“¿Quién es mi prójimo?” (cfr. Lc 10, 25-37). La respuesta a la pregunta está en el samaritano que, a diferencia del sacerdote y del levita, que pasan de largo ante un hombre golpeado y herido, se ocupa de él, sana sus heridas, y paga por alojamiento y comida.
Con el ejemplo del samaritano, Jesús nos da la respuesta cuando formulamos la misma pregunta: mi prójimo es todo aquel que necesita de mi misericordia.
La otra enseñanza que nos deja esta parábola es el hacernos ver que la religión no depende de la vestimenta, y ni siquiera del cumplimiento meramente extrínseco de los ritos y de las oraciones. Los dos primeros personajes que ven al herido y pasan de largo, son religiosos y practicantes de la religión, que se identifican externamente por la vestimenta religiosa: un sacerdote y un levita, y ninguno de los dos, a pesar de su aparente religiosidad, se conmueve ante su prójimo herido.
Sería el equivalente, en nuestros días, de religiosos pertenecientes a congregaciones o a diócesis, aunque también se puede aplicar a laicos, es decir, a todos aquellos que se dicen practicantes de la religión, pero cuya práctica es meramente externa, y por lo tanto falsa, vacía e hipócrita, porque han olvidado la misericordia, la compasión, la caridad.
Por el contrario, el samaritano representa a aquel que no se caracteriza por su religiosidad –tal vez ni siquiera sabe rezar-, pero que a la hora de ayudar a quien se encuentra en necesidad, no duda en hacerlo.
Con esto, Jesús no nos quiere decir que llevar hábito de religiosos y ser practicantes de la religión esté mal, sino que a esa religiosidad externa se le debe agregar, como su base y fundamento, la misericordia, el amor, la caridad y la compasión para con todo prójimo.
Sólo de esta manera se puede vivir el primer mandamiento, que exige el amor a Dios y al prójimo.
De otra manera, la religión es máscara de piedad, vana ostentación, y muestra de hipocresía y orgullo.
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