“Sígueme”
(Mt 9, 9-13). Jesús encuentra a Mateo
y le dice que lo siga. Inmediatamente, sin pensarlo dos veces, Mateo se levanta
de su puesto de trabajo y lo sigue. Luego cuando Jesús va a casa de Mateo a almorzar,
los fariseos, al darse cuenta, critican a Jesús -dicho sea de paso, los que critican maliciosamente al prójimo, como los fariseos, es porque no tienen a Dios en sus corazones-: “¿Cómo es que vuestro Maestro
come con publicanos y pecadores?”. Jesús les contesta con la sabiduría divina: “No
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Un elemento muy
importante a tener en cuenta en este episodio es el oficio de Mateo al momento
de ser llamado por Jesús y es el de cobrador de impuestos, lo cual estaba muy
mal visto por la sociedad hebrea del momento, ya que significaba una especie de
traidor que colaboraba con la potencia ocupante de ese entonces, el Imperio
Romano. Con esto se refuerza el llamado de Jesús a Mateo, porque Mateo era
doblemente culpable, si podemos decir así: como todo ser humano, era pecador y
portador del pecado original y a eso se le sumaba su condición de cobrador de
impuestos para el enemigo del pueblo hebreo.
Ahora
bien, el llamado de Jesús a Mateo no se limita a Mateo: cada bautizado, en su
bautismo, recibe el llamado de seguir a Jesús y cada uno lo hará según su
estado de vida y según a qué tipo de seguimiento lo llama Jesús, si al estado
de vida laical o al estado de vida consagrada. Por esta razón, todos debemos
vernos reflejados en Mateo: todos, como Mateo, somos llamados por Jesús para
seguirlo; todos, como Mateo, somos pecadores –de hecho, nos reconocemos
públicamente como pecadores al inicio de la Santa Misa-, pero también, como
Mateo, somos llamados por Cristo Jesús, no para quedarnos en nuestra condición
de pecadores, sino para santificarnos, siguiendo a Jesús por el Camino Real de
la Cruz, único camino que conduce al Reino de los cielos. Es verdad, entonces,
que no somos perfectos, porque somos pecadores y el pecado es la suma
imperfección; pero no somos llamados a quedarnos en la imperfección del pecado,
sino que somos llamados para alcanzar la perfección de la vida de la gracia, la
vida de los hijos de Dios; estamos llamados a ser perfectos, como nuestro Padre
celestial es perfecto, según las palabras de Jesús: “Sed perfectos, como mi
Padre celestial es perfecto”. Y esta perfección solo la obtenemos en el
seguimiento cotidiano de Jesús por el Via
Crucis, por el Camino Real de la Cruz.
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