(Domingo III – TP – Ciclo B – 2012)
“Los
discípulos se llenaron de alegría y admiración”. (cfr. Lc 24, 35-48). Es notoria la diferencia en el estado anímico y
espiritual de la totalidad de los discípulos en relación a Jesús, antes y
después de su encuentro con Él resucitado: antes, están todos
"apesadumbrados y tristes", como los discípulos de Emaús;
"llorando", como María Magdalena; "con el rostro sombrío",
como en el caso de los discípulos en el Cenáculo. Después del encuentro con
Jesús resucitado, el Evangelio describe un estado anímico y espiritual
radicalmente distinto:
¿A qué
se debe este cambio? Podríamos intentar una explicación, desde el punto de
vista humano. Entre los hombres, se da esta situación, luego de reencontrar a
alguien a quien se amaba mucho, y por algún motivo, se lo daba ya por muerto,
como por ejemplo, en una guerra: cuando esto sucede, se llora su ausencia, se
hace un período de luto, se resigna a no verlo más, se siente nostalgia y,
cuando ya se pensaba que su ausencia sería definitiva, en un determinado
momento, inesperadamente, se lo vuelve a ver, lo cual provoca gran alegría
entre sus seres queridos.
Podría
ser este el motivo de la alegría que experimentan los discípulos, pero en la Iglesia los hechos de
Jesús no se explican por motivos humanos, sino por motivos divinos.
La razón
por la cual los discípulos se alegran y se admiran, es porque ven a su Maestro
y Amigo vivo, que ha regresado de la muerte, que se encuentra lleno de la luz y
de la gloria divina, cuyo resplandor emana a través de sus heridas.
La sorpresa es grande porque
la última vez que habían visto a su amado Señor, había sido el Viernes Santo,
crucificado, con su Cabeza coronada de espinas, con su Cuerpo lleno de
hematomas, de heridas abiertas de las que manaba abundante sangre, y sin
embargo, ahora lo ven con su Cuerpo resplandeciente, con la marca de sus
heridas, pero de las cuales ya no brota más sangre, sino luz divina, y por esto
se alegran y se admiran.
Pero no es esta la causa
última de la alegría de los discípulos; si esta fuera, entonces en poco y en
nada se diferenciaría de una situación puramente humana, como la que
describimos al principio, es decir, se trataría sólo de la alegría y admiración
de quienes creían que un ser querido había muerto, y en vez de eso, descubren
que está vivo.
En la alegría y admiración
de los discípulos hay algo más, que causa una alegría y una admiración
infinitamente más grandes que la de simplemente ver a alguien que se pensaba
muerto y está vivo: la alegría y la admiración de los discípulos está causada
por el encuentro con el Ser divino que inhabita en Jesucristo, que se
manifiesta en todo su esplendor a través de su Cuerpo resucitado. La alegría y
la admiración que provoca al hombre descubrir al Ser divino, es tan grande, que
no se puede expresar con palabras humanas, al tiempo que provoca en el alma un
estupor de tal magnitud, por la contemplación de la majestad divina, que al
alma le parece imposible creer que sea verdad. Es esto lo que el evangelista
quiere expresar cuando dice: “Era tal la alegría de los discípulos, que se
resistían a creer”. En otras palabras, lo que causa la alegría, la admiración,
el estupor, el gozo, incontrolables, sin límites, en los discípulos que están
en el cenáculo cuando se les aparece Jesús resucitado, es la contemplación del
Ser divino trinitario que inhabita en Jesús, puesto que Jesús no es una persona
humana, sino la Segunda Persona
de la Santísima Trinidad ,
Dios Hijo encarnado, que manifiesta toda su gloria, todo su esplendor, toda su
infinita majestad divina, a través de su Cuerpo humano resucitado.
Ese es el motivo último de
la alegría y de la admiración de los discípulos en el cenáculo: contemplan,
fascinados por la atracción del ser divino, a Dios Hijo encarnado, que los
envuelve con su luz y con su gloria divinas.
La presencia Personal de
Dios puede producir en el alma humana diversos estados, como por ejemplo, el
temor –incluso hasta los ángeles más poderosos tiemblan ante la sola idea de la Justicia divina encendida
en ira, según revela la Virgen
a Sor Faustina Kowalska-, pero también por el amor y la alegría que lo desbordan,
y es esto lo que les sucede a los discípulos en el cenáculo, a quienes la Aparición de Jesús,
glorioso y resucitado, los llena de temor sagrado, de amor jubiloso y de
fascinación maravillada, al punto tal de dejarlos estupefactos, sin poder
articular palabra.
Pero no debemos creer que la
aparición y manifestación de Jesús resucitado a sus discípulos se produjo por
única vez hace dos mil años, en el cenáculo en Jerusalén: en cada Santa Misa,
por el misterio de la liturgia eucarística, se aparece el Señor Jesús,
resucitado, en Persona, con su Cuerpo glorioso, llena de la luz y de la vida
divina, oculto bajo algo que a los ojos del cuerpo parece ser pan, pero que a
los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe y del Espíritu Santo, es el
Hombre-Dios Jesucristo, la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cada Santa Misa renueva y
actualiza la aparición y manifestación gloriosa de Jesús resucitado, como lo
hizo en el cenáculo hace veinte siglos, solo que para nosotros lo hace oculto
bajo las especies eucarísticas.
Por lo tanto, cada Santa
Misa, debería ser vivida, para los bautizados, con la misma alegría, con el
mismo gozo, con la misma admiración y estupor, con los que los discípulos vivieron
la experiencia de contemplar a Cristo resucitado, e incluso deberían vivir cada
Misa con muchísima más alegría que los discípulos, porque Cristo se les
apareció a los discípulos, y comió con ellos, pero no les dio su Cuerpo y su
Sangre como alimento del alma, mientras que sí lo hace con los bautizados, al
donarse todo Cristo en Persona en cada comunión eucarística.
Si alguien escribiera la
historia de cada misa, ¿podría decir que quienes asistimos a ella nos alegramos
y nos admiramos, como los discípulos, por la iluminación interior del Espíritu
de Cristo, por la aparición de Cristo en medio nuestro como Pan de Vida eterna?
Cada misa es como un
cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia, para
comunicarle de su alegría y de su amor por la comunión. Está en el bautizado
pedir y aprovechar interiormente ese don del Espíritu, que le permite alegrarse
y admirarse en Jesús resucitado en la Eucaristía , además de donarse a sí mismo como
víctima, ofreciéndose a Cristo en el sacrificio de la Cruz , en acción de gracias
por tanto amor demostrado por Dios, o permanecer indiferente, como si solo
hubiera recibido un poco de pan, como si solo hubiera asistido a una rutinaria
ceremonia religiosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario