“No se enciende una lámpara para esconderla bajo la mesa” (cfr. Lc 8, 16-18). Jesús usa la figura de una lámpara de aceite que se enciende, y añade que no se la enciende para ser colocada debajo de una mesa, sino para ser colocada en lo alto, de modo que su luz pueda efectivamente alumbrar y disipar las tinieblas. En caso contrario, si se la enciende y se la oculta, pierde todo su significado y todo el sentido para la que fue encendida.
Esto, que parece una obviedad en el mundo cotidiano, puesto que a nadie se le ocurriría hacer algo por el estilo, no parece ser tan obvio en el mundo espiritual.
La lámpara, que de de estar apagada pasa a estar encendida, es una figura del alma que, de simple creatura, pasa a ser hijo de Dios, al recibir el don del bautismo, de la gracia y de la fe, los cuales se comportan como la luz de la lámpara encendida.
Si en el mundo cotidiano parece obvio que nadie enciende una lámpara para ocultarla, no parece así en
¿Cuántos cristianos, bautizados en
¿Cuántos cristianos, que se confiesan sacramentalmente y que por esto mismo, reciben la luz de la gracia, vuelven a caer, una y otra vez en lo mismo, no por debilidad, que sí se comprende, sino por recibir el sacramento de la confesión como si fuera un consejo piadoso y no el perdón divino de Jesucristo otorgado por medio del sacerdote ministerial?
¿Cuántos cristianos comulgan, incluso diariamente, y por lo tanto, reciben, más que la luz del cielo, a
Todos estos son ejemplos de algo que parece obvio, pero no lo es: son todas lámparas encendidas por Dios Padre, que voluntariamente han decidido ocultar la luz.
Pero el que no refleja la luz del amor de Dios, esparce oscuridad y tinieblas.
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