(Domingo XXXI - TO - Ciclo A – 2023)
“Dicen pero no hacen” (cfr. Mt 23, 1-12). Todo
el capítulo del Evangelios es un aviso o una advertencia de Jesús hacia sus
discípulos, para prevenirlos contra los engaños de los fariseos[1]. Para
lograr este cometido, Nuestro Señor los pone en evidencia y lo que hace es advertir
que, cuando los fariseos y escribas explican fielmente la Ley, entonces se
sientan legítimamente en la cátedra de Moisés y en este caso, deben ser
obedecidos: es decir, cuando enseñan bien la Ley de Dios, deben ser obedecidos,
pero esta obediencia tiene un límite, en el sentido de que no debe llevar a
imitarlos en su comportamiento porque “dicen pero no hacen”, es decir, son
hipócritas en su corazón, dicen bien, enseñan bien, pero luego no practican lo
que enseñan. Es como cuando alguien explica de forma correcta en qué consiste
el Cuarto Mandamiento, Honrar Padre y Madre, pero luego, en su vida privada, no
lo cumple, porque no honra a sus progenitores. Es decir, Jesús advierte a sus
discípulos y por lo tanto a nosotros, que los fariseos observan la letra de la
Ley, saben interpretarla con habilidad, pero no observan su espíritu, porque no
la aplican, no la llevan a la práctica y es por esta razón que hay que obedecerlos
cuando enseñan, pero no cuando obran, porque no hacen lo que dicen, o hacen lo
contrario de lo que dicen.
Los fariseos, para librarse ellos mismos del cumplimiento
de la Ley que enseñaban, habían ideado una serie interminable de lo que se
denomina “interpretaciones casuísticas”, que son una especie de “excepciones a
la regla”, con las cuales, mientras ellos quedaban exentos del cumplimiento de
la Ley, al mismo tiempo, agobiaban la conciencia de los demás, exigiéndoles que
cumplieran a rajatabla lo que ellos eran incapaces de cumplir mínimamente. Esto
es lo que quiere decir Jesús cuando dice que los fariseos “preparan fardos
pesados y difíciles de llevar, para ponerlos sobre los hombros de los demás,
pero ellos mismos son incapaces no ya de llevarlos a cuestas un breve trecho
con sus propios hombros, sino ni tan solo de moverlos con el dedo”. Esto en sí
mismo es hipocresía y es uno de los principales reproches de Jesús hacia los
fariseos.
El otro reproche principal de Jesús hacia los fariseos
es su vanidad, su ostentación, su vano y superfluo deseo de ser admirados y
aplaudidos por los hombres y es en esta vanidad, absolutamente inservible a los
ojos de Dios, en la que los fariseos colocan el fundamento de su prestigio. Es decir,
para ellos, cuanto más admirados por los hombres eran, cuanto más aplaudidos
eran, cuanto más prestigio mundano alcanzaban, tanto más satisfechos se
sentían, aunque esto no sirviera de nada ante la Presencia de Dios. Para lograr
la admiración vana de los hombres, para tratar de impresionar a los demás haciéndoles
creer que poseían un gran celo por la Ley, ensanchaban sus filacterias, que
eran pequeñas cajitas ovoides cubiertas de cuero, en las que se contienen
cuatro tiras de pergaminos sobre los que están escritos los textos en los que
se hace profesión de fe monoteísta (Éx 13, 1-10; 11, 16; Dt 6,
4-9; 11, 13-27). Aquí se incluyen también las cintas o correas con que eran atadas
esas cajitas, una en el antebrazo y otra en la frente, en el momento de la
oración de la mañana y era una práctica que provenía de una interpretación
demasiado literal de Éx 13, 9 y 16, de llevar siempre presente a Dios en
la mente y en el corazón. Nuestro Señor no condena ni las filacterias ni las
borlas, sino únicamente la piedad ostentosa y vanidosa con las que los fariseos
las ponían en evidencia, para ser admirados, según sus pensamientos de
vanagloria. Y esto era verdaderamente así, porque los escribas y fariseos en
verdad se complacían en el ser saludados públicamente con profundo respeto y
que les diesen el título de “rabí” o de maestros especializados en la Ley. Haciendo
una traslación y una analogía, el cristiano no debe ser así, es decir, sí debe
cumplir, observar, la Ley de Dios, llevando sus Mandamientos no en filacterias,
sino en su corazón y en su mente y cumplirla de corazón, con el solo deseo de complacer
a Dios y no a los hombres, y tampoco debe tener la vana intención de llamarse “cristiano”
por el solo hecho de ser llamado “cristiano” y mucho menos utilizar su
condición de tal para ocupar cargos en la Iglesia y mucho menos para ser
admirado o aplaudido por los hombres, porque todo eso sería vana ostentación, soberbia
y orgullo al estilo fariseo y es de eso de lo que Jesús nos quiere preveer.
Ahora bien, del mismo modo a como no había condenado
el uso de las filacterias, en relación a los títulos de “rabí” y de “padre”, tampoco
prohíbe el uso de dichos títulos, sino la vana complacencia que se pone en ellos,
porque también en ser llamados maestros o padres -en el sentido de poseer
sabiduría- se puede caer -y de hecho se cae con frecuencia- en la vanagloria. Lo
que Nuestro Señor prohíbe no son los títulos, sino el empleo o la aceptación de
cualquier adulación que se interponga entre el hombre y Dios y esto porque todos
los títulos humanos son solo reflejo de la autoridad divina de donde todos
derivan, es decir, ningún título humano está por encima de ningún título divino
y mientras los discípulos no entiendan esto claramente, “no deben llamar padre
a nadie en la tierra”, que es el término que a veces se aplicaba a los grandes
rabinos. Es lo mismo nuevamente para nosotros, los cristianos: no es que no
debemos llamar a nadie “padre”, sino que no debemos llamar de esa manera a
quien se arrogue una sabiduría por encima de la sabiduría divina, como ocurre
con los fundadores de sectas, por ejemplo, quienes se consideran superiores a
Jesucristo o se consideran que son el mismo Jesucristo en Persona o que son
Dios en Persona.
Con sus advertencias, Nuestro Señor no es un gramático
regulando el uso de los términos: es un doctor del espíritu que prohíbe solamente
el reconocimiento de cualquier paternidad que pueda oscurecer la paternidad de
Dios; prohíbe cualquier autoridad que pretenda colocarse por encima de la
autoridad de Dios, porque esto es soberbia y orgullo fariseo y también
luciferino. Si no tuviéramos en cuenta lo concreto y breve de sus frases, o las
reduciríamos al absurdo, o le haríamos incurrir en contradicciones. No prohíbe
a un hijo usar la palabra “padre”, ni prohíbe el término si va dirigido a uno
que es el representante de Dios; en este segundo caso precisamente el uso sirve
para recordar a quien lo emplea la paternidad de Dios. Ni tampoco debe el
discípulo cristiano presentarse como guía espiritual independiente, ya que él
mismo está sujeto a un maestro y a un guía, Nuestro Señor en Persona. Los
discípulos tienen un padre que está en los cielos; se mantiene el principio de
la autoridad jerárquica, pero el espíritu con que esa autoridad ha de ser
ejercida es el de humildad.
“Dicen pero no hacen”. Muchos no cristianos, o muchos
cristianos que, por algún motivo, están fuera de la Iglesia, al ver entre los
cristianos denominados “practicantes” comportamientos que se contradicen con la
doctrina cristiana, critican a dichos cristianos, con justa razón, usando las
mismas palabras de Nuestro Señor: “Dicen pero no hacen”. No seamos nosotros los
destinatarios de dichas críticas, o al menos tratemos de comportarnos de manera
tal que nuestro ser cristiano coincida con nuestro obrar cristiano y esto significa
que, ser llamado “misericordioso”, significa “obrar” la misericordia en Nombre
de Nuestro Señor Jesucristo.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento,
Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 446.
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