(Domingo
XV - TO - Ciclo C – 2022)
“¿Quién
es mi prójimo?” (Lc 10, 25-37). Para
contestar la pregunta acerca de quién es el prójimo, para el cristiano, para el
seguidor de Cristo, Jesús narra la parábola del buen samaritano. En esta
parábola, un samaritano socorre a un hombre que ha sido golpeado casi hasta
morir por unos asaltantes, habiendo sido dejado de lado previamente por un
sacerdote primero y por un levita después. Para entender la parábola, tenemos
que reemplazar los elementos naturales por elementos sobrenaturales: el hombre que
va caminando y es asaltado por unos bandidos y delincuentes, es el ser humano,
que en el camino de la vida y de historia humana va como ese hombre,
desprotegido, a causa del pecado original; las heridas que recibe, son las
heridas del alma, producidas por el pecado habitual; los asaltantes del camino
son los demonios, los ángeles caídos, que atacan al hombre de todas las maneras
posibles, para hacerle daño y provocar su eterna condenación, de ser posible,
aunque también son los hombres malos, los hombres sin Dios en sus corazones,
que provocan daño al prójimo, solo por malicia; la posada en la que el hombre
herido encuentra protección es la Iglesia Católica, que con sus Sacramentos,
sus Preceptos, sus leyes divinas, su Sabiduría divina, nos protege del daño que
nos hacen el mundo, el demonio y los hombres malvados unidos al Demonio; las
vendas y el aceite con las que el Buen Samaritano cura al hombre herido, son
representación de la gracia santificante y de la Sangre que brotan del Corazón
traspasado de Jesús y que por medio de los Sacramentos llega a nuestras almas,
sanándolas de todo pecado, quitando el rencor, la envidia, el odio, la
maledicencia, el apetito carnal desordenado, es decir, quitándonos todo tipo de
pecado; los que pasan de largo ante el hombre herido, primero el sacerdote y
después el levita, representan a aquellos católicos que, ante la dificultad,
necesidad o tribulación en la que se encuentra el prójimo, pasan de largo, es
decir, hacen de cuenta que no lo ven y no lo auxilian: son los católicos que no
practican su religión, aunque asistan a Misa, se confiesen y comulguen, porque
tiene una fe que no se demuestra por obras y la fe se demuestra por obras, por
obras de misericordia, corporales y espirituales; son los católicos que se
desentienden tanto de las necesidades del prójimo como de las necesidades de la
Iglesia; por último, el samaritano, que auxilia a un hombre malherido, que lo
lleva a una posada para que sus heridas sean curadas y que paga todos los
gastos que esto conlleva, es Jesús, el Buen Samaritano, el Samaritano por
excelencia, Aquel que jamás nos abandona y que con su Sangre cura nuestras
heridas.
“¿Quién
es mi prójimo?”. La respuesta a esta pregunta nos la da Jesucristo, el Buen Samaritano
y no solo nos responde quién es –todo ser humano que atraviesa por una
tribulación-, sino que nos enseña qué hacer ante este prójimo, y es el obrar la
misericordia. Si no somos misericordiosos para con nuestro prójimo, incluido el
enemigo, entonces no podemos llamarnos cristianos; sólo si obramos la
misericordia, seremos considerados cristianos e hijos adoptivos de Dios Padre.
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