“No conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2, 13-22). Los mercaderes, introduciendo en el atrio a sus animales, y colocando los cambistas sus mesas de dinero, habían convertido el templo, casa de oración, en un mercado, y es esta perversión de la finalidad original y única del templo, lo que enciende la ira de Jesús.
Esta ira no se debe a la suciedad de los excrementos de los animales, ni a su mal olor, que convierte el templo en algo parecido a un establo, ni tampoco se debe a que los cambistas con sus mesas ocupan el lugar de tránsito de los fieles: la ira de Jesús se debe a que los animales y el dinero representan los amores de los hombres, que han desplazado de sus corazones al Dios verdadero, para dedicarse a cosas de la tierra.
Pero no son los judíos los únicos en profanar el templo de Dios. También los cristianos lo hacen, día a día, desde el momento en que el cuerpo de los bautizados, en virtud precisamente del bautismo sacramental, es templo del Espíritu Santo, según San Pablo: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19), pero los bautizados, habiendo derribado el árbol de la fe, han perdido la esperanza y la caridad, y se han vuelto a los placeres del mundo.
Los animales de los mercaderes y el dinero de los cambistas representan los amores impuros de muchos cristianos, las pasiones desenfrenadas por efecto de la lujuria, y el amor desordenado al dinero, por efecto de la avaricia, las cuales desplazan del centro del corazón al Dios Verdadero.
“Mi casa es casa de oración; habéis convertido el templo de mi Padre en una cueva de ladrones”, les dice Jesús a los judíos, dando rienda suelta a su ira.
“Vuestro cuerpo es mi templo, en donde debería resplandecer la luz de la gracia y al que deberían aromar los perfumes de la castidad y de la pureza”, les dice el Espíritu Santo a muchos cristianos, “y lo habéis convertido en cambio en establo de bestias, dando rienda suelta a vuestras pasiones desenfrenadas, llenándolo de su nauseabundo olor; vuestro cuerpo es mi templo, y vuestro corazón es mi sagrario, que debería atesorar el más grande tesoro del hombre,
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