(Domingo
II - TO - Ciclo A – 2023)
“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
(Jn 1, 29-34). Mientras Jesús va caminando, Juan el Bautista, que lo ve
pasar, lo señala y lo nombra con un nombre nuevo, jamás pronunciado hasta entonces:
“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El Bautista llama a
Jesús “Cordero”, pero no un cordero cualquiera, sino “el Cordero de Dios”, y
esto no solo porque Jesús es manso y humilde como un cordero -la mansedumbre y
la bondad es el aspecto característico del cordero-, sino porque Jesús es la
Humildad, la Mansedumbre y la Bondad Increadas, desde el momento en que Él es
la Segunda Persona de la Trinidad y, en cuanto tal, contiene en Sí mismo todas
las perfecciones y virtudes posibles, en grado infinito y perfectísimo y la
bondad, la mansedumbre y la humildad, son virtudes en sí mismas excelsas y
perfectas.
Al ser Dios Hijo encarnado, Jesús no podía no manifestarse
como Cordero, por su humildad, su bondad y su mansedumbre, constituyendo así en
su Persona divina encarnada, como la ofrenda perfectísima de sacrificio para
honra y gloria de la Trinidad. Jesús es entonces “el Cordero de Dios”, en
cuanto ofrenda perfectísima y agradabilísima para la Trinidad, pero también es “Dios
hecho Cordero de sacrificio”, es Dios hecho Cordero místico, Cordero de
sacrificio, de ofrenda por la salvación de los hombres; Jesús es Dios hecho
Cordero, sin dejar de ser Dios, Cordero que derramará su Sangre Preciosísima en
el ara del Calvario, el Viernes Santo, para concedernos, con su Sangre
derramada, no solo el perdón de los pecados, sino también y ante todo, la vida
divina de la Trinidad, la vida misma del Acto de Ser divino trinitario, para que
purificados de nuestros pecados por medio de su Sangre Preciosísima, seamos
convertidos en hijos adoptivos de Dios, en herederos del Reino de los cielos,
en templos vivientes del Espíritu Santo, en altares de Jesús Eucaristía. Pero la
Sangre del Cordero, al ser derramada sobre nuestras almas por el Sumo y Eterno
Sacerdote, Cristo Jesús, nos asimila a Él y nos convierte en imágenes vivientes
suyas, destinadas a ser, como Él, víctimas de oblación para el sacrificio
perfecto para la Trinidad, es decir, somos convertidos, por la Sangre del
Cordero, en víctimas en la Víctima por excelencia, el Cordero de Dios, Cristo
Jesús.
“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”,
dice el Bautista al ver pasar a Jesús. Como Iglesia, como miembros de la
Iglesia, también nosotros, al contemplarlo en la Eucaristía, adoramos a Cristo
Dios y le decimos: “Jesús, Tú en la Eucaristía eres el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo”. Y luego de adorarlo, pedimos la gracia de unirnos a
su Santo Sacrificio, para ser sacrificados, como Él, en el ara de la Cruz, por
la salvación de los hombres, nuestros hermanos. Si somos fieles a la gracia
recibida en el Bautismo sacramental, gracia por la cual fuimos incorporados al
Cordero de Dios en su Cuerpo Místico, también de nosotros se podrá decir: “Éstos
son los corderos de Dios que, purificados por la Sangre del Cordero, siguen al
Cordero adonde Él va”. Y como el Cordero de Dios va a la Cruz, a ofrendar su
vida en el Calvario, también nosotros, corderos en el Cordero, debemos seguirlo
por el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, el Único Camino que conduce
a algo infinitamente más hermoso que el Reino de los cielos, el seno eterno de
Dios Padre.
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