La
Santa Iglesia Católica utiliza, para la conmemoración de Jesucristo como Sumo y
Eterno Sacerdote, el momento de la Última Cena en el que Nuestro Señor, tomando
el pan y el vino los convierte, con su divino poder, en su Cuerpo y su Sangre. Este
milagro, que es llamado “el Milagro de los milagros”, se llama “transubstanciación”,
por la razón de que luego de pronunciadas las palabras de la consagración –“Esto
es mi Cuerpo”, “Éste es el cáliz de mi Sangre”-, las substancias del pan y del
vino se convierten, por la omnipotencia divina, en las substancias del Cuerpo y
la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. En otras palabras, antes de las palabras
de la consagración, en el altar solamente hay pan y vino, con sus respectivas
substancias y accidentes; luego de las palabras de la consagración, las
substancias del pan y del vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la
Sangre del Señor, respectivamente, conservando solo las apariencias de pan y
vino, puesto que si bien las substancias del pan y del vino se convierten en
las substancias del Cuerpo y la Sangre del Señor, lo que se conservan son las
especies o apariencias, por lo que al gusto, al tacto, al olfato, parecerían
pan y vino, pero en realidad ya no son más pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre
del Señor Jesús. Santo Tomás dice que en la transubstanciación permanecen las
apariencias o especies, por ejemplo del vino, porque si incluso los accidentes
se convirtieran, el vino dejaría de ser vino y lo que habría en el cáliz sería
solo sangre, lo cual nos repugnaría al momento de beber. El hecho de que la
Sangre de Cristo esté, en substancia, en el cáliz, pero que se conserven las
propiedades accidentales del vino -sabor, textura, aroma, etc.-, es para que no
nos dé repugnancia el beber sangre pura.
El
milagro de la transubstanciación, esto es, la conversión de la substancia del
pan y del vino en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Jesús, es un
milagro de tal magnitud, que solo Dios puede hacerlo; es decir, no pueden hacer
este milagro ni el hombre ni el ángel, solo Dios en Persona lo puede hacer y
esto es lo que hace Jesús, como Sumo y Eterno Sacerdote, en cada Santa Misa, a
través del sacerdote ministerial. El hecho de que Jesucristo, en la Última
Cena, haya elegido y consagrado como sacerdotes ministeriales sólo a varones y
no a mujeres, hace que la ordenación de mujeres sea imposible de toda
imposibilidad, porque esto significa que la Iglesia no tiene poder alguno para
conferir el sacramento del orden a las mujeres, sino solo a los varones.
“Esto
es mi Cuerpo, Éste es el cáliz de mi Sangre”. En la Santa Misa, el Sumo y Eterno
Sacerdote es, además de sacerdote, el altar y también la víctima; es el altar,
porque el altar es su Humanidad Santísima, en donde es inmolado el Cordero de
la Alianza Nueva y Eterna para la salvación de la humanidad; es la Víctima,
porque la ofrenda que la Iglesia hace a Dios no es el pan y el vino, sino el
Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
No hay ni puede haber ofrenda más excelsa y grandiosa que la
Sagrada Eucaristía, la ofrenda que el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ofrece
al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, en cada Santa Misa, ofrenda por la
cual la Iglesia adora a la Trinidad, ofrece el Cordero Inmaculado que expía los
pecados de los hombres, da gracias por el don de la Redención y pide por la
conversión de los que están vivos y por el eterno descanso de quienes han
fallecido en la esperanza de la resurrección. No hay ofrenda más perfecta para
la Santísima Trinidad, que la ofrecida en la Santa Misa por el Sumo y Eterno Sacerdote,
Jesucristo.