“Rogad al Señor de la cosecha que mande trabajadores a su campo” (cfr. Mt 9, 32-38). El consejo de Jesús viene luego de ver el estado espiritual de la muchedumbre que se ha acercado hacia Él: “Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor”.
Jesús se compadece del estado espiritual del hombre sin Dios, que se encuentra, por esto mismo, extenuado, abandonado, herido, golpeado, a punto de morir de hambre, de sed, de cansancio. El hombre de hoy, que ha construido una civilización sin Dios, aún cuando aparente ser feliz, y vivir despreocupadamente; aún cuando confíe en que sus heridas son curadas por la ciencia, y aún cuando deposite todas sus esperanzas en la tecnología, para construir un mundo feliz, en el fondo, al no tener la fuente de la alegría y de la paz, que es Dios, vive atormentado y en un estado de infelicidad y de zozobra permanente.
Todavía más, como el hombre no puede subsistir sin Dios, ante su ausencia, recurre a ídolos, los cuales, al ser esencialmente malignos y vacíos de toda bondad, lo único que hacen es aumentar más sus dolores. Hoy en día abundan los ídolos: el placer, el tener, el dinero, el fútbol, la política, la educación laicista, la democracia convertida en partidocracia y en oclocracia, o gobierno de los peores, la televisión, Internet, la música desenfrenada, etc.
Los ídolos mundanos agobian, extenúan, cansan al extremo, pero no se detienen ahí, porque buscan, en realidad, la muerte del hombre.
Ante este panorama desolador, Jesús nos pide que recemos a Dios, para que envíe “operarios a su mies”, es decir, sacerdotes y laicos santos, no acomodados al mundo, es decir, sacerdotes y laicos no burgueses, que lo único que quieren es vivir cómodos, tener buena salud y no tener problemas.
“Rogad al Señor de la cosecha que mande trabajadores a su campo”. Se necesita mucha oración, continua, perseverante, incansable, confiada, humilde, acompañada de mortificaciones, sacrificios, ayunos, para que Dios escuche.
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