(Domingo
XXII - TO - Ciclo C – 2022)
“El
que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 1-12). En este Evangelio, Jesús
pide, implícitamente, para el cristiano, la virtud de la humildad, porque la
posesión o no posesión de esa virtud, condiciona el destino del alma, no tanto
el temporal, sino el destino eterno. La advertencia de Jesús es simple y
depende de la libre voluntad del alma: quien se humille, será ensalzado; quien
se ensalce, será humillado.
Jesús,
entonces, nos pide ser virtuosos y, en concreto, trabajar para adquirir, o al
menos, esforzarnos por adquirir, la virtud de la humidad. Ahora bien, el pedido
de Jesús sobre esta virtud tiene un sentido que va más allá del simple hecho de
esforzarnos para obtenerla, al tiempo de evitar el pecado de la soberbia, por
el solo hecho de evitarlo: nos pide que luchemos ascéticamente para obtener la
virtud de la humildad, porque de esta manera lo imitamos a Él, que es “manso y
humilde de corazón”, ya que esto es lo que Jesús nos pide explícitamente, que
lo imitemos a Él en esta virtud, en la mansedumbre y en la humildad: “Aprendan
de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Jesús nos pide esto porque de esta
manera no solo adquirimos o procuramos adquirir la virtud de la humildad, sino
que de esta manera somos partícipes de su santidad, porque por la gracia nos
hacemos partícipes de Cristo orgánicamente y con la humildad, lo imitamos a Él
no sólo externamente, sino internamente, con lo que podríamos decir que un alma
que es humilde participa de la misma humildad de Cristo.
El
otro elemento que debemos tener en cuenta es que el pecado opuesto a la
humildad, no solo vuelve soberbia al alma, sino algo mucho peor: por la
soberbia, el alma se hace partícipe del pecado capital de demonio en los
cielos, pecado que le valió el ser expulsado para siempre de los cielos. Esto quiere
decir que, así como el humilde participa de la humildad de Jesús y así se
vuelve, en mayor o menor medida, como Jesús, así el alma soberbia, al ser
partícipe de la soberbia del Demonio, participa de su misma soberbia demoníaca,
con lo cual se convierte en una expresión humana del Demonio en la tierra.
“El
que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado”. Como Jesús
quiere que estemos con Él en el cielo y que no nos condenemos en el Infierno,
es que nos pide que seamos “mansos y humildes de corazón”, porque sólo en la
imitación de Cristo y en su seguimiento, por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, seremos capaces de ingresar
en el Reino de los cielos. Ahora bien, hay muchas maneras de ejercer la
humildad y quien no sepa cómo hacerlo, que contemple a Jesús crucificado y lo
imite: en la cruz, Jesús es ejemplo de una infinitud de perfecciones, en grado
infinito y lo es, por esto mismo, ejemplo de mansedumbre y de humildad. Jesús
en la Cruz es ejemplo de mansedumbre, de paciencia, de perdón, de justicia, de
fortaleza, de humildad, pero sobre todo, es ejemplo de amor, porque Él sufre
por nosotros por amor y nada más que por amor, ya que Él no tenía ninguna
obligación de sufrir por nuestra salvación. De manera concreta, en la vida de
cada día, se puede ejercer la humildad, por ejemplo, callando frente a las
ofensas personales –no a las ofensas contra Dios, la Patria y la Familia-;
perdonando a quienes nos ofenden, haciendo el bien, pero sin darlo a conocer,
según el principio de Jesús: “Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano
izquierda”, etcétera. Entonces, si queremos entrar en el Reino de los cielos,
contemplemos a Jesús crucificado y le pidamos la gracia a la Virgen de poder imitarlo,
aunque sea mínimamente, en su humillación, en su humildad, en su mansedumbre,
en su amor.
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