“Has revelado estas cosas a los pequeños”
(cfr. Mt 11, 25-27). ¿Cuál es el
sentido de las palabras de Jesús? Nos lo dice San Vicente de Paúl[1],
al comentar este Evangelio. Dice el santo que a Dios le agrada la simplicidad –que
es lo opuesto a la soberbia- y que por eso mismo, prefiere conversar con los
humildes de corazón, haciendo en cierta manera a los hombres familiares suyos: “¡Es
tan agradable a Dios la simplicidad! Sabéis que la Escritura dice que su
delicia es conversar con los humildes, los sencillos de corazón, que van de
buena y simple manera: “Ha hecho a los hombres rectos sus familiares” (Pr 3, 32)”. Dice San Paúl que quien
quiera encontrar a Dios, debe ser “sencillo”, porque así es como Dios quiere
que sean los hombres: “¿Queréis encontrar a Dios? Él habla con los sencillos.
¡Oh, Salvador mío! ¡Oh hermanos míos que sentís el deseo de ser sencillos, que
dicha! ¡qué dicha! Ánimo, puesto que tenéis en vosotros esta promesa: que el
deseo de Dios es estar con los hombres sencillos”. La razón reside en lo que
dicen los filósofos como Aristóteles: “Lo semejante ama lo semejante”. Si Dios
ama a los sencillos, es porque Él, en su Acto de Ser divino trinitario, es
sencillo, simple –simplicidad como sinónimo de perfección-, humilde y es por
eso que se complace con los hombres en los que encuentra esta semejanza.
Jesús,
siendo Dios Hijo, es también sencillo, humilde, simple, y por eso alaba al
Padre, porque le revela los secretos de su corazón de Dios a los que son como
Él y se alegra por eso. Dice San Vicente de Paúl: “Otra cosa que nos recomienda
maravillosamente la sencillez, son estas palabras del Señor: “Te bendigo,
Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has
revelado a los sencillos”.
Dios,
dice San Vicente de Paúl, revela el sentido espiritual del contenido del
Evangelio, a aquellos que no presumen de la ciencia mundana –necesaria en
cierto grado, pero limitado- y esconde el sentido espiritual a quienes hacen
alarde de esta sabiduría mundana. San Vicente hace decir a Jesús, parafraseando
el Evangelio: “Reconozco, Padre, y os lo agradezco, que la doctrina que he
aprendido de vuestra divina Majestad y que doy a conocer a los hombres, sólo la
conocen los sencillos, y permitís que no la oigan los prudentes según el mundo;
les habéis escondido, si no las palabras, sí al menos el espíritu”. Quienes poseen
ciencia mundana y hacen alarde de la misma, se privan de un conocimiento mayor
e infinitamente más perfecto, el conocimiento que el Padre da por medio de su
Espíritu a los sencillos y humildes de corazón.
Por
eso, dice San Vicente, si bien la ciencia mundana es necesaria, debemos
cuidarnos mucho de no perder el horizonte, es decir, de dejar de lado la
ciencia evangélica por la ciencia mundana, despreciando la sabiduría revelada
por Jesucristo y ensoberbeciéndonos por los conocimientos de los hombres,
puesto que esta última jamás puede darnos la dicha verdadera: “¡Oh Salvador y
Dios mío! Esto nos debe asustar. Nosotros corremos tras la ciencia como si toda
nuestra dicha dependiera de ella. ¡Desdichados de nosotros si no la tenemos! Es
preciso tenerla, pero con mesura; es preciso estudiar, pero sobriamente”. Es necesaria
la ciencia mundana, pero solo hasta cierto punto y siempre teniendo como
infinitamente más alta a la ciencia del Evangelio.
Hay
otros, dice San Vicente, que ni siquiera la poseen, pero hacen alarde como si
la poseyeran a esta ciencia mundana; a estos es a quienes Dios mismo les vuelve
impenetrables los conocimientos del cielo: “Otros simulan entender en negocios,
pasar por gente que conoce los negocios de fuera. Es a estos tales que Dios
quita la penetración de las verdades cristianas: a los sabios y entendidos del
mundo”.
¿A
quién da Dios los conocimientos del Evangelio, los conocimientos de la
sabiduría divina, necesarios para la eterna salvación? A los que lo imitan y
participan en la humildad, simplicidad y sencillez de su Acto de Ser divino
trinitario, a aquellos que siendo ricos en sabiduría divina, aparecen como
pobres a los ojos del mundo y estos son quienes viven en la verdadera paz, aun
en medio de tribulaciones: “Pues ¿a quién la da? Al pueblo sencillo, a la buena
gente... Señores, la verdadera religión se encuentra entre los pobres. Dios los
enriquece con una fe viva; creen, tocan, saborean las palabras de vida... Por
lo ordinario conservan la paz en medio de las penas y tribulaciones”.
La
causa última de que Dios dé su sabiduría a los pequeños según el mundo, es la
fe en la revelación de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Cuál es la causa de esto? La
fe. ¿Por qué? Porque son sencillos Dios hace que en ellos abunden las gracias
que rechaza dar a los ricos y sabios según el mundo”. La fe en Nuestro Señor Jesucristo
–en su condición divina, en su Presencia real, verdadera y substancial en la
Eucaristía, en su condición de ser Hijo de la Madre de Dios- es la que da al
alma la paz de Dios, la Sabiduría de Dios y la Alegría de Dios, en medio de las
tribulaciones de este mundo presente.
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