(Domingo
II - TO - Ciclo B – 2024)
“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 35-42). El Evangelio
narra que, estando Juan el Bautista con dos de sus discípulos, al ver pasar a Jesús
caminando cerca de ellos, lo señala y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. En
esta frase, en este nombre dado por Juan el Bautista a Jesús de Nazareth, se
esconde a la vez que se revela, el secreto sobrenatural y eterno, escondido
desde toda la eternidad, que ahora en Juan se revela a los hombres: Jesús de
Nazareth, quien a los ojos de los hombres era nada más que “el hijo del
carpintero”, “el hijo de María”, “uno de nosotros”, uno que “se había criado en
el pueblo”, era nada menos que el Cordero del Sacrificio Divino, Sacrificio Redentor,
Sacrificio Celestial, el Cordero no originado entre las reses de animales
humanos, sino en el seno del Padre Eterno, porque Jesús es la Segunda Persona
de la Trinidad, Dios Invisible, que se encarna en el seno purísimo de María Santísima
para que la Virgen le tejiera, con su substancia maternal, un cuerpo, formado
de órganos, de huesos, de sangre -sobre todo de sangre, de sangre preciosísima-,
que no solo haría visible al Dios Invisible, sino que lo haría capaz de ser sensible,
es decir, de sufrir, de padecer, para así poder sufrir la Pasión, para que una
vez que cargara sobre sí los pecados de los hombres, los llevara consigo por el Camino Real de la
Cruz, para lavarlos con su Sangre Preciosísima, derramada en el Calvario.
Los otros corderos del sacrificio, ofrecidos en el templo
hasta Jesús, eran solo figura del Verdadero Cordero y obviamente, al ser
simplemente animales, eran absolutamente incapaces de reparar los pecados de
los hombres, pecados que ofenden infinitamente a la Justicia Divina; mucho
menos eran capaces de vencer a la Bestia del Abismo, el Ángel caído, el Ángel
soberbio, el Padre de la mentira, el Orgullo en sí mismo, Satanás, la Antigua
Serpiente y a todo el Infierno, a todos los príncipes y potestades malignas que
lo siguieron en su irracional y absurda rebelión contra la Santísima Trinidad;
tampoco la sangre de los corderos animales podía vencer a la muerte, justo
castigo recibido por Adán y Eva al cometer el pecado original y transmitido a
toda la especie humana desde entonces. Mucho menos era el sacrificio de los
corderos animales capaz de conceder la participación en la filiación divina por
medio de la gracia santificante, concediendo la filiación divina a quienes la
reciban con piedad, con fe y con amor. Todo esto, todo el sacrificio de los
corderos que era realizado en figura por los hebreos en el templo, es ahora
realizado en la realidad por el Verdadero y Único Cordero del Sacrificio, Jesús
de Nazareth, a quien justamente Juan el Bautista le da el nombre no dado por
nadie hasta entonces: “Éste el Cordero de Dios”.
“Éste el Cordero de Dios”. Imitando a Juan el Bautista, la
Santa Iglesia, al contemplar a la Santa Eucaristía, elevado en lo alto luego de
la consagración eucarística, luego de pronunciadas las palabras de la transubstanciación,
repite, junto con el Bautista, las mismas palabras que él le dirigía a Jesús, dirigiéndolas
a la Eucaristía: “Éste el Cordero de Dios”. Y, al igual que el Bautista, la
Iglesia se inclina, con la frente hasta el suelo, para adorar al Cordero de
Dios, Cristo Jesús.
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