“No reconociste el momento de mi venida” (cfr. Lc 19, 41-44). Jesús llora sobre Jerusalén. Contrariamente a lo que una errónea concepción del varón postula, el llanto no es sinónimo de debilidad[1], ni de cobardía. En este caso puntual de Jesús, es la manifestación exterior de un dolor interior; es el rebalsarse, exteriormente, por medio de lágrimas de agua y sal, de un dolor y de una amargura interiores, espirituales, que laceran al Sagrado Corazón, que lo inundan y lo colman de tristeza, la cual se hace visible y se derrama exteriormente por medio de las lágrimas[2].
Jesús llora por Jerusalén, porque no lo ha reconocido en su venida, en su condición de Mesías, de Dios encarnado, que ha bajado del cielo para liberarla de la esclavitud espiritual que significa adorar a los ídolos de los paganos. Como consecuencia de su libre rechazo al Hijo de Dios, Jerusalén será sitiada y su Templo arrasado, signos de la ausencia de Dios, que ya no la protege más.
Pero el llanto de Jesús continúa, en el signo de los tiempos, porque en
Y al igual que por Judas, Jesús llora por las almas de los bautizados que, hoy lo niegan y lo rechazan como a su Salvador, inclinándose en cambio hacia los modernos ídolos del poder, el placer, la diversión, el hedonismo, el relativismo, el ocultismo, el materialismo.
Jesús llora por aquellos que se separan de Él, porque eso significa la segura perdición eterna de sus almas, y su ruina eterna, prefigurada en la ruina de Jerusalén.
“No reconociste el momento de mi venida”. Para mitigar el dolor de Jesús, y para que ningún alma tenga que escuchar este triste reproche suyo, reproche que será a su vez el inicio de su condenación, los cristianos deben reparar por tantos ultrajes y sacrilegios recibidos por Jesús en
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