(Ciclo C – 2019)
Para celebrar
el Nacimiento y la Epifanía del Señor, la Iglesia, citando al Profeta Isaías;
canta así: “Levántate y resplandece, Jerusalén, pues llega tu luz y la gloria
del Señor alborea sobre ti. Mira: la oscuridad cubre la tierra y los pueblos
están en tinieblas. Mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti se manifiesta.
Caminarán las naciones a tu luz y los reyes al esplendor de tu alborada” (60,
1-22). Es decir, el Profeta se dirige a la Iglesia –Jerusalén- en Epifanía y
habla de una “luz” que resplandece sobre ella; al mismo tiempo, habla de “tinieblas”
que cubren la tierra y los pueblos. Alguno podría pensar que el Profeta está
hablando del amanecer y del día que siguen al Nacimiento del Niño, Nacimiento
que fue a medianoche y por lo tanto, las tinieblas que envuelven la tierra y
los hombres, serían las tinieblas cósmicas y naturales, las que se abaten sobre
la tierra cuando el astro sol se esconde.
Sin embargo, no es así. Es por esto que, para entender
qué es lo que dice el Profeta y cuál es la razón de su alegría por la luz,
debemos considerar dos cosas previas a la Epifanía: por un lado, la oscuridad
en la que vivían los hombres; por otro lado, la luz que brota del Niño de Belén
y que es la que ilumina a la Iglesia y la colma de la gloria y la alegría de
Dios. Es decir, no se tratan ni de la luz ni de la oscuridad que conocemos,
sino de una luz que viene del cielo y de una oscuridad que brota del corazón
humano y del Infierno.
El primer elemento que debemos tener en cuenta son las
tinieblas a las que hace referencia el Profeta, tinieblas que por efecto de la
luz que hoy brilla sobre la Iglesia, son derrotadas y vencidas para siempre,
así como se disipan las tinieblas de la noche cuando alborea el día y la
estrella de la mañana anuncia la pronta llegada del sol. Las tinieblas que
cubren la tierra antes de la Epifanía, esto es, antes de la manifestación de la
divinidad del Niño Dios, no son las tinieblas de la noche, que sobrevienen
cuando el sol ya no está: son las tinieblas del error, de la ignorancia, del
pecado, que se abatieron sobre la humanidad a causa del Pecado Original de Adán
y Eva, pero son además las tinieblas vivientes, los demonios, que acechan al
hombre por todas partes y no le dan descanso, porque las tinieblas vivientes
buscan la eterna perdición del hombre expulsado del Paraíso. Estas tinieblas
espirituales –las del error, la ignorancia, el pecado y también las tinieblas
vivientes, los demonios-, son vencidos para siempre por el Niño Dios, que desde
el Portal de Belén se manifiesta en todo el esplendor de su gloria, iluminando
el mundo y las almas, disipando y derrotando para siempre las tinieblas que envuelven
y acechan al hombre.
El otro elemento que debemos considerar es la luz que
hoy, en Epifanía, deslumbra sobre la Iglesia, puesto que no se trata de la luz
del astro sol ni de cualquier luz artificial, sino de una luz que viene de lo
alto, del Ser trinitario divino del Niño de Belén. Cuando el Profeta dice: “llega
tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti”, se refiere a que sobre la
Iglesia resplandece hoy la luz divina, celestial, sobrenatural, que brota del
Ser trinitario divino del Niño que yace en el Portal de Belén. El Profeta no
dice: “Amanece el sol sobre ti y los rayos del sol te iluminan”; el Profeta
dice: “Amanece el Señor y su gloria sobre ti se manifiesta”. Esto quiere decir
que el Niño que yace acostado en el Pesebre de Belén es el Sol de justicia y
que su luz, en forma de rayos de gracia y gloria, iluminan la Iglesia. El Niño
que nace en Belén, hoy deja translucir la luz de su gloria y es esta gloria
divina, que brota de Él como de su fuente inagotable -ya que no la recibe de
nadie, sino que brota de su mismo Ser divino trinitario, que comparte con el
Padre y el Espíritu Santo-, es esta luz la que ilumina toda la Iglesia, no solo
disipando las tinieblas, sino haciéndola resplandecer con una luz más intensa
que cientos de miles de millones de soles juntos, porque es la luz de la gloria
de Dios.
Es esta luz divina, que brota del Niño de Belén, luz
que es la gloria de Dios Uno y Trino, la que los Reyes Magos vieron en el Niño
y por esa razón se postraron ante Él, ofreciéndole oro, incienso y mirra. Postrémonos
también nosotros ante el Niño de Belén, que continúa y prolonga su Encarnación
y Nacimiento en la Eucaristía y ofrezcámosle nuestros dones espirituales: el
reconocimiento de su Divinidad, que está representado en el oro; el
reconocimiento de su Humanidad Santísima, santificada por el contacto con la
Divinidad desde la Encarnación, representado en la mirra; la adoración, por la
cual nos postramos ante el Niño de Belén, que es el Dios que ilumina nuestras
tinieblas con su luz divina, representado en el incienso.
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