“Dichoso
el que coma en el banquete del Reino de Dios” (Lc 14, 15-24).
Aristóteles, uno de los más grandes filósofos precristianos, afirma que el ser
humano nace con el deseo de ser feliz. En otras palabras, según este filósofo,
se puede decir que todo ser humano lleva impreso en su naturaleza el deseo de
la felicidad, el deseo de ser feliz y que sus acciones están motivadas por este
deseo o también que el motor que impulsa sus movimientos es el intento de
satisfacer el deseo de ser feliz. San Agustín, tomando como cierta afirmación
de Aristóteles, agrega que, debido al pecado original, el ser humano, desea ser
feliz, pero al no tener la luz de la gracia, se equivoca en aquello que cree
que le dará la felicidad -el dinero, la sensualidad, la fama, etc.- y como
estas cosas no pueden nunca concederle la felicidad, el hombre busca en vano
ser feliz con estas cosas.
En
el Evangelio, Jesús también se refiere al tema de la felicidad del hombre,
proporcionando una orientación directa en la cual el hombre puede alcanzar la
felicidad total, plena, duradera, eterna: “Dichoso el que coma en el banquete
del Reino de Dios”. Esta frase de Jesús es tomada por la Iglesia y es incorporada
en el momento inmediatamente posterior a la conversión del pan y del vino en el
Cuerpo y la Sangre del Señor, utilizando prácticamente las mismas palabras del Señor
en el Evangelio. Luego de la consagración, cuando el sacerdote ministerial
eleva la Hostia consagrada en la Ostentación, dice: “Dichosos los invitados al
banquete del Señor”.
¿Cuál
es la razón de la dicha de quien comulga, de quien recibe la Eucaristía, de quien
acude al banquete del Reino de los cielos?
La
razón es que en la Eucaristía se contiene al Rey de reyes y Señor de señores,
que es en Sí mismo la Alegría Increada y que comunica de esa alegría a quien lo
recibe con fe, con piedad, con amor y sobre todo en estado de gracia. La verdadera
dicha del alma no reside en ningún bien temporal, sino ante todo en bienes
espirituales y dentro de estos bienes espirituales, el más excelso de todos, es
el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía. A eso se refiere la Iglesia
cuando, por boca del sacerdote ministerial, al hacer la Ostentación
eucarística, dice: “Dichosos los invitados al banquete del Señor”.
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