La fiesta católica de la Presentación del Señor es el
cumplimiento pleno de una antigua tradición hebrea, según la cual el primogénito
varón debía ser llevado al Templo y ser presentado o consagrado al Señor[1]. En este caso, la Virgen y
San José, cumpliendo con esa tradición, al mismo tiempo la plenifican y le dan
su verdadero y propio sentido, ya que a Aquel a quien presentan o consagran a
Dios, su Primogénito Jesús, no es un niño hebreo más entre tantos, sino el Hijo
de Dios encarnado quien, como tal, más que consagrado a Dios, estaba en el seno
del Padre desde la eternidad, siendo Él mismo en Persona la Santidad Increada
ante la cual se ofrecían los primogénitos. En otras palabras, al presentar a
Jesús, al ofrecerlo a Dios, la Virgen y San José no estaban cumpliendo simplemente
un ritual, sino que estaban ofreciendo a Dios Padre a Aquel que era su Hijo
desde la eternidad; a Aquel que era su Verbo, su Sabiduría, su Palabra, que
ahora se había encarnado y habitaba entre los hombres como un hombre más, pero
sin dejar de ser Dios.
Otro elemento a tener en cuenta en la Presentación del Señor
es la presencia, en ese momento, de un santo del Antiguo Testamento, Simeón –“moraba
en él el Espíritu Santo”-, a quien el mismo Espíritu Santo había llevado al
Templo –“movido por el Espíritu Santo”-, para que fuera testigo de que la
Virgen y San José presentaban o consagraban a Dios a su Hijo Único encarnado,
Jesús de Nazareth. Cuando Simeón toma entre sus brazos al Niño Dios y lo
contempla, es iluminado aun más por el Espíritu Santo que inhabitaba en él y es
así que puede contemplar, en ese niño, no a un niño más, sino a Dios Hijo hecho
Niño, sin dejar de ser Dios; puede contemplar, iluminado por el Espíritu Santo,
que ese Niño de pocos días de nacido es el Salvador de la humanidad y es esto
lo que origina su cántico: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según
lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has
preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y
gloria de tu pueblo, Israel”. Las palabras de Simeón en relación a la luz explican la ceremonia de las candelas que se practica en la liturgia de este día: así como Simeón fue iluminado por el Niño Dios, Cristo Jesús, por cuanto Él es la Luz eterna de Dios, así nosotros, representados en las candelas, somos iluminados por la luz de las candelas: las candelas representan a nuestras almas y la luz a Cristo, Luz Eterna de Dios; del mismo modo a como la luz está en la candela, así está Cristo, Luz Eterna y celestial, en el alma del que vive en gracia.
¿Qué relación tiene la Presentación del Señor con nuestras
vidas personales? Ante todo, que debemos consagrarnos a Dios, seamos o no
primogénitos y más allá de la edad que tengamos y el estado en el que nos
encontremos, porque todos estamos llamados a ser santos en Dios Uno y Trino. Por
otro lado, como católicos, estamos llamados a ser otros tantos simeones, tratando
de imitar su vida de santidad -para lo cual debemos vivir en gracia, de modo
que así inhabite en nosotros el Espíritu Santo-, pero sobre todo, anunciando al
mundo lo que contemplamos en la Eucaristía, al Salvador de los hombres, Cristo
Jesús.
[1] “(La Virgen) y José llevaron al
niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la
ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor”.
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