(Domingo
XXV - TO - Ciclo C – 2022)
“No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 1-13).
Jesús nos advierte acerca de una realidad presente en el mundo desde la caída
de Adán y Eva en el pecado original: no se puede servir a Dios y al dinero. La razón es que el hombre debe elegir entre Dios y el dinero y
lo que sucede es que en el corazón del hombre no hay lugar para dos amores, para el amor a Dios
y el amor al dinero. Ambos amores, aunque son muy distintos porque los objetos
de sus amores son muy distintos -no es lo mismo amar a Dios que amar al
dinero-, ocupan la totalidad del corazón del hombre. Es decir, en el corazón
del hombre sólo hay lugar, podemos decir así, para un solo amor; en otras palabras, el
hombre puede tener un solo objeto de su amor y ese objeto puede ser o Dios o el
dinero; no pueden ser los dos al mismo tiempo.
Ahora bien, no es indiferente o indistinto el amar a Dios y
el amar al dinero, porque no solo los objetos son distintos, sino que también,
para conseguir ambos tesoros -el tesoro espiritual, que es Dios Uno y Trino y
el tesoro material, que es el dinero-, el hombre debe realizar acciones que, en
la mayoría de los casos, se contraponen entre sí. Además, no es indistinto amar
a Dios que amar al dinero, porque la satisfacción que dan ambos amores son muy distintas.
En cuanto a los objetos, quien ama a Dios, ama a la Santísima
Trinidad, a las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y
esto quiere decir que entabla con Dios una relación de tipo personal y por lo tanto
es un amor personal; en cambio, quien ama al dinero, ama a un objeto inanimado,
con el que por definición es imposible entablar una relación personal.
En cuanto a las acciones que el hombre debe realizar para
conseguir ambos tesoros, son muy distintas: para conseguir el Tesoro Espiritual
infinito y eterno que es Dios Uno y Trino, el hombre debe observar la Ley de
Dios, sus Diez Mandamientos, además de los Consejos evangélicos de Jesús; así,
el hombre debe acudir al templo el Día de Dios, el Domingo, para adorarlo en la
Eucaristía; debe cargar la cruz de cada día; debe amar a su prójimo como a sí
mismo; debe amar a sus enemigos personales; debe perdonar setenta veces siete,
y así con toda la Ley de Dios. Por el contrario, quien ama al dinero, no tiene
una ley divina y por lo tanto moral y ética que regule su obrar, porque quien dicta
los Mandamientos es Dios y no el dinero; quien ama al dinero y no a Dios, no
guarda los Mandamientos de Dios, no acude a adorar a Dios el Día del Señor, no se
preocupa por recibir al Don de Dios por excelencia que es el Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús y, lo más grave, como no tiene regla moral que ordene su
actuar, con tal de conseguir el dinero, no dudará en cometer todo tipo de
maldades contra su prójimo.
En cuanto a las satisfacciones que brindan ambos tesoros,
Dios y el dinero, son muy distintas: Dios concede, a quien lo ama, la Santa
Cruz de Jesús, para luego coronarlo de gloria en los cielos por toda la
eternidad, concediéndole, por una breve tribulación que supone la vida en esta tierra
unido a Cristo en la Cruz, toda una eternidad de felicidad y de alegría para
siempre. Por el contrario, el dinero, da satisfacciones meramente materiales,
superficiales y pasajeras, porque aunque el hombre viva ciento veinte años en
la tierra, siendo el hombre más rico del mundo, no se llevará a la otra vida ni
un solo centavo, con lo cual todas sus posesiones en la tierra quedarán aquí en
la tierra, mientras que el hombre que amó al dinero antes que a Dios, quedará
con las manos vacías y, lo más grave, con el corazón vacío del amor de Dios y
lleno del odio del Infierno, para toda la eternidad.
“No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada cual tiene la
libertad de elegir a quién servir, si a Dios, o al dinero. Dios nos ha elegido
primero a nosotros, para que lo sirvamos en el amor en esta vida, unidos a Cristo
en la Cruz, porque nos ha predestinado a la gloria y a la alegría eterna del
Reino de los cielos. No cometamos la necedad de dejar de lado a ese Tesoro
Infinito y Eterno que es Dios Uno y Trino, por unas miserables monedas de oro y
plata que de nada nos servirán para la vida eterna. Sirvamos a Dios en esta
vida terrena y la Santísima Trinidad nos colmará de dicha, de gloria y de
felicidad para toda la eternidad, en el Reino de los cielos.
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