(Domingo
XXV - TO - Ciclo B – 2018)
“Los
discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre
quién era el más grande” (Mc 9, 30-37).
El Evangelio es una clara muestra de que la crisis de la Iglesia es una crisis
de santidad y es una crisis que se manifiesta desde el inicio mismo de la
Iglesia, desde su mismo seno. Mientras Jesús les habla acerca de la Pasión que
ha de sufrir, mientras Jesús les anticipa, proféticamente, que Él habrá de ser
traicionado, entregado, muerto en la cruz y para recién después resucitar y así
salvar a la humanidad del pecado, de la eterna condenación en el infierno y de
la muerte que lo acecha a cada instante, los discípulos, aquellos elegidos por
Jesús para recibir de Él sus enseñanzas privilegiadas, demuestran no estar a la
altura de los acontecimientos. Por el contrario, demuestran una mundanidad tal
que asusta. Por un lado, “no comprenden” lo que Jesús les dice, porque no
entienden qué es la Pasión ni el por qué ni para qué Jesús ha de sufrir la
Pasión. Dice así el Evangelio: “Jesús (les decía): “El Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte,
resucitará”. Jesús les habla claramente de su misterio pascual de muerte y
resurrección, misterio por el cual habrá de salvar a los hombres, pero ellos
“no entienden” lo que Jesús les dice: “Una vez que estuvieron en la casa, les
preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían
estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Es decir, mientras Jesús les
habla de la necesidad imperiosa de la cruz para salvar el alma del infierno, de
la muerte y del pecado; mientras Él les habla acerca de la peligrosidad de los
enemigos humanos –los judíos- y preternaturales –los ángeles caídos- cuya
malicia es tan grande que lo llevarán a Él a la muerte, provocando la
dispersión de su Iglesia, los discípulos, en vez de estar atentos a estas
revelaciones celestiales, se encuentran enfrascados en cuestiones humanas,
discutiendo sobre banalidades, como por ejemplo, “cuál de ellos es el más
grande”: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el
más grande”. Con esta discusión mundana y banal, los discípulos no solo
demuestran que no están a la altura de la misión sobrenatural que Jesús les
quiere encargar y de los eventos sobrenaturales que en breve habrán de suceder,
sino todavía demuestran algo peor: demuestran una mentalidad mundana, un
espíritu soberbio, orgulloso, que se encuentra apegado a esta tierra, a sus
honores, a sus homenajes, a sus mundanidades. Mientras deberían estar
deliberando sobre quién de ellos, aún indigno, debería estar a los pies de la
cruz de Jesús, acompañando a la Virgen en su soledad, en su dolor y en su
humillación, los discípulos “discutían sobre quién era el más grande”. Se
disputan los aplausos humanos, en vez de desear el silencio de Dios; se pelean
por un puesto de honor mundano, cuando deberían desear un puesto de
crucificados, al lado de la cruz de Jesús; se pelean por los honores que los
hombres se dispensan unos a otros, cuando esos honores, delante de Dios, son
como hierba seca que se lleva el viento y nadie más se acuerda de ella.
“Los
discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre
quién era el más grande”. Podemos decir que la crisis actual que vive la
Iglesia, una crisis que es ante todo de fe y santidad y que se manifiesta
claramente en la apostasía masiva de los católicos, comienza en el momento
mismo de la predicación evangélica y se extiende, como una mancha que todo lo
corroe y todo lo contamina, hasta nuestros días. También nosotros debemos
preguntarnos si no nos comportamos mundanamente, como los discípulos de Jesús;
también nosotros debemos preguntarnos si es que entendemos que estamos en esta
vida para unirnos a la Cruz, para recubrirnos con el Manto de la Virgen y así
vencer a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte, en
vez de buscar el aplauso mundano, o en vez de estar discutiendo entre nosotros
por banalidades, cuando en realidad debemos mirar hacia lo alto, hacia el
destino de eternidad que nos espera en la otra vida.
“Los
discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre
quién era el más grande”. Tengamos cuidado de no ser nosotros esos discípulos
que, estando en la Iglesia, no entienden para qué están, para salvar sus almas
y las de sus hermanos y no para buscar puestos de poder y el aplauso inútil de
los hombres.
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