“El
que se humilla será ensalzado, el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 1-12). En este Evangelio, Jesús
pide, implícitamente, para el cristiano, la virtud de la humildad, porque
depende de si se posee o no esa virtud, lo que le sucederá al alma: quien se
humille, será ensalzado; quien se ensalce, será humillado. Ahora bien, Jesús no
nos pide practi car la virtud por el solo hecho de practicarla y de evitar el
pecado de la soberbia por el solo hecho de evitarlo: nos pide esto porque por
la virtud de la humildad lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón”
y así somos partícipes de su santidad, mientras que el pecado opuesto, la
soberbia, nos hace partícipes del pecado capital de demonio en los cielos,
pecado que le valió el ser expulsado para siempre de los cielos. Como Jesús
quiere que estemos con Él en el cielo y que no nos condenemos en el Infierno,
es que nos pide que seamos “mansos y humildes de corazón”.
Ahora
bien, hay muchas maneras de ejercer la humildad y quien no sepa cómo hacerlo,
que contemple a Jesús crucificado y lo imite. En la cruz, Jesús es ejemplo de
una infinitud de perfecciones, en grado infinito. Es ejemplo de mansedumbre, de
paciencia, de perdón, de justicia, de fortaleza, pero sobre todo, es ejemplo de
amor, porque Él sufre por nosotros por amor y nada más que por amor, ya que Él
no tenía ninguna obligación de sufrir por nuestra salvación.
Se
puede ejercer la humildad callando frente a las ofensas personales –no a las
ofensas contra Dios, la Patria y la Familia-; perdonando a quienes nos ofenden,
haciendo el bien, pero sin darlo a conocer, según el principio de Jesús: “Que
tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”. Si queremos entrar en
el Reino de los cielos, contemplemos a Jesús crucificado y le pidamos la gracia
a la Virgen de poder imitarlo, aunque sea mínimamente.
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