(Domingo XXX - TO - Ciclo B - 2024)
“Maestro,
que pueda ver” (Mc 10, 46-52). En este
Evangelio, Jesús obra la curación milagrosa de un ciego llamado “Bartimeo”. Según
el relato evangélico, es el ciego quien, al “oír que era el Nazareno”, de inmediato
se puso a gritar, para llamar la atención de Jesús, diciendo: “Hijo de David,
Jesús, ten compasión de mí”. Al escucharlo, Jesús lo hace llamar, le pregunta
qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide poder ver: “Maestro,
que pueda ver”. Apenas dice esto Bartimeo, Jesús le concede lo que le pide,
haciéndole recobrar la vista, agregando finalmente: “Ve, tu fe te ha curado”.
En el relato
evangélico podemos considerar dos hechos: por un lado, podemos considerar al
milagro de la curación de la ceguera en sí mismo; por otro lado, podemos reflexionar
sobre lo que el milagro simboliza. En lo que se refiere al milagro en sí mismo,
es de un milagro de curación corporal, mediante el cual Nuestro Señor
Jesucristo restituye la capacidad de ver a quien no la poseía, es decir, a un
no vidente. Por el relato evangélico no podemos saber si era no vidente desde
el nacimiento o no; pero a los fines prácticos, era un no vidente, es decir, el
Evangelio deja bien en claro que era una persona ciega, alguien que no poseía
la facultad de la visión, con toda seguridad, a causa de graves lesiones en su
aparato ocular. Sin importar la gravedad de las lesiones anátomo-fisiológicas, Jesús
restituye en un solo instante la capacidad plena de visión del ciego,
restableciendo los tejidos oculares dañados y devolviéndoles su total
funcionalidad, con lo cual el cielo puede ver con absoluta normalidad. Esto lo
puede hacer Jesús con su omnipotencia divina, con lo cual demuestra que es Dios
Hijo encarnado, ya que, si hubiera sido simplemente un profeta o un hombre más
entre tantos, jamás hubiera podido hacer este milagro. Entonces, esta es una primera
consideración que nos deja el milagro en sí mismo y es el contemplar a Jesús como
Dios omnipotente, a quien le basta, con su solo querer, restablecer la anatomía
y la funcionalidad de los tejidos oculares dañados, para así restablecer la
vista de un no vidente. Si bien es un milagro asombroso, ya que Jesús restituye
el tejido dañado y le devuelve su funcionalidad con el solo querer de su Divina
Voluntad, es en realidad nada, para un Dios que ha creado, literalmente de la
nada, a todo el universo visible e invisible. Sin embargo, no deja de ser un
milagro de curación corpórea y como tal, su estudio científico proporcionaría material
para decenas de doctorados en Medicina. Antes de considerar la simbología del
milagro, no se puede pasar por alto un elemento muy importante que se destaca
en el momento previo al milagro y es la fe en Jesús de Bartimeo, del no
vidente: Bartimeo, con toda seguridad, había escuchado los relatos asombrosos
de los milagros de curación, de resurrección de muertos, de multiplicación de
panes y peces, de expulsión de demonios con su sola voz que había hecho Jesús y
había deducido, correctamente, que si Jesús hubiera sido un simple hombre, no
habría podido hacer todos estos milagros; por lo tanto, ese Jesús del que tanto
había oído hablar y del que tantas maravillas se decían, no podía ser otro que
Dios encarnado; no podía ser otro que Dios oculto en la naturaleza humana de
Jesús de Nazareth. Es esta fe la que motiva a Bartimeo a acudir a Jesús, es la
fe de la Iglesia Católica, la fe de los Apóstoles, que afirma sin lugar a dudas
que Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, encarnado en
la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. Es esta fe en Jesús como Dios
encarnado, la que lo lleva a Bartimeo a confiar en que Jesús le devolverá la
vista, porque tiene el poder divino de hacerlo y es por esta razón que se
postra ante Jesús, en señal explícita de reconocimiento de su divinidad, ya que
la postración es señal externa de adoración. Y es a esta fe a la que se refiere
Jesús cuando, luego de realizar el milagro, le dice: “Ve, tu fe te ha curado”. Bartimeo
nos enseña cuál es la verdadera fe de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana,
en Jesús de Nazareth: Jesús es Dios.
El segundo
elemento que podemos considerar en el milagro es el simbolismo sobrenatural que
conlleva: el ciego, que por definición vive en tinieblas, sin ver la luz,
representa a la humanidad caída en el pecado original y que por causa del
pecado original se encuentra envuelta en una triple ceguera, en una triple
tiniebla: la tiniebla del pecado o malicia del corazón; la tiniebla de la
ignorancia o dificultad de la mente para llegar a la Verdad y por último, las
tinieblas vivientes, las sombras vivas, los ángeles caídos, los habitantes del
Infierno. Las tinieblas espirituales en las que se ve envuelta la humanidad
desde Adán y Eva están descriptas por el Evangelista San Lucas, en el Cántico
de Simeón, las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el
Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en
sombras de muerte”. Las tinieblas y sombras de muerte en las que vive la
humanidad son el pecado, la ignorancia y los demonios y para destruir a estas
tinieblas con su Luz Eterna, es que nos visitará “el Sol que nace de lo alto”,
Jesucristo, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”. Sin la gracia santificante,
que hace partícipe al hombre de la luz divina de la Trinidad, el hombre vive en
la triple ceguera de su naturaleza y en las triples tinieblas del pecado, del
error y de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos o demonios; solo Jesús,
Luz Eterna, el Cordero que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, la Gloria
Increada que procede eternamente del seno del Padre, puede disipar para siempre
a las tinieblas que ensombrecen al hombre y no le permiten ver la luz divina. Sin
Jesús, Luz Eterna, el hombre vive “en tinieblas y sombras de muerte”. Puesto que
Jesús, Luz del mundo, es el Único que puede disipar las tinieblas de la
ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es
a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos no vernos libres de las
tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia, sino además poseer la visión
sobrenatural que nos permita contemplar los misterios de la nuestra santa fe
católica para así no caer en los errores del cisma y de la herejía. Y debido a
que Jesús se encuentra en la Cruz y en la Eucaristía es allí adonde debemos
acudir, con el corazón contrito y humillado, postrados de rodillas, para ser
iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.
“Maestro,
que yo pueda ver”. Al igual que el ciego Bartimeo, también nosotros le decimos a
Jesús: “Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas espirituales que ensombrecen mi
alma y concédeme que pueda contemplar el misterio de tu Presencia Eucarística, para
poder ir detrás de Ti en el Via Crucis en la tierra y así alcanzar el
Reino de Dios en la vida eterna”.
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