” solo a aquel que compartía la misma raza y religión. En el Antiguo Testamento se hace hincapié en que es el hombre quien debe esforzarse en amar a Dios con las solas fuerzas de su amor humano, y lo mismo debe hacer con su prójimo, cuyo concepto de “prójimo” es muy limitado.

En el Nuevo Testamento, las cosas cambian radicalmente, tanto en relación a Dios como en relación al prójimo. El cambio lo introduce Jesús cuando dice que el cristiano debe amar al prójimo -y se entiende que a Dios, porque no se puede amar al prójimo si no se ama a Dios-, “como Él nos ha amado”; es esta nueva cualidad, esta nueva condición, “como Él nos ha amado”, la que cambia radical y substancialmente el Primer Mandamiento de la Ley de Dios y hace que el Mandamiento cristiano sea substancialmente distinto al Mandamiento de hebreo. Para entender la razón de la importancia de esta cualidad, es decir, para entender cómo nos amó Cristo, porque así es como debemos amar a Dios y al prójimo, todo lo que debemos hacer es arrodillarnos ante el Crucifijo y contemplar a Cristo crucificado, porque Cristo nos amó hasta la muerte de Cruz.

Allí nos damos cuenta de que el Amor con el que nos amó Nuestro Señor Jesucristo no es un amor humano sino Divino, Sobrenatural, Celestial, porque es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, el que lo lleva hasta la cima del Monte Calvario, para dar su vida por nosotros, para entregar su Cuerpo y derramar hasta la última gota de su Sangre por nuestra salvación y para aplacar la Ira de Dios Padre. Es en la Cruz en donde Cristo nos ama hasta el extremo de dar su Vida divina de Hombre-Dios, para lavar nuestros pecados con su Sangre, para aplacar la Ira de la Justicia Divina y para abrirnos las Puertas del Reino de los cielos. Entonces, si queremos saber cómo es que nos amó Cristo, solo debemos contemplarlo en la Cruz, para así poder amar a nuestro prójimo y a Dios “como Él nos amó”, hasta el extremo de la Cruz: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Y Cristo nos ha amado hasta dar la vida en la Cruz por todos y cada uno de nosotros y si nosotros no amamos a nuestros prójimos -incluidos nuestros enemigos personales- hasta el extremo de la Cruz, entonces no podemos llamarnos verdaderos cristianos.

Por último, Cristo nos ama también desde la Eucaristía, porque si nos ama desde la Cruz, continúa amándonos desde la Eucaristía, donde se encuentra en Persona, con su Sagrado Corazón Eucarístico, vivo, glorioso, resplandeciente de la luz y de la gloria divina, esparciendo los rayos de Amor de su Sagrado Corazón, esperando por nuestra visita para colmarnos del Amor de su Sagrado Corazón.

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Si queremos vivir el Mandamiento más perfecto de la Ley de Dios, que manda amar a Dios Trino por sobre todas las cosasy al prójimo como a uno mismo y si queremos vivir este Mandamiento “como Cristo nos ha amado”, puesto que carecemos en absoluto del Divino Amor necesario para vivirlo, debemos acudir a la Fuente Increada del Amor de Dios, que nos permitirá cumplir este mandamiento, el Sagrado Corazón de Jesús, que se encuentra en la Cruz y que late de Amor en la Sagrada Eucaristía.

 

 

domingo, 27 de octubre de 2024

“Maestro, que pueda ver”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo B - 2024)

         “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). En este Evangelio, Jesús obra la curación milagrosa de un ciego llamado “Bartimeo”. Según el relato evangélico, es el ciego quien, al “oír que era el Nazareno”, de inmediato se puso a gritar, para llamar la atención de Jesús, diciendo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Al escucharlo, Jesús lo hace llamar, le pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide poder ver: “Maestro, que pueda ver”. Apenas dice esto Bartimeo, Jesús le concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista, agregando finalmente: “Ve, tu fe te ha curado”.

         En el relato evangélico podemos considerar dos hechos: por un lado, podemos considerar al milagro de la curación de la ceguera en sí mismo; por otro lado, podemos reflexionar sobre lo que el milagro simboliza. En lo que se refiere al milagro en sí mismo, es de un milagro de curación corporal, mediante el cual Nuestro Señor Jesucristo restituye la capacidad de ver a quien no la poseía, es decir, a un no vidente. Por el relato evangélico no podemos saber si era no vidente desde el nacimiento o no; pero a los fines prácticos, era un no vidente, es decir, el Evangelio deja bien en claro que era una persona ciega, alguien que no poseía la facultad de la visión, con toda seguridad, a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Sin importar la gravedad de las lesiones anátomo-fisiológicas, Jesús restituye en un solo instante la capacidad plena de visión del ciego, restableciendo los tejidos oculares dañados y devolviéndoles su total funcionalidad, con lo cual el cielo puede ver con absoluta normalidad. Esto lo puede hacer Jesús con su omnipotencia divina, con lo cual demuestra que es Dios Hijo encarnado, ya que, si hubiera sido simplemente un profeta o un hombre más entre tantos, jamás hubiera podido hacer este milagro. Entonces, esta es una primera consideración que nos deja el milagro en sí mismo y es el contemplar a Jesús como Dios omnipotente, a quien le basta, con su solo querer, restablecer la anatomía y la funcionalidad de los tejidos oculares dañados, para así restablecer la vista de un no vidente. Si bien es un milagro asombroso, ya que Jesús restituye el tejido dañado y le devuelve su funcionalidad con el solo querer de su Divina Voluntad, es en realidad nada, para un Dios que ha creado, literalmente de la nada, a todo el universo visible e invisible. Sin embargo, no deja de ser un milagro de curación corpórea y como tal, su estudio científico proporcionaría material para decenas de doctorados en Medicina. Antes de considerar la simbología del milagro, no se puede pasar por alto un elemento muy importante que se destaca en el momento previo al milagro y es la fe en Jesús de Bartimeo, del no vidente: Bartimeo, con toda seguridad, había escuchado los relatos asombrosos de los milagros de curación, de resurrección de muertos, de multiplicación de panes y peces, de expulsión de demonios con su sola voz que había hecho Jesús y había deducido, correctamente, que si Jesús hubiera sido un simple hombre, no habría podido hacer todos estos milagros; por lo tanto, ese Jesús del que tanto había oído hablar y del que tantas maravillas se decían, no podía ser otro que Dios encarnado; no podía ser otro que Dios oculto en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Es esta fe la que motiva a Bartimeo a acudir a Jesús, es la fe de la Iglesia Católica, la fe de los Apóstoles, que afirma sin lugar a dudas que Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. Es esta fe en Jesús como Dios encarnado, la que lo lleva a Bartimeo a confiar en que Jesús le devolverá la vista, porque tiene el poder divino de hacerlo y es por esta razón que se postra ante Jesús, en señal explícita de reconocimiento de su divinidad, ya que la postración es señal externa de adoración. Y es a esta fe a la que se refiere Jesús cuando, luego de realizar el milagro, le dice: “Ve, tu fe te ha curado”. Bartimeo nos enseña cuál es la verdadera fe de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, en Jesús de Nazareth: Jesús es Dios.

         El segundo elemento que podemos considerar en el milagro es el simbolismo sobrenatural que conlleva: el ciego, que por definición vive en tinieblas, sin ver la luz, representa a la humanidad caída en el pecado original y que por causa del pecado original se encuentra envuelta en una triple ceguera, en una triple tiniebla: la tiniebla del pecado o malicia del corazón; la tiniebla de la ignorancia o dificultad de la mente para llegar a la Verdad y por último, las tinieblas vivientes, las sombras vivas, los ángeles caídos, los habitantes del Infierno. Las tinieblas espirituales en las que se ve envuelta la humanidad desde Adán y Eva están descriptas por el Evangelista San Lucas, en el Cántico de Simeón, las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Las tinieblas y sombras de muerte en las que vive la humanidad son el pecado, la ignorancia y los demonios y para destruir a estas tinieblas con su Luz Eterna, es que nos visitará “el Sol que nace de lo alto”, Jesucristo, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”. Sin la gracia santificante, que hace partícipe al hombre de la luz divina de la Trinidad, el hombre vive en la triple ceguera de su naturaleza y en las triples tinieblas del pecado, del error y de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos o demonios; solo Jesús, Luz Eterna, el Cordero que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, la Gloria Increada que procede eternamente del seno del Padre, puede disipar para siempre a las tinieblas que ensombrecen al hombre y no le permiten ver la luz divina. Sin Jesús, Luz Eterna, el hombre vive “en tinieblas y sombras de muerte”. Puesto que Jesús, Luz del mundo, es el Único que puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos no vernos libres de las tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia, sino además poseer la visión sobrenatural que nos permita contemplar los misterios de la nuestra santa fe católica para así no caer en los errores del cisma y de la herejía. Y debido a que Jesús se encuentra en la Cruz y en la Eucaristía es allí adonde debemos acudir, con el corazón contrito y humillado, postrados de rodillas, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.

         “Maestro, que yo pueda ver”. Al igual que el ciego Bartimeo, también nosotros le decimos a Jesús: “Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas espirituales que ensombrecen mi alma y concédeme que pueda contemplar el misterio de tu Presencia Eucarística, para poder ir detrás de Ti en el Via Crucis en la tierra y así alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.


miércoles, 16 de octubre de 2024

“¿Sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?”


 

(Domingo XXIX - TO - Ciclo B - 2024)

         “¿Sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?” (Mc 10, 35-45). La madre de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, pide para Jesús “sentarse a la derecha y a la izquierda” de Jesús en el cielo y esto es lo que motiva la pregunta de Jesús: “¿Sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?”. La razón es que Santiago y Juan no están pidiendo cargos terrenos; no están pidiendo cargos mundanos; no están pidiendo poder político; a diferencia de episodios anteriores, en los que los discípulos sí discutían por banalidades y por disputas terrenas, Santiago y Juan, iluminados por el Espíritu Santo, saben bien qué es lo que quieren: quieren sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en el Reino de Dios, pero saben que antes de eso, deben participar de la amargura de amargura de la Pasión y esto porque ven con claridad sobrenatural que Jesús no es un líder político, un simple líder terreno, sino el Mesías de Dios, el Hijo de encarnado, que por medio de su Pasión, Muerte y Resurrección, ha de salvar a la humanidad de la eterna perdición por medio de la Cruz y ellos quieren participar de su misterio pascual, de su Cruz.

         Precisamente, para trazar una clara diferencia entre el modo de obrar de los líderes humanos y del Mesías, Jesús les recuerda cómo es que obran los hombres cuando suben al poder, movidos por ideologías anticristianas y antihumanas -en nuestros días, el comunismo, la masonería, el sionismo, el ateísmo, el socialismo-: “Los jefes de los pueblos los tiranizan y los oprimen” y esto es verdad, porque las ideologías anticristianas, ateas y materialistas solo buscan el poder y el dinero, despreciando radicalmente el valor de la vida humana, tal como queda expresado en la frase del genocida comunista Stalin: “Es lo mismo asesinar a una persona que a un millón”. El Mesías se ubica en las antípodas de los líderes terrenos: mientras estos buscan mostrar poderío político, militar, financiero, social, y para eso dominan a las masas tiránicamente, Jesús muestra su omnipotencia divina en la Cruz, porque es ahí, en donde en apariencia se muestra en el máximo estado de debilidad, en donde vence a los más grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Es en la Cruz en donde Jesús, que aparece vencido a los ojos humanos, triunfa, de una vez y para siempre, sobre los poderosos enemigos del hombre. Al ser elevado en la Cruz, Jesús atrae a todos hacia Él: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí”, pero lo hará no con ejércitos y cadenas, como lo hacen los líderes de la tierra, no con la violencia y la tiranía, como lo hacen los hombres, sino con la fuerza del Amor de su Sagrado Corazón. Si los hombres buscan el poder para dominar con tiranía a sus semejantes, Jesús por el contrario ejerce el poder, sí, pero el poder del Amor de su Sagrado Corazón traspasado, el Espíritu Santo. Es esto lo que han entendido Santiago y Juan y es la razón por la cual quieren beber la amargura del Cáliz de la Pasión, una gracia que Jesús les ha concedido: “Ustedes han de beber el cáliz que Yo he de beber”. De esta manera Santiago y Juan demuestran que han entendido que Jesús es Dios y que su omnipotencia es la omnipotencia de un Dios que es Amor y Justicia infinitos.

         Por otra parte, los que siguen sin comprender nada sobre el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús son el resto de los Apóstoles y esto lo demuestran porque al enojarse con Santiago y Juan lo hacen porque creen que Santiago y Juan están pidiendo puestos de poder terreno y porque siguen viendo a Jesús como a un líder al estilo de los líderes humanos; el resto de los Apóstoles todavía siguen sin entender que deben buscar salvar el alma propia y la de los prójimos por medio de la Cruz de Jesús, pero no, ellos siguen buscando las miserias del poder económico, militar, político, social, propios de la sociedad humana, poder que cuando no está subordinado a Dios, se ejerce de forma tiránica para dominar sobre el resto de los hombres. El resto de los Apóstoles todavía no ha llegado a comprender que Jesús, al ser Dios encarnado, no gobierna con injusticia y tiranía como lo hacen los hombres, sino con el Amor de su Sagrado Corazón. Solo ven el poder terreno y solo quieren el poder y la vanagloria que el poder consigue y quieren estar con Jesús solo por eso, no les interesan ni la Cruz, ni el Cielo, ni la salvación eterna de las almas. Es por esto que Jesús debe marcar la diferencia entre Él y el resto de los líderes humanos: siendo Dios, Él gobierna con la fuerza de su Amor, pero no desde un costoso sillón de emperador, sino crucificado con gruesos clavos de hierros a la Cruz de madera y si alguien quiere reinar con Él, debe hacerlo como Él, unido a Él y junto a Él, desde el leño de la Cruz, desde el Monte Calvario.

         En la Iglesia, muchos se encuentran como los Apóstoles antes de su conversión: no les interesa la Cruz ni el Cielo ni la salvación eterna, sino el prestigio, el poder e incluso el dinero. Otros, muy pocos, son los que entienden lo que entendieron Santiago y Juan: que la Iglesia es Arca de Salvación y que fuera de la Iglesia no hay salvación y que solo con Cristo crucificado se encuentra la salvación y que solo bebiendo del amargo Cáliz de la Pasión en esta vida terrena se llega a la dulzura del Reino de los cielos en la vida eterna. Cada uno de nosotros puede libremente elegir de qué lado quiere estar: si del lado mundano de una iglesia mundana, que ejerce un poder tiránico, que no busca la salvación de las almas sino solo el poder y el dinero y que no busca hacer la voluntad de Dios, o del lado de Jesús y su Cruz, en la cima del Monte Calvario, preludio del Reino de los cielos. Si somos hijos de la Virgen, estaremos donde está la Virgen: al pie de la Cruz, en la cima del Monte Calvario, bebiendo del amargo Cáliz de la Pasión, única forma de beber luego del dulce néctar de la Sangre del Cordero en el Reino de Dios.

 


jueves, 10 de octubre de 2024

“Pedid, llamad, buscad”

 


“Pedid, llamad, buscad” (Lc 11, 5-13). Para animarnos a pedir a Dios por aquello que necesitamos para nuestra vida cotidiana, tanto en lo material como en lo espiritual, Jesús presenta el ejemplo imaginario de un amigo que acude a la casa de su amigo ya pasada la medianoche, es decir, en un horario en el que se supone en el que prudencialmente no se debe acudir a una casa de familia porque ya están descansando y sin embargo este amigo lo hace porque ha llegado otro amigo de visita y no tiene nada “para ofrecerle”; entonces, confiando en la amistad con su amigo, toca a la puerta para pedirle “tres panes”. Finalmente obtiene lo que desea, ya que su amigo le dará no solo los tres panes, dice Jesús, sino “todo lo que necesite” porque se los dará, sino es por ser amigo, al menos se los dará “por su importunidad”, es decir, para que lo deje ya descansar. Con este ejemplo, Jesús nos alienta a acudir a Dios Trinidad, para pedir por aquello que necesitemos, confiando en su Divina Bondad.

Pero después, para aumentar todavía más nuestra confianza en la Bondad de Dios, Jesús pone de ejemplo la bondad humana, para hacer resaltar la Bondad Divina: dice Jesús, con toda lógica, que, si un hijo le pide a su padre un pan, éste no le dará una piedra; si le pide pescado, no le dará una serpiente y si le pide un huevo, no le dará un escorpión. Entonces, si los seres humanos, que por el pecado original y que por naturaleza tendemos al mal y hacemos al mal y aun así somos capaces de hacer obras buenas, dice Jesús, cuánto más no será capaz Dios de darnos cosas buenas, ya que Dios es la Bondad y la Misericordia Increadas. Pero en la conclusión de Jesús, hay algo que sorprende, porque Jesús, siguiendo la lógica de la conversación, tendría que haber concluido así: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”. Y sin embargo, concluye así: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden!”. Es una respuesta totalmente inesperada, porque entonces significa que Dios es capaz de darnos algo -o mejor dicho, Alguien, porque es una Persona-, que es infinitamente más grande que cualquier cosa buena, material o espiritual que ni siquiera pudiéramos llegar a imaginar y ese “Alguien” es el Espíritu Santo, el Divino Amor, el Amor del Padre y del Hijo, el Amor que une al Padre y al Hijo desde toda la eternidad. En esto consiste la novedad radical de Jesucristo, en que Él ha venido a revelar que es el Hijo de Dios encarnado y que, a través suyo, Él y el Padre nos donan el Espíritu Santo y esto supera toda capacidad de imaginación del ser humano.

“Pedid, llamad, buscad”. La mayoría de las veces nos quejamos por las situaciones existenciales de la vida cotidiana y por las tribulaciones y angustias que la vida acarrea, y el origen de esta queja se encuentra en el olvido de la recomendación de Jesús: “Pedid, llamad, buscad”. Jesús nos dice que debemos pedir, debemos llamar, debemos buscar, y con toda seguridad seremos escuchados en nuestras peticiones y no solo recibiremos toda clase de dones y de gracias de parte de Dios nuestro Padre, sino que recibiremos algo -Alguien- que jamás podríamos ni siquiera imaginar y es al Espíritu Santo, al Divino Amor del Padre y del Hijo. Por último, debemos preguntarnos ¿dónde debemos pedir, llamar y buscar para ser escuchados y para recibir, mucho más que tres panes, el Pan de Vida eterna y el Amor de Dios, el Espíritu Santo? Debemos pedir, llamar y buscar allí donde está el Dios de la Eucaristía, el Dios del sagrario, el Rey de cielos y tierra, el Señor de señores y Rey de reyes, Cristo Jesús en la Eucaristía. Debemos pedir, llamar y buscar postrados ante Jesús Eucaristía, ante Jesús en el sagrario.

 


miércoles, 9 de octubre de 2024

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”

 


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B - 2024)

         “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos” (Mc 10, 17-27). Un hombre rico, con muchos bienes materiales, pero que al mismo tiempo posee una intensa vida espiritual y que cree en la vida eterna, le pregunta a Jesús, de forma genuina y con genuino interés, sobre qué cosas hay que hacer para “ganar la vida eterna”. El hombre rico sabe que hay una vida después de esta vida terrena y que esa vida es eterna; sabe que esa vida hay que “ganarla” y como reconoce en Jesús a Dios encarnado, le pregunta qué es lo que debe hacer para poder llegar al Reino de la vida eterna. Jesús le responde diciendo que hay que cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y puesto que el hombre le responde que él cumple con los Mandamientos de Dios, Jesús agrega algo inesperado para el hombre: le dice que, para poder entrar en la vida eterna, debe “vender todo lo que tiene y dárselo a los pobres”. Esto último toca la fibra última del ser del hombre porque se da cuenta de dos cosas: una, de que él está muy apegado a sus riquezas materiales; la otra, que, si él quiere entrar en la vida eterna, tiene que desprenderse de esas riquezas materiales, dándolas a los pobres y eso lo “entristece mucho” y “se retira”, dice el Evangelio. Esto demuestra que el hombre rico era una buena persona, puesto que conocía la Ley de Dios y la cumplía, pero al mismo tiempo tenía apego a los bienes materiales y de tal manera que, aun cuando efectivamente deseaba la vida eterna, se presentaba en él un dilema tal que le hacía casi imposible despegarse de esos bienes, desde el momento en el que Jesús le dice que debe “venderlos a todos y darlos a los pobres” para poder entrar en el Reino de los cielos.

Jesús, por otra parte, para completar su enseñanza, trae una imagen conocida por sus interlocutores, la de un camello que no puede entrar por el ojo de una aguja, siendo “el ojo de una aguja” la puerta estrecha y angosta ubicada en la muralla de Jerusalén por la que pasaban las ovejas y corderos destinados a ser sacrificados en el templo[1]. El ejemplo dado por Jesús es perfecto: el camello no puede pasar por el ojo de la aguja porque es un animal alto y además va cargado con muchas mercaderías; viéndolo de esta manera, es imposible que pueda pasar. Con relación al camello, hay una forma en la que puede pasar y es quitándole toda la mercadería y además haciendo que doble sus patas, de esa manera disminuye su tamaño y el camello puede atravesar la estrecha puerta de las ovejas.

Esta imagen utilizada por Jesús se entiende mejor cuando hacemos una transposición y la aplicamos a las realidades espirituales: la ciudad de Jerusalén terrena es imagen de la Jerusalén celestial; la Puerta de la ovejas, o el ojo de la aguja, estrecha, es Jesús, quien se llama a Sí mismo “Puerta” –“Yo Soy la Puerta” (Jn 10, 9)-, por lo tanto, Él es la Puerta por la que debemos ingresar el Reino de Dios; el camello, el animal alto, imagen de la soberbia y cargado de riquezas, imagen del apego a los bienes terrenales, somos nosotros, que estamos apegados ya sea a nosotros mismos, ya sea a los bienes materiales o también a los bienes espirituales, como a la inteligencia, a las virtudes, o a cualquier bien espiritual; el camello despojado de sus bienes y con las patas dobladas y que se encuentra ya en condiciones de atravesar el ojo de la aguja, la Puerta de las ovejas, es el alma que, arrodillada, se humilla ante Cristo crucificado, Puerta de las ovejas y, despojado de su soberbia y desapegado de los bienes materiales y espirituales, está en condiciones de ingresar en el Reino de los cielos, por medio de la acción de la gracia santificante, que ha purificado su corazón y lo ha vuelto humilde y le ha hecho ver cuál es el verdadero Bien, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde está contenida la Vida eterna y no los espejismos de los bienes terrenos de esta vida temporal.

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”. Puesto que en ese rico estamos representados nosotros -no es necesario que seamos ricos materialmente hablando, basta con estemos apegados a nuestro propio “yo” para que seamos “ricos” en un mal sentido de la mala palabra y eso basta para que no seamos capaces de entrar en el Reino de los cielos-, debemos pedir la gracia de que Dios obre lo que es imposible para nosotros, para poder entrar en el Reino de los cielos. Y ya vimos cómo es posible: así como el camello se despoja de sus riquezas y dobla sus patas para pasar por la puerta de las ovejas, así nosotros, con la ayuda de la gracia, debemos despojarnos del apego a las riquezas y doblar nuestras rodillas ante Cristo crucificado, ante Cristo Eucaristía, Puerta de las ovejas, para poder ingresar al Reino de Dios.

 


El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         El Padrenuestro tiene una doble característica: por un lado, es la única oración enseñada personalmente por Nuestro Señor Jesucristo; por otro lado, es la única oración que se vive en la Santa Misa. Veamos por qué.

         “Padrenuestro que estás en el Cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios, nuestro Padre, que está en el Cielo; en la Santa Misa, Dios Nuestro Padre, se hace Presente, en Persona, con su Cielo eterno, porque el Altar Eucarístico se convierte en el Cielo Eterno por la liturgia eucarística durante la Santa Misa.

         “Santificado sea Tu Nombre”: en el Padrenuestro expresamos el deseo de que el Nombre de Dios sea santificado; en la Santa Misa se hace realidad ese deseo, porque Quien santifica el Nombre Tres veces Santo de Dios es Dios Hijo en Persona, por medio de la oblación de su Cuerpo y su Sangre, la Sagrada Eucaristía.

         “Venga a nosotros tu Reino”: esta petición se cumplida con creces en la Santa Misa, porque mucho más que venir a nosotros el Reino de Dios, en la Santa Misa viene a nosotros el Rey del Reino de Dios, Jesús Eucaristía, para reinar en nuestros corazones.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: la voluntad de Dios se cumple a la perfección en la Santa Misa, porque su voluntad es que todos los hombres se salven y en la Santa Misa se renueva sacramentalmente el Santo Sacrificio de la Cruz, el Sacrificio del Cordero, por medio del cual se salvan todos los hombres que aceptan al Hombre-Dios como a su Dios y a su Redentor.

         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: esta petición se cumple doblemente en la Santa Misa, porque Dios nos concede con su Providencia el pan material, el pan de la mesa, con el cual alimentamos el cuerpo todos los días, pero más importante aún, nos concede el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, con el cual alimentamos el alma.

         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en la Santa Misa esta petición está concedida aun antes de que la pidamos, porque la Santa Misa es la renovación del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual Dios Padre nos perdona la ofensa que le hicimos al haber cometido deicidio, al haber matado a su Hijo en la Cruz y al mismo tiempo, nos concede el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, la Sagrada Eucaristía, en la que está contenido el Divino Amor, el Espíritu Santo, con el cual podemos perdonar a nuestros enemigos, para así poder perdonar a quienes nos han ofendido.

         “No nos dejes caer en la tentación”: esta petición se cumple acabadamente en la Santa Misa, porque por la Comunión Eucarística no solo recibimos la Fortaleza Divina más que necesaria para no caer en la tentación, aun cuando sea la más grande tentación, sino que recibimos al Dios Todopoderoso, de quien emana toda fortaleza y de cuya fortaleza nos hacemos partícipes, de manera que una sola Comunión Eucarística nos bastaría para no volver a pecar nunca más hasta el resto de nuestros días mortales.

         “Y líbranos del mal”: por la Santa Misa, nos vemos libres del mal, que es ausencia de bien: de la privación de la vida, que es el mal de la muerte, porque por la Eucaristía recibimos al Dios Viviente y el Dios que es la Vida Increada, Cristo Jesús; nos vemos libres de la privación de la gracia, que es el pecado, porque por la Eucaristía recibimos a Cristo Jesús, que es la Gracia Increada y Fuente Increada de toda gracia; por último, nos vemos libres del mal en persona, que es el ángel caído, el Diablo o Satanás, el Príncipe de las tinieblas, el Príncipe de este mundo y nos vemos libres de todos los ángeles malditos, porque el Dios de la Eucaristía, el Dios del Sagrario, Cristo Jesús, los venció para siempre en la Cruz del Calvario y como Cristo Eucaristía es Luz Eterna, el Príncipe de las tinieblas no soporta la luz divina del Cordero de Dios y huye ante su Presencia y así nos vemos libres de su maligna y demoníaca presencia.

         Por todo esto vemos cómo, el Padrenuestro, es la única oración que se vive en la Santa Misa.


viernes, 4 de octubre de 2024

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo B - 2024)

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 2-16). Los fariseos pretenden poner a prueba a Jesús en relación al matrimonio, preguntándole acerca de si es lícito o no el divorcio, debido a que Moisés les había otorgado permiso para divorciarse. En realidad, a los fariseos no les interesa demasiado el tema: lo que pretenden es acumular falsas pruebas con las cuales luego acusar a Jesús, porque si Jesús dice algo contrario a Moisés, entonces ellos lo acusarán de ser contrario a la ley mosaica. Y en la respuesta que da, Jesús efectivamente contraría a Moisés, ya que anula el permiso de divorcio que Moisés les había concedido.

Para poder entender la situación en su totalidad, hay que tener en cuenta que Jesús, siendo Dios, fue quien creó al hombre, al ser humano, como “varón y mujer”, por lo que, al cancelar el permiso de divorcio que había concedido Moisés, lo que está haciendo es restaurar el orden primordial que Él en cuanto Dios había establecido: que el varón se uniera a la mujer para formar “una sola carne” y que de esta unión surgieran los hijos, como fruto del amor natural de los esposos, matrimonio que a su vez, al ser elevado al rango de sacramento, prefiguraría la unión misteriosa y sobrenatural entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, unión nupcial mística y sobrenatural, de la cual habrían de nacer miles de millones de hijos adoptivos Dios, a lo largo de la historia humana.

En otras palabras, el matrimonio monogámico no es un “invento cultural”, sino una “creación divina”, una “institución divina”, que ha sido creada así, con el varón y la mujer, ex profeso, para que de la unión de ambos resultara, como fruto del amor esponsal y como coronación y materialización de ese amor esponsal, el hijo, además de ser, la unión entre el varón y la mujer, una representación del misterio de la unión esponsal mística entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

Lo que debemos entender es que Jesús no es un profeta más, sino que es el Dios que creó al varón y a la mujer para que se unieran en matrimonio natural e indisoluble y ahora viene, encarnado, no solo para prohibir el divorcio, restituyendo su idea original, sino para hacer algo todavía más grandioso con el matrimonio y es el convertir al matrimonio, por medio de la gracia sacramental, a una representación de una unión esponsal, mística, sobrenatural, pre-existente, de carácter espiritual y celestial, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

Esto es lo que da al matrimonio sacramental sus características principales: unidad, indisolubilidad, fidelidad, fidelidad, porque así como es el amor entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, así debe ser el amor entre los esposos cristianos; es decir, las características del matrimonio sacramental se derivan de ser partícipe, el matrimonio sacramental, de la unión esponsal sobrenatural entre Cristo y la Iglesia. Por medio de la Encarnación, el Verbo de Dios le concede al matrimonio natural del varón y la mujer una dignidad que antes no tenía y es la de ser una imagen y una participación mística y sobrenatural a la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, la unión mística y sobrenatural entre el Cordero y la Iglesia Esposa a la cual San Pablo llama “gran misterio” (cfr. Ef 5, 2. 21-33). Por medio del sacramento del matrimonio los esposos católicos se unen al matrimonio místico entre Cristo y la Iglesia y así se convierten en una prolongación, en el tiempo y en el espacio, ante la historia y los hombres, del matrimonio místico, sobrenatural, entre Cristo y la Iglesia: el esposo participará de la esponsalidad de Cristo Esposo y la mujer de la esponsalidad de la Iglesia Esposa. De esta manera Jesús eleva al matrimonio entre el varón y la mujer a una dignidad superior a la de los ángeles y es lo que permite comprender la razón sobrenatural de las características del matrimonio cristiano: indisolubilidad, fidelidad, fecundidad esponsal, porque esas son las características del amor esponsal de Cristo Esposo hacia la Iglesia Esposa y también de la Iglesia Esposa hacia Cristo Esposo.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Jesús, que es Dios en Persona, es quien ha unido al varón con la mujer en la unión esponsal “desde el principio”, es decir, “desde la Creación” y es por eso que anula el permiso transitorio de divorcio de Moisés; pero ahora va más allá de las características naturales del matrimonio -indisolubilidad, la fidelidad y la fecundidad-, porque al convertir al matrimonio en sacramento, cada matrimonio católico se convierte en un misterio que hace referencia a un misterio insondable, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, siendo los esposos una prolongación, hacia la sociedad y la historia, de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Ésa es la razón de la altísima dignidad e importancia del sacramento del matrimonio, dignidad e importancia que no son ni comprendidos ni valorados por la sociedad actual, materialista y hedonista. Pero no es el mundo sin Dios el que debe comprender, valorar y vivir esta sublime realidad del matrimonio católico, sino los mismos esposos católicos y el modo de hacerlo es viviendo en la santidad esponsal, único modo de responder a la grandeza y majestad con la que Cristo ha dotado al matrimonio sacramental católico.

 


“Digan a las gentes: “El Reino de Dios está cerca”

 


“Digan a las gentes: “El Reino de Dios está cerca” (Lc 10, 1-12). ¿De qué manera está el Reino de Dios “cerca”? Podemos decir que de dos maneras. Una primera, es cuando Jesús está hablando acerca de su Segunda Venida en la gloria: allí Jesús profetiza acerca de lo que sucederá antes de que Él vuelva: guerra, rumores de guerra, terremotos, señales en el cielo. Cuando veamos que suceden estas cosas, dice Jesús, sepamos que “el Reino de Dios está cerca”. Jesús está hablando del Día del Juicio Final y nos advierte acerca de los acontecimientos que precederán a su Venida en la gloria, para que estemos preparados, aun cuando no sabemos si viviremos en esta vida terrena cuando suceda. Cuando estas cosas sucedan, sabremos que su Reino estará “cerca”.

         Pero la advertencia de Jesús “el Reino de Dios está cerca”, no es sólo válida para su Segunda Venida, al fin de los tiempos, sino también para todos y cada uno de nosotros, independientemente o no si habremos de vivir o no en esta vida mortal cuando suceda: su advertencia de que el Reino de Dios está cerca, es para todo aquel que, viviendo en esta vida, pase al otro mundo a través de la muerte. Es decir, el Reino de Dios está cerca, y está tan cerca, como cerca está el día ya prefijado por Dios, para la muerte de cada uno, con la consiguiente comparecencia, ante el Rey de los hombres, Cristo Jesús, Supremo y Eterno Juez. Esta es otra forma de estar también “cerca” el Reino de Dios.

         Finalmente, otra manera de estar “cerca” el Reino de Dios, es por medio de los sacramentos, ya que ellos nos conceden la gracia y por la gracia participamos anticipadamente, ya desde el tiempo, del Reino de Dios, que es eterno: el Reino de Dios está entre nosotros y en nosotros, y por lo tanto está “cerca” de nosotros, por medio de la gracia santificante, otorgada por los sacramentos y concedida a nuestras almas por medio de la Pasión y Muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Por la gracia, el alma comienza a participar de la vida divina y puesto que la vida divina se desarrolla en el Reino de los cielos, cuando el alma está en gracia, en cierta manera, vive ya la vida eterna del Reino de Dios y vive, de modo anticipado, el Reino de Dios, eterno, estando todavía en la tierra. A esto nos referimos cuando, parafraseando a Nuestro Señor, decimos que el Reino de Dios está “en nosotros”: como la gracia inhiere en el alma y es un don interior, es por eso que decimos que “el Reino de Dios está en nosotros”, cuando estamos en gracia y así podemos decir que el Reino de Dios está “cerca” de nosotros, en cuanto por los sacramentos, tenemos acceso a la gracia y por la gracia, al Reino de Dios por participación. Sin embargo, hay algo más en la doctrina de la gracia, que hace que el alma posea en sí misma algo infinitamente más grandioso y maravilloso que el Reino de Dios, y es que, por la gracia, el alma se convierte en morada del Rey de los cielos, Jesucristo. Por eso, en el tiempo de la Iglesia, el católico en estado de gracia puede decir algo más grandioso que “el Reino de los cielos está cerca”; el católico puede decir: cuando comulga en gracia, el católico puede decir: “El Rey de los cielos está en mí”.