“¡Ay
de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre
ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace rato se habrían convertido” (Mt 11, 20-24). Jesús se lamenta de las
ciudades de Corozaín y Betsaida, y también de Cafarnaúm y el motivo del lamento
es la ausencia de conversión, a pesar de que en estas ciudades -como el mismo
Jesús lo dice-, se han hecho milagros. Cuando el Hombre-Dios hace milagros –resucitar
muertos, curar enfermos, multiplicar panes y peces, etc.-, lo hace con un fin
específico, y es el de confirmar, con sus obras, la veracidad de sus palabras:
Él afirma ser Dios Hijo en Persona, hace milagros que sólo Dios puede hacer,
por lo tanto, Jesús es quien dice ser: Dios encarnado. Y a su vez, la
auto-revelación de Dios en Jesús de Nazareth, confirmada por medio de los
milagros, tiene un único objetivo: derramar sobre las almas, por medio de la
Sangre del Corazón de Jesús, la Misericordia y el Amor divinos, sin límites y
sin medidas. Esta es la razón por la cual, el hecho de no solo rechazar un
milagro, sino de persistir en la dureza de corazón –que es en lo que consiste
la no-conversión, la contracara de la conversión-, significa en el fondo el
rechazo del Amor de Dios, que no se manifiesta de otra manera que no sea en
Cristo Jesús. En otras palabras, quien rechaza los milagros, rechaza el Amor de
Dios, que obra los milagros por Amor a su creatura, el hombre, y no por ningún
otro motivo, y quien rechaza el Amor de Dios, tiene la condena asegurada, porque
“no hay otro nombre en el que se encuentre la salvación de los hombres” (cfr. Hch 4, 12).
“¡Ay
de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre
ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace rato se habrían convertido”.
Las palabras dichas por Jesús contra estas ciudades, que han endurecido sus
corazones, serán repetidas en el Día del Juicio Final, a todos aquellos
cristianos que, habiendo tenido la posibilidad de asistir al Milagro de los
milagros, la Transubstanciación, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo
y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, en el altar eucarístico, hayan
preferido sus asuntos mundanos, despreciando así al Amor de Dios que se les
donaba, gratuitamente, como Pan Vivo bajado del cielo, como Maná único y
verdadero, que les concedía la vida eterna, ya en anticipo, en esta tierra y en
esta vida temporal. No seamos de esos cristianos; que Jesús no tenga que
reprocharnos la dureza de nuestros corazones, y no perdamos oportunidad de
asistir a la Santa Misa, el Milagro del Divino Amor, milagro por el cual todo
un Dios se nos entrega en la apariencia de pan y vino.
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